Amauta 18 de tanto tiempo, se le antojó desganada y melancólica. Comida con menú a la francesa no hubo ni uno solo de los tradiciona les platos del terruño; ni seco de cabrito, ni arroz con pato, ni locro. ni alfajores, ni bienmesabe servida por nipones silenciosos y corteses, no era el ágape sencillo y cariñoso que se ofrece al hermano que retorna al hogar, sino el ceremonioso banquete, que se le sirve al forastero.
sus a medida que recorría países y ciudades iba despertando en su alma el amor al terruño y la nostalgia de su hogar. Europa lo estaba curando de Europa. Fenómeno más habitual de lo que se cree, estos americanos que descubren a América, en el extranjero.
Ante el noble y armonioso paisaje italiano Felipe recordaba la belleza y la poesía un poco tropicales. de las campiñas de su tierra. los arrozales de un verde tierno, los cañaverales, pequeños bosques, las huertas de naranjos y limoneros, los enormes árboles, los pájaros semejantes a flores y a joyas, los cocuyos refulgentes; toda la riqueza de una región ardiente y generosa. En España, asistiendo a una procesión, durante la Semana Santa, evocó. con qué sentimiento y qué emoción la que salía el Viernes Santo en una de las ciudades de su provincia, y sus musitaron una oración, no ante el Cristo de la procesión española, sino ante el Crucificado adorado por las indias de su país. las mujeres! Ninguna ni la más culta, bonita y refinada tenía para Morales el encanto, la gracia y la suavidad de aquella Isabel, la dulce amiga, casi la novia de sus mocedades.
En medio de sus andanzas y trajines el joven añoraba todas estas cosas aromas de infancia, poesía del hogar lejano, ilusiones y amores de adolescencia y canción del terruño. Urgido por aquellas voces que lo solicitaban resolvió partir. Ya había probado el cosmopolitismo de las grandes ciudades y comenzaba a sentir el cansancio de los hoteles, del idioma extraño, de las amistades de un día, de los afectos efímeros. volvió a su país, donde lo esperaban su madre, sus hermanos, su mamita Balta y quizás. aquella Isabel que fuera el claro y puro ensueño de sus diez y nueve años.
Al día siguiente Felipe se levantó muy temprano. Quería ir a la huerta de naranjos contigua a la casa de la hacienda. Esa huerta guardaba, para él, el encanto de muchos recuerdos. Bajo los árboles floridos y fragantes había jugado, cuando pequeño.
Esos mismos árboles cobijaron ensueños de adolescente y escucharon las palabras de amor, que dijera a Isabel. alli, en la soledad de aquel jardín maravilloso, se había despedido de su linda prometida, siendo ese adios tan dulce, en su misma tristeza, que todavía lo recordaba con deleite.
Las naranjas de aquella huerta eran reputadas como las mejores de toda la comarca. Don Alfonso Morales. el padre de Felipe. se recreaba en ellas y se sentía orgulloso al obsequiar a sus amigos y parientes con una canasta de la deliciosa fruta.
Pero el joven ya no encontró al vergel de sus amores y de sus ilusiones. Ya no existían las naranjas, gloria de la comarca y orgullo de la hacienda, ni florecían los azahares repletos de aromas delicados. Sobre el campo había caído la nieve del algodón. Felipe repetía pálido, trémulo, el corazón apretado por la pena. Han cortado los naranjos. Por sembrar algodón.
Mi padre nunca lo habría hecho. III IV Carlos y Alfonso Morales no amaban la tierra, ni sentían la poesía del campo. La hacienda era, para ellos, un negocio lucrativo, una manera de hacer dinero, pero no la obra que se trabaja con cariño y a la que se entrega el espíritu. Miraban cada pedazo de tierra con criterio mercantilista y si un árbol estaba demás lo hacían cortar sin piedad. Su ambición era ir a vivir a la capital con el dinero ganado en la hacienda. Allí un palacete en alguna de las nuevas avenidas, dos o tres automóviles y una intensa vida social. Además Carlos deseaba ser diputado y, con el tiempo, ministro. Felipe. que no había increpado a sus hermanos la destrucción de la huerta. qué derecho le asistía para hacerlo, no se había ido a Europa, dejándolos dueños absolutos de El Naranjal. se dió bien pronto cuenta de las ambiciones de Carlos y de Alfonso, de su ningún afecto por las labores del campo. esas labores en las que su padre ponía toda su alma, de su desapego de las tradiciones y recuerdos de familia.
