Amauta 43 Ya en el filo de las tres comenzaron a fluir los invitados.
En la puerta principal montaba guardia un retén de milicianos, destinado no sólo a hacerle los honores a los personajes de autoridad y mando, sino a contener los avances del gentío que, desde una hora antes, se apretujaba para ver e imponer el orden. El mayordomo, ño Antuco, escoltado por dos criados más, de flamante librea iba anunciando estentóreamente a los que Jlegaban, quienes, después de recibidos y cortejados por don Juan Francisco y su hija, pasaban al poder del cura Sota, para ser guiados a su asiento.
Los primeros en llegar, como era de suponerse, fueron los esposos Seminario y Jaime. Don Miguel Jerónimo se presentó con un boato digno de su persona y de la fiesta: carroza dorada y cochero negro, montado en mulo de gran alzada, y tras del vehiculo, en ordenado pelotón, una cabalgata de paniaguados, esclavos y colonos, a cuya cabeza jineteaba, como un centauro, terciado el poncho dominguero y haciendo alarde de chalaneo y alegría, el gran cumananero Nicanor, que parecía decirles a todos al pasar: Párense y vean bien al famoso pabureño Nicanor. una espesa cola de polvo y un visible revuelo de curiosidad en el vecindario cerraba el trepidante desfile.
En seguida apareció don José Clemente Merino, con dos batidores delante y un pelotón de lanceros detrás. Don José Clemente llegó acompañado sólo de su secretario, una especie de golilla fúnebre. Rasurado meticulosamente, luciendo una gravedad impropia de sus años, pues recién había entrado en la virilidad, el subdelegado cruzó el portalón y fué a perderse en el fondo de la casona, dejando entre el hervidero de los curiosos el deseo de saber por qué no había concurrido también su señora. tras de este personaje, como si los convidados hubiesen estado esperando verle pasar para seguirle, fueron llegando todos, por familias. Primero don Fernando Seminario y Jaime, esbelto, espigado, prosopopéyico, dentro de la envoltura de un negro e impecable frac, aumentando su gravedad la tiesura del alto cuello y el enroscamiento del blanco corbatín, que venía a rematar en leve mariposa sobre el nacimiento de la garganta.
Todo era noble y solemne en este señor; su blancura de reminiscencia vasca; su frente de ensenadas y horizontes; su barbilla, repollada y voluntariosa; su nariz, ligeramente aguileñada en su arranque, y el rasuramiento prolijo de la faz, que dejara sobre ella un leve azul de santo de escultura. Sólo el dorado de las bocamangas del frac, la albura del ceñido calzón y las dos medallas de las leontinas que asomaban sobre los faldones del verde chaleco, lograban atenuar un poco tanta solemnidad.
Acompañábale su esposa, doña María Joaquina del Castillo, morena, adiposa, jovial y abrumada de terciopelos, encajes y joyas. La calesa de esta pareja se hizo a un lado y al punto fué reemplazada por la del marqués de Salinas, de la que descendió éste con su mujer, doña María de la Cruz Carrasco y Carrión. tras de éstos, don Nazario García y Coronel con doña Isidora