Amauta 75 en En las fiestas que el tatacura las hacía casi cada semana, iba las mañanas al pueblo, con mi poncho, chal y chullo de colores; y regresaba por las tardes a la musiña, tirando a las imillas piedrecitas en el camino.
Una de tantas veces encontré a la Canticha. Esta era a la que yo deseaba; a la que varias veces alumbré con mi espejito, al salir de la misa, después de la procesión; y, a la que le quité el kuepi a pesar de los fuertes golpes de honda con que me acarició la espalda. Pero esta vez logré darle un pellizco que le sacó sangre, y sólo fué así cómo me recibió los dos soles nacionales, en prueba de compromiso de matrimonio, y me dijo con la cabeza gacha: Yasta arusima auquiru. iYa está, háblale a mi padre. Yó vivía contento porque la Canticha tenía la cara redonda y colorada; los ojos límpidos, grandes, y razgados; los labios gruesos y húmedos; y las nalgas y los ñuños túrgidos. Sus redondeces revelaban la dureza de su carne núbil. Y, a toda esa belleza indiana envolvía un rebozo verde con fleco plumillado; ocho polleras de variado color; y un perfume de pajonal y caserío.
Nuestros padres al fin lo advirtieron todo, y como el ganado de ambos competía en número, habían concertado nuestro casamiento.
Un huru. En la parición de allpakas, mi auqui montó a caballo y me ordenó que lo acompañara a pie. Así lo hice y sólo cuando vi que nos dirigíamos a la casa de la Canticha, me di cuenta del motivo.
Llegamos casi al anochecer a la casa de mi futuro suegro, de donde nueve chokollos y el viejo salieron a recibirnos. Este a pesar de saberlo todo se excusó de inadvertido, y nos hizo pasar.
La imilla se hizo la que no me conocía. la madre la encontramos en iguiña. Mi auqui, sacándola de su alforja le alcanzó una incuña con asado de allpaka, mote de maíz amarillo, cuatro reales de pan, dos botellas de cañazo y tres de vino dulce. Al principio se negó a recibir, pero al fin se embriagó con el vino y el cañazo.
Cuando estuvieron borrachos, el viejo autoritario le ordenó a la Canticha que se sentara a mi lado, lo que obedeció fingiendo resignación. Nada recuerdo de lo que hablamos, porque ese rato me sentí un poco turbado; pero lo que no olvido es que nos dijeron que dentro de un mes nos harían casar.
Desde esa noche soñaba con mi traje de novio. Ya me veía de alto e incómodo cuello blanco; de tongo estrecho y cortos pantalones.
Ya veía los pocos acompañantes que, con los ponchos doblados a la espalda y atusados, concurrrían al casamiento; los trece nacionales para el tatacura; la ramada recién techada y engalanada de banderas rojas; y oía ya, el bombo y el pinquillo.
Pero fatalmente esto no fué mas que una odiosa ilusión, porque una noche al noveno día en que la Canticha fué donde el tatacura a aprender el rezo y a confesarse, regresó desencajada, deshecha, y nos contó una historia tan fea que más vale callar.
Puno, 1928.