Entre Felipe. sentimental y artista. y sus hermanos hombres mediocres y de poco corazón. comenzó a abrirse el abismo, que debía separarlos. Felipe, a pesar del amor de su madre y de la humilde ternura de la Baltasara, se sentía ya un extraño, un intruso en la casa donde había nacido y crecido.
Felipe llegó a El Naranjal cerca de las ocho de la noche.
Sus hermanos habían ido a buscarlo al puerto con un Ford. lo que le decepcionó un poco; le habría gustado hacer el camino, como antaño, en un caballo de paso, pequeño, ágil y brioso, de esos que se ensillan en el Perú con lujosa elegancia. cuero repujado y plata de buena ley.
También le sorprendió desagradár. dole. la manera de vestir de sus paisanos. Se notaba en ellos el deseo de copiar servilmente los figurines de las revistas extranjeras. Alfonso y Carlos Morales parecían dos automovilistas de Vogue. Qué se habían hecho el albo y leve poncho, el amplio y fino sombrero tejidos por los cholos de Eten y de Piura? Felipe se prometió no llevar otro traje en la hacienda. Casi de rodillas ante su niño. la Baltasara lloraba y reía a la vez. El joven acariciaba el cabello todavía negro de su mama. profundamente emocionado y enternecido por el amor de la pobre vieja.
La familia pasó al comedor. extensa habitación de alto techo. donde dos japoneses de frac hacían el servicio. allí advirtió Felipe, como lo había advertido en la sala. la desaparición de los viejos muebles de sólidas maderas y formas robustas, que dejara en la casa. Tampoco decoraban las paredes esos óleos de gran estilo. retratos de abuelos y de tíos. ni las miniaturas delicadamente pintadas imágen de alguna linda antepasada. Todo estaba reemplazado por una mueblería pseudo inglesa y por oleografías representando paisajes españoles y suizos. Un poco del alma de la casa se había ido. Felipe, con la voz ligeramente velada, preguntó. Por qué este cambio en los muebles. Qué se han hecho los retratos de familia. Mi querido Felipe, no por razones de sentimentalismo íbamos a conservar tanta vejez. Es preciso modernizarse. No sólo tú tienes derecho a las cosas de Europa.
El tono de Carlos era acre e irónico. Felipe siguió interrogando. Isabel. cómo está Isabel. Por qué no la han invitado Uds. Isabel está en Lima, donde ha ido a pasar una pequeña temporada.
Esta vez había más que ironía en el acento de Carlos: hostilidad y dureza.
Isabel en Lima, al llegar él, después de tantos años de ausencia! Felipe, que había vuelto con la ilusión de verla y con el secreto anhelo de ofrecerle su cariño, sintió que un soplo de hielo le enfríaba el corazón. esa comida, al lado de los suyos, al cabo Los colonos de El Naranjal. amenazados con un aumento en el arriendo de las tierras por Carlos y Alfonso que, en su afán de ganancias, no respetaban ni los años pasados por aquellas gentes en la hacienda, ni la consideración que les mostraba su padre, de cidieron dirigirse a Felipe. Esperaban que una intervención del hermano recién llegado del extranjero, sería de lo más eficaz y segura.
Morales abrazó afectuosamente a los arrendatarios de El Naranjal. Todos eran hombres ya maduros, que habían pasado casi toda su vida en la hacienda de los Morales. Cultivaban pequeñas huertas y chácaras, criaban gallinas y patos y así como el viejo don Alfonso Morales sentían el orgullo y el amor de la tierra.
Don Antonio Salazar, el más viejo de los colonos, tomó la palabra. Mi estimado y respetado señor don Felipe, dijo y daba vueltas al ancho jipijapa, venimos a rogarle hable Ud. con sus hermanos, los señores don Carlos y don Alfonso. De qué se trata. En qué puedo servirlos? Felipe sospechaba que sus hermanos habían cometido alguna arbitrariedad.