18 Amauta actualidad. Hay lugar para Dios en el seno de una lucha inexorable que hace de la Tierra un campo de batalla. Se puede creer en la Providencia frente a las erupciones de los volcanes y a los terremotos que hacen desaparecer pueblos enteros que, igual a los bombres aplastados por la torre de Siloé, no eran seguramente peores que los demás habitantes de Jerusalén?
La respuesta a esta tremenda pregunta nos la han dado pensadores como Samuel Butler, Bergson, Eucken, Driesch, pero su respuesta no es, evidentemente, la que dá Jehovah a Job y a sus amigos ni está de acuerdo tampoco con la famosa escapada de San Pablo cuando compara a Dios con un oliero y al hombre con una vasija. En el seno de la naturaleza que, como dice el mismo Pablo, parece estar agonizando con dolores de parto, tratando de hacer surgir formas de vida cada vez más bellas, cada vez más perfectas, trasparecen seguramente un propósito y una voluntad divinas.
Esta voluntad, que hace que su sol se levante sobre malos y buenos y llueva sobre justos e injustos es seguramente paternal y buena, como enseñó Jesús. Pero, más seguramente todavía, no es el Dios omnipotente, despótico y terrible, del cual hablan los viejos libros judaicos y sobre el cual tanto discurrieron los teólogos escolásticos y calvinistas. Es una voluntad de bien, un esfuerzo de superación, que trata de crear, con el hombre y por medio del hombre, valores espirituales, valores de cultura, santidad. Pero no es un monarca magnífico, sentado en un trono, complaciéndose con el humo de los holocaustos o las plegarias llenas de lisonjas de sus vasallos. Es un Padre seguramente, puesto que todos llevamos adentro ese mismo anhelo de superación que le distingue, ese gérmen divino que se manifiesta en nosotros como ansia de verdad, de belleza y de bien, probándonos que linaje de El somos. Pero es un Padre que necesita de sus hijos tanto como sus hijos necesitan de El. Es un Dios que agoniza y sufre con los dolores y a causa de los dolores humanos, que necesita que los hombres, sintiéndose hijos suyos, colaboren en su obra y traten de ayudarle a establecer en los cielos.
hirió de repente el contraste que había entre esa magnificencia y la idea de que el autor de ella hubiese hecho, hace cuarentidos siglos, un pacto con un pastor de la Mesopotamia para asegurarse, de esa manera, un pueblo que le ofreciera Sacrificios. Desde que Herbert Spencer escribió esas líneas, la ciencia de las religiones ha progresado mucho. Sabemos hoy que, si Abraham no es un personaje mítico, jamás pensó en ofrecer sacrificios al espíritu que se manifiesta en la majestad de los cielos, sino a uno de tantos Djinn, a uno de tantos de los númenes tribales de los pueblos semitas. Sabemos que Yahveh no era sino uno de esos númenes y que sólo lentamente, y por exclusión de los demás dioses, llegó el pueblo de Isrrael, después de la gran prueba del cautiverio, a la idea monoteista, identificando a su Dios tribal con el Dios único, él que hizo los cielos y la tierra. Sabemos que ni al Genesis ni al Exodo debemos considerarles como relatos históricos y que todo el Antiguo Testamento, si de algo vale, si en algunos casos tiene inapreciable valor, es por contener el recuerdo de las experiencias religiosas de hombres como Amós, Oséas, Miquéas, Isaías, Jeremías, que, saturando el culto de Yahveh de un contenido moral, hicieron del Judaismo la religión universal cuya flor suprema es Jesús.
El Sacerdotalismo judío no nos interesa ya. Nada de provecho vemos en sus holocaustos nauseantes y en sus sacrificios sangrientos en ese Templo mudo y sordo, objeto de vergüenza para los hombres. como lo llamaba ya el cuarto de los Libros Sibilinos.
Nos parecemos en esto a aquellos judíos muy virtuosos que, habiendo penetrado en el espíritu de la ley, no han quedado encadenados a la superficie. de quienes nos habla Eusebio en su valiosísima obra de la Preparación Evangélica. Tenemos buenas razones par creer que Jesús, nuestro maestro, pertenecía a ese número, al número de aquellos a quienes se refiere Eusebio y de los que de tal manera se expresan acerca del Templo. Tenemos buenas razones para pensar que, si el Sermon de la Montaña es la flor cuyas raíces hay que buscar en Amós e Isaías, la mayor parte de las prescripciones del Exodo, del Levitico y aún der Deuteronomio, son peso muerto del cual debemos libertar lo más pronto posible a nuestras mentes y nuestra tradición religiosa.
Pero, si esto es así, si no podemos ni debemos considerar to da la Biblia como la palabra de Dios inerrable e infalible, nos hallámos también en una posición más cómoda para apreciar con mente serena el valor y el significado de los libros sagrados de otras religiones anteriores al Cristianismo.
