26 Amauta una duría. Esta voluptuosidad suele darse en épocas esencialmente racionalistas en que el hombre se embriaga con el maravilloso juego de las ideas puras, con el primor deportivo del ejercicio dialéctico. Mera destreza o virtuosismo lógicos. Esta posición, por desinteresada y alta que sea, es siempre una voluptuosidad, un sentido hedonístico de goce que no es otra cosa que egoismo negativo y vano de la inteligencia.
La escolástica fué, en cierto respecto, esta voluptuosidad. Habilidad dialéctica consumada que fué la subversión de la razón contra los sagrados imperativos de la vida. El ejercicio del pensamiento perdió su función vital para convertirse en opresor y deformador del espíritu.
La escolástica es el pensamiento deshumanizado y vano que ha perdido el sentido de su demarcación vital y que se ha disparado fuera de su contorno biológico, donde residen todas sus posibilidades humanas. Dejó de ser un simple instrumento de la vida para convertirse en su tirano. El medio o vehículo pretendió trocarse en un fin en si mismo.
La vida no se transforma ni se supera desplazándose hacia la pura racionalidad que sólo crea entelequias muertas. La vida se transforma y asciende categorizando las realidades palpitantes.
Categorizar no es deshumanizar arrancando al hombre de la atmósfera vital donde respira. Categorizar es eliminar la escurraja o resíduo del hecho efímero para alcanzar la posibilidad humana de perfección nueva sin deformar la auténtica e inalienable efigie del hombre.
Ortega y Gasset ve el ocaso de las revoluciones en la ausencia de un pensamiento racional. La racionalidad pura no es revolucionaria; es utópica y estéril. Las revoluciones no son tales por su pura racionalidad, lo son por su fuerza vitalizante y renovadora.
Declarar la caducidad de las revoluciones es declarar para siempre la caducidad de la historia y del hombre como criatura ascendente. Nada revela más la fatiga espiritual de Europa que este pensamiento que empareja o hermana la pura racionalidad con la revolución.
La pura racionalidad no es revolucionaria; es conservadora, estática y reaccionaria, porque exige de la vida un imposible, es decir, una deshumanización, una dislocación epiléptica, una deformación monstruosa. No hay mayor enemigo de la revolución que la utopía. Los más grandes revolucionarios fueron siempre mentes lúcidas, hombres que han estado con los pies bien plantados en la realidad de su época, espíritus profundamente prácticos y realistas de un eficaz y penetrante sentido político.
Esta posición negativa de muchas mentes europeas denuncia a las claras el colapso en que ha caído Europa, que se siente cumplida y realizada ya, como si se hubiera cerrado definitivamente el ciclo de su destino, sin porvenir ni esperanza posibles. Es el alma desencantada de la Europa post bélica de que tanto se nos habla; y desencantada, no por exceso de pensamiento vitalizante sino por exceso de racionalidad pura y enteléguica.
La revolución no abstrae ni pasma las perfecciones nuevas, sino que las vive, las incorpora al porvenir, las lucha y las conquista. La razón para no extraviarse ni extraviar al hombre debe incorporarse en una recia encarnadura humana. Fuera de ella se desvitaliza y desvitaliza a la realidad. Debe cribarse en el ánima del hombre y en el há