42 Amauta conse parezcan? Porque, después de todo. qué había hecho ella sino darse en un acto de amor, como Jesús en la divina hora; restañar con sus besos las heridas de su alma, hechas por ella misma, y alumbrar con un poco de su luz la noche interminable de un eselavo? con su mirar restrospectivo iba descubriendo que lo que la llevara a entregarse no fué un simple anhelo de goce, sino un inconsciente sentimiento de piedad y sacrificio. sacudido el pecho por los violentos sollozos, terminó así su sincera plegaria. no fué tu Hijo, Madre mía, el que vino a morir también por el amor entre nosotros. Desahogado así su corazón, María Luz, más llena de fianza, se había entregado por entero a los preparativos de la fiesta, deseosa de que ésta resultara digna de su fin y de la grandeza de sus mayores. Todo el pequeño mundo de la casona agitaba obediente bajo su vista y sus órdenes, entusiasta, febril, como contagiado por su pensamiento.
El mismo don Juan Francisco, más accesible que nunca, paseaba por el patio, vigilando los arreglos del tablado en que iban a competir los dos más famosos cumaneros del partido ante un jurado musical; dirigiendo la distribución de los asientos que habían de ocupar sus invitados desde el señor Subdelegado hasta el más modesto hidalguillo con el fin de evitar conflictos, resentimientos y despiadadas murmuraciones.
Por otro lado, el cura Sota, ayudado por José Manuel, improvisado secretario suyo, hacía la distribución, conforme a la lista que iba leyendo, muchos de cuyos nombres estaban precedidos de títulos, más o menos históricos y rancios, honoríficos y burocráticos, gran parte de ellos seguidos de una o más copulativas, mientras otros aparecían simples y llanos, pero ennoblecidos por el timbre de sus pesos o el distintivo de la cogulla o la sotana.
La cuestión era delicadísima; una cuestión de la que dependía en gran parte el éxito de la fiesta. No se trataba sólo de ir a sentarse y ver, sino de ver bien sentado y jerárquicamente, esto es, con todos los honores y respetos que cada cual creia merecer. No era posible que el gran señor y el hidalgüeño fueran a tener, así como así, tacto de codos, en una fiesta semejante, cuando no lo tenían ni en la iglesia misma. Pero con un tro de ceremonias como don Benito, que conocía como nadie la vida, usos, costumbres y prerrogativas de la quisquillosa sociedad piurana, la distribución quedó hecha concienzudamente y sin temor a resquemares ni agravios.
El jardín, dejado fuera del círculo en que iba a desarrollarse el espectáculo, formaba con sus ñorbos y campanillas, un verde y florido cortinaje, que impedía atisbar desde fuera a los curiosos, al mismo tiempo que alegraba la vista y refrescaba el ambiente. este vaivén inusitado y febril fué calmándose después del medio día, euando, terminados los quehaceres, cada uno pasó a ocuparse del aliño de su persona.
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