36 Amauta México. La ideología pasa a segundo lugar con el tiempo. No interesan los sujetos: ellos sirvieron de fermento para las realizaciones puramente plásticas, esencia de la pintura, elemento universal y eterno.
No nos importa que la Oda sea a Dios o al Diablo. Nos importa el elemento poético. Una buena Oda al Diablo la recitarían los ángeles de Swedemborg sin el enojo de Dios.
Americanos amigos míos me han dicho: No nos interesa la pintura actual de Europa.
Europeos amigos míos me han dicho: No nos interesa la pintura actual de América.
En justicia, nosotros conocemos la pintura europea y ellos conocen mal o ignoran nuestros esfuerzos. Estimo que ni americanos ni europeos tienen razón al pensar así. Aquí está la palabra de André Salmon, que aclara mis esquemas y sitúa como él lo sabe hacer las características del arte de Mérida y de toda la pintura americana en oposición a las corrientes europeas. Los mejores pintores de América vuelven con facilidad maravillosa, a ese arte desnudo, diría, al cual parecen estar destinados, arte que Gauguin, primer europeo que lo soñara, no pudo obtener sino después de esfuerzos de una intelectualidad singular. Es el arte que en México, por inesperada fortuna política, viene a libertar los destinos de la gran decoración, dándole todos los beneficios de una actitud oficial. Es el arte que en Guatemala, y, pienso yo, más allá de los límites de la República, impone Carlos Mérida con autoridad vivificante, alegrándonos que haya tenido el placer, la preocupación, de revelarlo a París, para que París lo juzgue. Comprendámonos bien. ese arte no conviene ninguna de las medidas propias a los que nosotros llamamos: Arte Decorativo, sin atemorizarnos por un conjunto tan vasto. Si Carlos Mérida tiene la seguridad de traernos riquezas de color jamás contemplado, el elemento de sorpresa no se podría poner en paralelo con el elemento con que vinieron a sorprendernos los ballet rusos. La Europa civilizada es, en parte, justa herede.
ra del Asia antigua. Además, los artistas de Moscú, instruídos por coleccionistas más ágiles que los nuestros, no ignoraban, ni a Henri Matisse ni a Odilon Redón. Los abismos que separaban América de Europa eran más extraños y profundos. Ninguno mejor que Carlos Mérida favorecido felizmenteestá predestinado para esa labor de unión sin entregas, sin capitulaciones; ninguno ha hecho más sensibles las virtudes de un arte opulento que, producido por un deseo de perfección estética, solicita sus principios a los elementos mismos del antiguo arte indígena y manifiesta esta opulencia que yo sitúo más allá o más acá de la bárbara devoción a la opulencia; por lo contrario, reduciendo toda extrema suntuosidad de acento, de tono, a su parte mesurada en armonioso concurso, en donde el oro diría ya no es, como en las obras que emocionaron a los hombres de las Carabelas, una única cualidad dependiente de todomo bien de un valor exagerado y enemigo de acuerdos supremos ordenada por Mérida. Soy visionario. Cuánto mejor. Han vibrado mis oídos o lo he escuchado. Carlos Mérida vino a nosotros con una grande y segura alegría, con la obra cálida de su juventud. puede él, después de varias semanas, varios meses, dudar más o menos y pensar que ofrece hoy sólo un brillante cargamento exótico. Sin embargo, él puede tener confianza. Además de la alta decoración, la arquitectural sobrepasa el corto espíritu decorativo.
Nosotros la vemos brillar allá, donde se practica en América en jóvenes maestros que compartieron los peores tormentos estéticos de los nuestros. En fin, parece definitivo que la Escuela de París, por su voluntad de volver a los principios esenciales, habrá libertado a las naciones una a una, devolviéndolas a su arte propio, cuando se creyó, por tanto tiempo, a una unificación cosmopolita. Pero. no es cierto, Carlos Mérida, que usted ha dominado esos principios esenciales, fundamentales, esas certitudes, sin las cuales no sería ese maestro nacional, cuyas creaciones voluntarias, ilimitadas en los futuros por los límites conocidos del terreno, serán sensibles a todo el universo cultivado, al mismo tiempo que nutrirán las pasiones inmediatadas de su raza. Si París le atormenta en 1927, bendito sea ese tormento. Indudablemente, usted irá nás allá de las obras que juzgamos hoy y que nos cautivan por múltiples razones. Usted nos sorprende, armoniosamente, con un Egipto nuevo.
