Anarchism

20 Amauta jor aliado es el tiempo. es que el Solitario del Escorial y el Cardenal de la Fronda, sabían, como lo sabemos también nosotros, que la vida es una fuerza constantemente renovada, una fuerza que empuja las ideas y los sentimientos de alma en alma; trasfor:na en certezas las dudas del pasado, y plasma lo que antes creyérase imposible, la carne palpitante de la historia. Aplausos. Cómo ha de realizarse el ideal de la unión hispanoamericana soñada por Bolívar, y cómo la ansiada unión de la estirpe emergerá del fondo de los caminos de confusión en que vamos rodando, entre el polvo de las experiencias y el tumulto de las fórmulas?
Leroy Beaulieu ponía tres condiciones a la unión hispanoamericana: orden en el interior de los Estados; paz con las Repúblicas hermanas, y relaciones económicas con Europa. De esas condiciones previstas por insigne atadista del Derecho Clásico, es, sin duda, la más importante de todas, la que se refiere al orden en el interior de los Estados. Mas. cómo hacer el orden en el interior de nuestros Estados. Cómo impedir la anarquía producida por el choque entre los mendigos que piden limosna a las puertas del Olimpo y los audaces que se reparten el tesoro de los Atahualpas?
Carlos Pereyra, el más ilustre de nuestros historiadores, dice que la inestabilidad económica es el origen y la causa de los trastornos hispanoamericanos. Si México se mantuvo quieto dos siglos y medio nos enseña el gran escritor fué por la veta grande de Zacatecas que dió seiscientos millones y por la veta de Guanajuato, que formó una Lombardía en el territorio desierto de los chichimecas. Hagamos de nuestras patrias, de nuestras grandes o pequeñas patrias, tierras de libertad, de justicia y de orden. Con el orden, tan fecundo en bienes, nuestros pueblos, movidos por la fe en la vida y reforzados por el destino, caminarían hacia la formación de la patria única, de la patria del mañana que pertenece al tiempo y que se hará con el sacrificio de las pasiones egoístas, siguiendo el trazo de la necesidad imperiosa y lacerante de sostener incólume el alma de la estirpe, gran alma que encierra el ser de nuestras generaciones y la esencia de nuestras cosas; llevándola por encima de los peligros comunes, cerrando el paso al imperialismo en marcha, impío y aventurero, cuyo fúlgido resplandor vuelve más sombrías las fumarolas del Popocatépetl; más resonantes las ondas del Amazonas; más rebeldes las caídas del Iguazú y del Tequendama, y más tempestuosas las nubes que coronan las cumbres del Chimborazo y del Aconcagua. Grandes aplausos. Esperemos la realización de nuestro ensueño mientras el tiempo hila sus largas singladuras bajo la música errante del destino. Hay que creer en el acercamiento de la estirpe bajo la influencia de los antepasados indios y de los abuelos españoles, de los eventos pretéricos, actuales y futuros; del tiempo, de la tradición y de la historia.
Por encima de los Andes, como en un cinema de milagro, veo pasar a los constructores de las pirámides de Teotihuacán y a los que alzaron la fortaleza de Cuzco; veo a los arquitectos de Uxmal, viajar por los dominios del Popolvuh y estrechar las manos de los alarifes insignes de Copán, la sagrada; contemplo a los conquistadores roturando con sus espadas los tres siglos de la Colonia, y veo cómo la Independencia se incorpora, con un ardor juvenil en la sangre, para esculpir las proezas insurgentes: Cuautla junto a Carabobo, Maipú junto a Ayacucho, confundiendo en un mismo resplandor la gloria de Morelos y Bolívar, San Martín y Higgins; México y Colombia, Argentina y Chile. Nutridos plausos. Después. después el vuelo sereno de la independencia del Brasil, la exaltación patriótica en San Pablo, la figura venerable de José Bonifacio, el ademán gallardo del príncipe de Braganun solo sentimiento en las almas y un solo color en las banderas. Nutridos aplausos. El ideal es la llama que afirma y templa los corazones, baña con fuerte resplandor la tierra y mantiene siempre sus lumbres encendidas en el espíritu; el ideal nos permite apasionarnos por la acción continua y huir de los desmayos; es la canción de gesta de la vida y de sus rudos combates; de la vida que no descansa nunca, aunque detrás las generaciones vayan quedando convertidas en arcilla y los imperios en cenizas yertas.
La unión Hispanoamérica es un ideal de profunda resonancia, es un sentimiento que se mezcla con la carne y el espíritu de nuestros pueblos. Así se comprende por Bolívar y San Martín pensaran en la anfitionía desde los albores de la independencia.