También ellos, como nuestra Biblia, contienen muchas cosas inaceptables y míticas, pero, igual que en nuestra Biblia, hay también en ellos una contribución positiva a la evolución religiosa de la humanidad. Hombres como el doctor Farquhar han dedicado sus vidas a desentrañar esta verdad y yo creo que su labor no puede ser perdida. Tiene que llegar un momento en el cual el oriente y el occidente unidos reconozcan que si Amós, Oseas, Isaías y Jeremías prepararon el pueblo de Israel para recibir el mensaje del Cristo, hay, en la historia del Asia, hombres como Confucio y Zoroastro que desempeñaron igual papel en los designios de Dios.
Hoy no existe un hombre estudioso e ilustrado que pueda negar la verdad, ya enunciada hace siglos por San Ireneo y Ciemente de Alejandría, de que Heraclito, Sócrates, Platon y los Estoicos (cuya ideología tanta influencia tuvo sobre San Pablo) prepararon el pensamiento griego para recibir el mensaje cristiano.
Hay una extraña afinidad de pensamiento entre el Himno a Zeus de Cleanto, cuando dice porque de Ti todos hemos nacido. y el Sermón de la Montaña cuando nos enseña que todos somos hijos del mismo Padre Celestial. Si idénticas afinidades no han sido generalmente reconocidas entre el pensamiento cristiano y lo más profundo del pensamiento asiático es, sencillamente, porque el occidente tiene aún tanto que aprender del oriente como éste de aquél.
Hay una Luz que alumbra a todo hombre y yo veo venir el día en el cual esto será universalmente reconocido. Los hombres del oriente y del occidente vendrán, cada cual con sus respectivas tradiciones, a colocarse bajo la bandera del Cristo, corona y síntesis de cuanto hay de dinámico, de noble y puro en el pensamiento religioso de los siglos pretéritos. Nuestro concepto de la Oración ha cambiado que tanto Es una consecuencia ineludible de nuestro cambio de concepto acerca de Dios, aun cuando muchos de los que han cambiado en sus conceptos acerca de lo Divino no hayan todavía cambiado en sus conceptos respecto a la oración.
Formada en el ambiente palaciego de Bizancio, la liturgia católica venera a Dios como los cortesanos del Bajo Imperio honraban al César. Cree que El se complace oyendo cánticos, aspirando el humo del incienso, recibiendo honores en días fijos y en horas determinadas. Las mismas iglesias de la Reforma, han simplificado en algunos casos la liturgia católica, y en otros la han anulado totalmente, no se han libertado, sin embargo, de ese concepto equivocado que, a mi juicio, resulta imposible de armonizar con la enseñanza fundamental de Jesús acerca del carácter paternal de Dios. Le cantan himnos, le entonan salmos.
Todo esto, si está revestido de formas bellas, tiene sobre los espíritus, indiscutiblemente, la influencia tonificante que el arte siempre ejerce. Sin embargo, creo que no puede perdurar si Dios es concebido, no como un monarca a quien se adula con todo el protocolo de una pompa cortesana, sinó como una fuerza inmanente en el universo y en cada uno de nosotros, una voluntad que trata de impulsarnos hacia la perfección.
Si en El vivimos, nos movemos y somos. lo mejor que puede hacer el hombre, por medio de la introversión, es prestar oído a esa vocesilla interior que habla a su conciencia. Las mejores formas de oración son aquellas de las cuales nos hablan los místicos españoles, y en general todos los místicos, designándolas bajo el título general de oración interior. Son la oración mental, o meditación, la oración de quietud, o recogimiento, y la oración de unión, o adoración y comunión íntima con Dios. En lugar de tratar de honrarle con el rugido de los órganos, el humo del incienso, las voces de los coros, los cristianos en general harían bien, a mi juicio, en imitar a los cuáqueros, uniéndose en el silencio exterior y el recogimiento interior para escuchar la voz del Espíritu. La Divinidad está cerca de cada uno de nosotros, dispuesta a hacerse oir de cualquiera que hace silencio para escucharla. dijo Sócrates hace ya veinticuatro siglos. Nuestro concepto de la Iglesia ha cambiado Nuestro concepto de la Biblia ha cambiado Con excepción de figuras tales como Sebastián Franck y Gaspar Schwenkfeld, los hombres de la Reforma, en general, no rompieron con el concepto de Iglesia que predominaba y predomina en el Catolicismo. Creían que la Iglesia de Roma se había desviado de las buenas tradiciones de la Iglesia primitiva y trataron de reformarla volviendo a lo que suponían ser el verdadero CristianisCuenta Herbert Spencer en su autobiografía que, siendo aún jóven y mirando una noche la inmensidad del cielo estrellado, le