74 Amauta en el la majada en el kaura huyo y me dirigí a la cocina a donde mi taica, a pedirle amppi.
Llegó la noche.
Una luna llena y alba, bogaba como un cisne encantado piélago límpido del cielo; el viento de los irus arrancaba un silbido que mezclaba con el lek lek lek de los lekelekes, y el pucu u pucu de los jucos, modulaba una sinfonía dolorosa. esa noche de leyenda, más blanca la hicieron los nevados; y en una majestuosa albura, la Puna fué transformándose en una dulce visión de ensueño.
Mi auqui chajchaba su coca y después de un suspiro hondo y largo, en aymará le dijo a mi taica entre otras cosas: Jacúa, seguro alguna pena nos perseguirá, la coca está amarga. lo que respondió mi taica: Paciencia. siguió haciendo bailar la kapuña.
De esto pasó mucho rato. Sería media noche, cuando me despertó la voz de mi auqui, que vuelto de velar el ganado le decía a mi taica asustado, que una cantidad incalculable de chussekas, había invadido la estancia graznando lúgubremente. Mi taica salió a convencerse y al primer paso retrocedió aterrorizado, diciendo. Qué maldición es ésta: seguro alguno de la familia va a morir!
Los chokollos aullaban; y yó presa de terror me fingí dormido, pero saqué la cabeza de debajo del chusi, y como la noche seguía clara, fácilmente pude convencerme de esa extraña realidad.
Mi taika se apresuró a preparar brasas en una phuruña y mi auqui a descolgar una alforja que pendía de un cacho de vaca de la pared, de la que sacó huaychcha, ñuñumea y otras yerbas, más una botella con vino.
De las yerbas y un poco de coca hicieron un zahumerio.
Luego se arrodillaron y con los brazos abiertos besaron el suelo; y en una copita sin asiento ni brillo rociaron el vino, implorando conmiseración al achachila. Nada de extraño le hallé yó a este acto, el que ya me había acostumbrado; pero lo que no dejó de llamarme la atención y divertirme un poco fué que a medida que ellos terminaban la ceremonia, las chussekas se fueron ahuyentando hasta quedar ninguna.
Terminado el hechizo, mis padres salieron a ventear la ceniza, y yó aproveché de esa oportunidad para ir a ver mi pichoncito que dejé oculto en un phuco roto. Al ver que no estaba ahí, a pesar que no tenía por donde salir, casi me desmayo.
Regresé antes que mis padres a la cocina que nos servía tambien de dormitorio, y volví a meterme nuevamente en la iquiña, con el corazón que me saltaba de susto. Ellos también volvieron, y mi auqui al acostarse insistía en que la presencia de las chussekas era un pronóstico infaliblemente fatal.
En efecto, seis meses después de esta escena, que no me place mucho recordar, mi auqui fué acusado de robo y encarcelado; mi taica murió de pena; y yo fuí empeñado por honorarios a un abogado.
no LA IMILLA inmensos pajonales y las crestas nevadas, a mi exuberancia de llokalla, llenaron de incontenibles ansias de rapto y violación de imillas.