Nuestras repúblicas son hermanas; sus indios poseen el mismo origen, anterior en muchos siglos al día en que por primera vez anclara en Acapulco la nao de China; sus tradiciones, anteriores a la conquista, perduran en los jeroglíficos que recubren las paredes de las viejas ruinas y los ídolos del pórfido y basalto; su moral colonial y mestiza sigue el trazo delineado por los misioneros misericordiosos y los recios conquistadores. Hay por eso, en nuestro carácter hispanoamericano, sobre un fondo de fatalismo indígena, la ternura de Bartolomé de las Casas y la rectitud de Juan de Gaona; la energía de Hernán Cortés y la audacia de Núñez de Balboa.
Que vaya en buena hora esta iniciativa del Senado mexicano, como un mensaje de optimismo y de esperanza a las hermanas repúblicas del Sur. No llevará hasta ellas más que un emblema: el emblema de México; pero será bastante; emblema del centinela que atalaya los destinos de la estirpe; centinela que no duerme nunca, que ama la gloria y no teme la muerte; que sabe distinguir entre los conquistadores de la guerra y los grandes mensajeros de la paz; entre Scott cuando dispara sobre el pecho de los cadetes de Chapultepec, y Lindbergh, cuando desciende a nuestro valle, desde su alto paraíso, con la sonrisa de la juventud en los labios, sin visiones de robo en los ojos y sin manchas de sangre en las manos. Aplausos estruendosos. El AGUAYO: Pido la palabra, señor Presidente.
EL PRESIDENTE: Tiene la palabra el ciudadano Aguayo.
EL AGUAYO: Señores senadores: La buena voluntad con que me levanté de mi curul para venir a la tribuna al notar que habían estado probablemente tardíos otros compañeros, principalmente el señor Castillo Torre, para sostener la proposición a debate, reconocerán ustedes que la motivaban entusiasmos sinceros y sanos deseos de venir con mi palabra en apoyo de algo que es trascendentalmente noble y trascendentalmente grande. Por eso, al encontrarme ya en la tribuna y ver que solicitaba la palabra el señor Castillo Torre, cedí con todo gusto y justificación el puesto al ilustre representante por Yucatán, que ha fundado de tal suerte la iniciativa, que ha sido tan brillante en su exposición, tan distinguido y tan selecto en su discurso que, francamente, si no me sintiera latinoamericano como él y no participara de los grandes sentimientos ardorosos y fuertes que nos deben animar a todos los que existimos dentro de este continente, francamente, repito, hubiera desmayado en mis propósitos. Vean ustedes, pues, manifiesta mi buena voluntad al dirigirles la palabra cuando la ha precedido un discurso digno de todos estos ideales, ideales tan grandes, que me daba miedo hablar después de haber escuchado el insigne orador que acaba de abandonar la tribuna.
Pero es honra para mí venir a ponerme todavía sobre la huella que dejaron sus plantas, aunque no sobre la huella fúlgida y luminosa de su palabra. Yo agrego la mía, muy humilde, pero sincera, y confieso que el orador, señor Castillo Torre, dejó agotado todo lo que se puede decir respecto de este tema tan grande. Sin embargo, al escuchar la última parte de su discurso, pensaba yo que todavía podía caber, que todavía podría haber lugar para algo dentro del mismo inmenso tema, y lo digo, porque cuando él hablaba de España, me preguntaba a mí mismo. y qué, acaso no tiene España un lugar en este brillante pregón a todas las Américas?
Si usara de la forma familiar que acostumbro en los discursos que llego a pronunciar en esta Cámara, diría que se trata de una cosa sencillamente de los países hermanos, de una cosa de toda la raza, no solamente de la geografía. Pero, señores, repito, que está perfectamente bien prologada, perfectamente bien ilustrada la tesis que nos ha presentado el señor don Higinio Alvarez. Yo, por mi parte, aporto no un contingente de palabra y discusión; sino un contingente de sentimiento y de corazón. Esto es todo.
Quisiera también que dijeran que la ciudadanía era para todos los que hablaran la lengua española y tuvieran un motivo para sentirse incorporados a nuestro destino. Somos acaso nosotros independientes de todos los que saben el idioma español?
aza.
Si nuestras Repúblicas poseen un acervo común de tradiciones; si el sacrificio de Caupolicán recuerda el de Cuauhtémoc; si el tesoro de Moctezuma no hace olvidar las riquezas imponderables del tambo de Cajamarca; si cada uno de nosotros lleva sangre india y española, nobles sangres en fusión de heroísmos y romances; si cuando Vasco de Quiroga, civilizador excelso, sembraba en la nueva España el primer plátano, don Antonio de Rivera hacía lo mismo en el Perú con el primer olivo; si las raíces de nuestra historia son las mismas ¿cómo no ha de ser posible reunir los trozos dispersos de la América Española?
Yo quisiera, señores, hincar los ojos en el cielo futuro y haber vivido en los tiempos en que la Confederación Hispanoamericana, soñada por Bolívar, se hubiera realizado; yo quisiera vivir cuando el patriotismo continental con que hoy soñamos, patriotismo sin reparos fragmentarios fuera un hecho de amor y de vida,