50 Amauta tando y repentizando. para decidirlo, han honrádonos los muy nobles amos de los contendores con esta misión árdua, pero muy dignificadora. Vamos, pues, respetables señores, a ejercer la augusta función de jueces con toda la imparcialidad de que nos creemos capaces, sin prevención ni agravio y bajo promesa de verdad sabida y buena fe guardada. El guitarrista que pierda pasará, por estar así convenido, a ser propiedad del amo del que venza. esto, si bien va a favorecer, según nuestro pobre concepto, al vencedor, en nada perjudicará al vencido, ya sea porque tratándose de señores tan generosos y humanos, el cambio de dueño no alterará su condición, ya sea porque la proclamación del que venza no va a despojar al contrario de su mérito, pues la fama pública ha tiempo que tiene consagrados a los dos como exinios guitarristas y cantores. Con la venia del muy alto señor Subdelegado, que ha querido presidir y honrar esta fiesta, y del selecto auditorio que lo acompaña, el torneo va a comensar volviéndose a uno de los costados del tabladillo, donde se hallaban esperando los cumananeros, el orador llamó. Nicanor de los Santos Seminario, alias Mano de Plata, puede comparecer y subir.
El llamado Nicanor se presentó sonriente y guitarra en mano. No estaba ya emponchado, como cuando iba a pie del séquito de su señor. Era un negro de los llamados criollos, por ser nacido en el valle. Alto, musculoso, cuarentón y no escaso de gallardía y arrogancia, como buen esclavo engreído. Era algo bisojo, y este defecto le restaba a su rostro franqueza y, simpatia.
Su traje, más que de esclavo, era de un liberto: chaquetilla y calzón, camisa de cuello abierto, medias de estameña y zapatones de cordobán y oreja, y al cinto un desmesurado machete. Su guitarra brillaba como un espejo, y alrededor del orificio que perforaba el centro de la tapa, un círculo chapeado arabescamente de nácar y cacha. Saludó con desenvoltura y fué a sentarse a la derecha del estrado. el presidente del jurado volvió a llamar. José Manuel Sojo, alias Matalaché, que comparezca y suba también, que lo espera su contendor.
Por el extremo opuesto apareció José Manuel, también guitarra en mano, con el amable desén de un gladiador seguro de triunfar. Un murmullo de admiración fué a morir a sus pies como una ola, e, involuntariamente, las manos se alzaron y batieron un aplauso endiosador. Hombres y mujeres. clavaron en el sus ojos con tan aguda intensidad que José Manuel se sintió como desnudado y mordido por todo el cuerpo. Los hombres comentaban vivamente su reciedumbre, su musculatura, su porte, su al rogancia señoril; las mujeres su másculo talante, su hermosura su fuerza, su juventud, su indumentaria original. Algunas de ellas, a la vez que cambiaban a media voz sus imprecaciones, flechábanle con sus impertinentes, con la obstinación de mercader que examina la trama de una tala, o el interés de