56 Amauta armonía más exquisito y arrobador, si cabe, que el primero. al preludio siguieron unas danzas de sabor exótico, voluptuosas, ardientes, como la tierra de donde provenían. Era música cubana: la habanera, el singumbelo, la guarija, todo un repertorio nuevo, aprendido por José Manuel en sus viajes a Paita, en las posadas de los marineros, o a bordo de los navios venidos del mar Caribe, o en sus viajes costaneros, que iban a rematar en el Callao. luego la emprendió con la música de la tierra, con los tonderos morropanos, de fugas excitantes, los mangacherismos, tangarare ños lambayecanos; con toda esa música ajimordiente y revoleteadora, flor de galpón, deletérea, opiante, con pretensiones de poesia picaresca, improvisada por la masa popular, como la resbalosa, el agua de nieve, la moza mala, la mariposa, el tondero, el pasillo y el danzón. Después pasó a la música sentimental: la serenata, el triste, la canción, rematando con una danza nunca oída hasta entonces, epiléptica, lujuriosa, azuzadora, cancanesca, descoyuntante y pegajosa, toda llena de fugas y contrapuntos, y tan comunicativa, que contagió de su epilepsia al auditorio. Aquello era un nuevo son de los diablos, tal vez de la intención de Matalaché, melódico, clarinesco, original, sin ese tambarileo, carraquiento, estúpido del son de los diablos limeños.
La concurrencia se levantó frenética. Los caballeros, sin dolerse de la presencia del vencido, y de la de su amo, que también de pie y pálido aclamaba al vencedor, corrían a estrechar la mano del señor de los Ríos, mientras María Luz, abrumada de felicidad, en enjugaba a hurtadillas una indiscreta lágrima. Ah! el señor de su corazón estaba salvado! Salvado del deshonor y de la muerte, porque ella hasta ese momento había estado segura de que José Manuel al ser vencido se habría matado, como lo había dejado entrever en su respuesta. Su plegaria de aquel día había llegado al cielo. Ahora podía ya venirle encima todo, todo, hasta la misma muerte. llegó el momento del contrapunteo. Nicanor no sabía por donde empezar. Estaba visiblemente anodado. Qué podía tocar ya delante de ese hombre, ni qué había de decirle, si acababa de probarle que era un repentista estupendo; si sus manos y su voz y su habilidad de cumananero habían logrado vencer no sólo a él sino a también a su amo, a quien, desde el tabladillo, había visto mirarle tristemente y darle una piadosa despedida. Cantó lo que sabía e improvisó lo que pudo. Lo que más lo embarazaba en el canto era la actitud lastimera de sus compañeros de esclavitud, de sus paisanos pabureños, que, arrinconados en un ángulo del patio, loraban silenciosamente. Pobre Mano de Plata. parecían decirla, desde el oscuro fondo de sus rostros amorcillados. Ya no te volveremos a ver en la hacienda. La suerte te va a separar de nosotros para siempre!
Todo su buen amor y travesura criolla los había perdido ya.
Apenas si se atrevió a improvisar e invectivar a José Manuel en versos. Pero cada estrofilla suya era al punto contestada y rebatida en forma abrumadora por su contendor, quien implacable,