Los dibujos de los trajes resplandecientes, de los chales, de los ponchos, nos aparecen como otros jeroglíficos que descifrar para encontrar el secreto de los dioses dormidos entre las cimas y los lagos, entre esos horizontes que mide el cuello del llama misterioso y familiar. Joven apasionado, a su turno usted merece el nombre hermoso de Libertador si arranca un mundo, el Imperio del Sol, de la esclavitud pedagógica en que la mantenían los etnógrafos. Eso seria mucho. Pero la línea, su decisión, sus posibilidades de rupturas fecundas, una ciencia profunda de la distribución de tonos, nos garantizan y nos demuestran que pronto, mañana, usted habrá satisfecho toda su ambición, alcanzando una arte nacional inteligible a todo el joven universo de la plástica. Basta la prueba benéfica: algún vestigio parisiense para poseer mejor, habiéndose ya bien reconocido.
No he insistido, como merece, sobre la labor precursora de Mérida, sobre su significación de pioneer. Es labor de mártir la de los precursores, y a mí me interesan cuando, aparte del empuje que dan, son ellos los primeros en estar en el movimiento que desean emprender, y esto sucede si se tiene perfecto conocimiento de la intención. Hombres con obra importan más que el vago renombre de precursor. Eso mismo me ha hecho tratar con tanto entusiasmo la pintura de Mérida, sin subrayar su influencia. He intentado describir someramente, lo que pude captar. Hay en su pintura no sé qué del dominio poético que me ha obligado a comentarla. Mi vida no me pertenece: la he dedicado a la poesía.
Tal vez por hermandad racial, en donde no supe ver porque no soy crítico, sino sólo amante, mi sangre me hizo encontrar secretas afinidades, y resonaron en mí con cordialidad ancestral. Y, en todo caso, es mejor amar que comprender. Quién sabe si amar no sea una más delicada comprensión, más alta, más aristocrática, porque el amor está lleno de razones platónicas.
Es todo lo que yo reclamo jah. es tanto mi capacidad de amar y amor para aumentar mi capacidad de amar y amor para aumentar mi capacidad de amar. La experiencia es personal, como la voluptuosidad. No me es necesario, como a rutinarios eruditos, encontrar en algún autor célebre la razón de mi voluptuosidad. Tampoco espero que alguien famoso ame tal o cual cosa para amarla yo. Mis amores son mis amores. Además, cuando alguien me dice las causas de un efecto, yo encuentro otras causas y efectos diferentes. Explicar, en general, es disminuir. El deber, la obligación, es sentir. Hay zonas en el alma que se emocionan con una tan grande alegría una alegría casi triste. a pesar de que no pueden comprender. Admirables zonas interesadas sólo en los efectos. Qué me importa que alguien haya dicho tal o cual cosa, cuando yo he sentido otra! Mi deseo de conocer obedece a razones poéticas. Mis apreciaciones son siempre con sentimiento, parciales como mi crítica: sólo quien no tiene sensibilidad no es influenciable, y yo no soy de piedra para poder ser indiferente. Qué me importa a mí que la luz, el sonido, sean vibraciones? Prefiero admirar la pintura y escuchar la música que amo, aunque al día siguiente venga a leer otra teoría sobre su esencia física. La verdad poética sigue en pie. No tiene necesidad de pedestal para estarlo: le sobran con las alas de sus hombros.
Dejo aquí, bosquejado, el primer episodio de la aventura artística de Carlos Mérida: 1920 1927. Enbriaguémonos minuciosamente y que hasta nuestra sombra se eche a andar sonámbula!
Mis sueños, cosidos en tu tierra, América mía, raza de mis abuelos; mis sueños, cosidos en tu tierra, perfumados y humeantes como barbacoa, los coloco en la proa, en las manos de tu México, que protege mi Patria con su cuerpo; los dejo en sus manotas, morenas y robustas, eruditas en caricias, pinceles y fusiles.
Luis Cardoza y Aragón príncipe mayaParís, Otoño de 1927.