Bourgeoisie

Amauta 59 nar.
das las emociones se relacionan en él. Es, por eso, más. Es la unidad de que se debe partir al referirse al circo. Su quintaesencia: equilibrio vital, vibración emocional, flexibilidad y precisión puras.
El teatro es una ficción de la vida. Nos presenta un proscenio con decoraciones de papel, palcos oficiales ornamentados, galerías profusas, yeso, terciopelo, pantallones aplastantes, etcétera, y un gran telón rojo o verde que nos dice cuando acaba el acto: No es verdad!
El circo es la vida misma, el mundo mismo. La carpa es todo y es nada. Hace al circo, lo significa, lo caracteriza, pero no es más que lienzo blanco. Aqui nada es ficción; no hay tramoya, no hay ornamentación de galerías, ni telón que parta como un bisturí los hilos de nuestras sensaciones: éstas acaban por sí mismas, cuando el acróbata termina. Tampoco se encuentra butacas cómodas; hay simples sillas que ha podido traer uno de su casa y en la cual ha podido sentarse en medio de la calle a contemplar la vida. El burgués va al teatro a embutacarse, a digerir el banquete, a dormir si la obra es buena porque no la comprende, a lucir su traje de etiqueta, para ser visto, etcétera.
Al circo van los niños y los hombres niños a vivir con más intensidad, a estar parados, casi, porque las sillas del circo también son acróbatas: siempre están haciendo equilibrio en una pata. En vano tratan de encontrar estabilidad en un suelo que la alfombra trata en vano de aplaEs la cosa menos cómoda y más circense. El burgués correría el riesgo de caerse o de romperla. Por otra parte, la risa de los niños no lo dejaría dormir. Por eso no va nunca. El espectador. El espectador nace de nuevo dentro de la carpa, en otro mundo. Tiene que empezar por educar y afinar su cenestesia. El desconcierto más grande domina sus acciones. Trata de hacer parar a su silla en sus cuatro patas: cosa imposible para una silla de circo.
Se figura que de pronto van a escaparse las fieras, pretende encontrar entre los botones a esos niños de los cuentos, recien robados y, a quienes acaban de descoyuntar los miembros. Ansía convertirse en el salvador de uno de estos desgraciados. En cada clown, en cada acróbata, en cada equilibrista, en el domador, quiere descubrir la tragedia interior disfrazada por una cara sonriente y espectacular. Cuando la cuerda vibra con el peso del acróbata, verlo caer en cada movimiento; cuando la fiera ruge, cree verla tragarse al domador. Está ante la vida y verdad desnudas. Palpitan todos los pechos, pero de distinto modo: unos de agitación, otros de emoción. El clown viene pronto a transvasar los momentos. Con cada volatín, con cada salto mortal va restituyendo la alegría. Pero, de pronto, surje la tragedia de Garrick, impensadamente. Vuelve la tragedia en medio de la risa.
El acróbata llega al redondel a leer la tragedia subjetiva todas las miradas del público. Se impregna de ella, se superhumaniza.
Ya no piensa nada, ya no teme nada, actúa como autómata: está acribillado, está saturado, está atravesado de tragedia. Los ojos del espectador lo sostienen en la cuerda, doman a la fiera, estabilizan al columpio y, en un esfuerzo máximo, contienen a la muerte.
cree en.