Amauta 41 mulato, impresionado por la gravedad y misterio con que la cartománcica había harajado y combinado los naipes, sonrió, optimista, al presagio. el presagio había circulado por todos los ámbitos del caserón, desde el piso del ama, que lo recibiera con oculta alegría, hasta el galpón de los esclavos, que se anticiparon a celebrarlo en la noche, canturreando y contándose cuentos de truculencia infantil, a excepción del congo del molino, quien, reconcentrado y misterioso, no hacía más que oír y observar desde la tarima de su cubil.
El mayordomo que al principio se mostrara un poco pesimista del éxito de José Manuel, después de ser autorizado por el amo, había agasajado por cuenta de éste, a sus compañeros de esclavitud, con una cenu abundante, rociada de guarapo, champús y chicha. Sólo la Casilda amaneció ceñuda y llena de presentimientos. Pobre su señorita si José Manuel iba a perder, y pobre de los tres, si llegaha a ganar! Porque ella, mediadora inevitable de las nocturnas entrevistas de su ama con el mulaton pues la Rita trasladada definitivamente a otro alojamiento, seguía ignorándolas o sospechándolas tal vez comprendía la grave responsabilidad de su celestinaje y todo lo que de él podía desprenderse.
Pero en su cerebro rudimentario, de personalidad ingenua, bullía un pensamiento, al que se sentía inclinada, y habría querido, de estar en su mano, ver triunfante: la necesidad de la derrota del mulato. Vencido éste, su nuevo señor se lo llevaría, como era natural, y con él el embrujo de su niña, dejándola a ésta en paz y a ella libre del peligro que la tenía en cuita. arrastrada por aquel pensamiento egoista, lo primero que hiciera al levantarse fué ir al oratorio, ponerle una vela a la virgen del Carmelo y pedirle por el triunfo del otro.
María Luz había hecho también lo mismo a la hora de la misa; pero su petición había sido contraria. Llena de fe y unción, de rodillas, frente a la acogedora imagen, con los ojos levantados.
en fervorosa actitud, habíale confesado todo el dolor que la brunaba en ese instante, y, a la vez, que le pedía perdón por su pecado, prometiale no repetirlo mús, aunque su corazón se le roinpiera. habíale hablado también de las lágrimas derramadas, no tanto por su flaqueza cuanto por lo irreparable de su caída. Dónde iría a parar este amor que tanto la había hecho olvidar en un instante. la muerte, como le dijo aquella noche José Manuel? Bien, pero que fuera pronto, si así estaba decretado por Dios, y después de haber triunfado el dueño de su pensamiento. lo pedía no por ella que se sentia ganada ya por el arrepentimiento, sino por él, por ese hombre bueno e infeliz, con cuya libertad jugaban los hombres como el viento con las hojas. Verdad que su falta era grande, inaudita. Pero era realmente una falta. Era un pecado haber cedido a los impulsos del corazón, a la ley del amor, única y divina, como lo oyera siempre gritar desde el púlpito a los ininistros del altar, que une e iguala a todas las criaturas, por înás separadas que esteu y diferentes que