Amauta 15 А TAL с E POR ENRIQUE LOPEZ ALBUJAR (1)
El Milagro de María Luz En medio de la oprobiosa y eterna servidumbre en que vivía una veintena de seres humanos, sin más voluntad que la de su señor y sin otro fin que de aumentarle su caudal por medio del trabajo, la presencia de María Luz fué recibida como la aurora después de una noche de desvelo y angustia. aun cuando aquella agrupación se sintiera aliviada en la labor y mejorada en el trato, pues don Juan Francisco trataba a sus esclavos humanamente, algo instintivo en ellos les hacía entender que les faltaba unos ojos que comprendieran la tristeza de los suyos, unas manos que supieran curar sus llagas espirituales, una voz que les hiciera olvidar las rudas y destempladas de sus capataces, en una palabra, un corazón que supiera de piedad y de consuelo. esto sólo podían esperarlo del corazón de una mujer.
María Luz fué, en realidad, un sol en medio de esa noche de oprobiosa y eterna servidumbre. Desde el primer momento que la vieron esos hombres, que fue aquella mañana que recorrió la fábrica, guiada por José Manuel, una alegría repentina brilló en todos los rostros y un nuevo espíritu de trabajo se despertó en todas las almas Hasta el congo, avieso y horrible, cuyo destino no era otro que el de girar en torno de un molino y detrás de una bestia, se sintió comunicativo y locuaz por primera vez en su vida.
Las mujeres, esclavas y libres, sentíanse también felices y como amparadas por una sombra protectora. La Casilda, sobre todo, era la que más inundado de dicha sentia el corazón. Al fin sus ruegos y oraciones habían alcanzado que la larga ausencia de sus amos tuviera término; que volviera su niña y, con ella, la dulce rememoración de sus dias de crianza, de sus travesuras infantiles y de sus engreimientos. todo esto lo daba ella por compensado con la vuelta de su ama, de cuya compañía esperaba disfrutar hasta su muerte.
La misma obra de mano parecía beneficiada con esta presencia. Los cordobanes salían de la operación del zurramiento más fuertes y compactos; las zuelas, mejor curtidas y menos pestilentes, tal vez si con la mira de que así ofendiesen menos el olfato del ama; los jabones, más duros y cristalinos y mejor cortados y envueltos en sus camisolines de chante.
Hasta en el corral el matarife no hacía ya ostentación de brutalidad en el degüello de las reses, ni permitía que sus ayudantes exhibieran, como otras veces, entre risotadas y vocablos canallescos, ciertos sangrientos despojos, que hacían volver la cara a las mujeres y a los hombres celebrar la grotesca ocurrencia con rebuznos y mugidos. En cuanto a los instrumentos de castigo, usados hasta entonces con sádica frecuencia, dejaron de repente de aplicarse. Ya no volvió a verse a los esclavos en el cepo por la más leve falta, ni aherrojados con platinas o esposas por una respuesta más o menos dura, o alguna rebeldía.
Un sentimiento de humanización comenzó a extenderse por todos los ámbitos de aquel semipresidio, hecho como para torturar las almas y los cuerpos. El mismo don Juan parecía enterado de esta transformación, y como era hombre que, además del sentido de los negocios, tenía el de la vida, no tardó mucho en comprender de donde venía este soplo vivificante y renovador. Sus diez años de viudedad y de medidas de continencia no habían sido suficientes para convertirlo en un misógino empedernido y menos para despertarle prevenciones contra las influencias de la mujer. Si era a su hija a quien se debía la renovación, pues que se debiera en buena hora. El no iba a cometer la necedad de contrariarla, porque todo, cuando muy buen provecho había comenzado a rendirle.
La vuelta de esta hija venía sin duda a abreviarle su esperanza de enriquecimiento, que era su única ambición y la causa del aislamiento en que vivía. si bien más tarde había de pensar en la suerte de esta hija, lo primero era asegurarle la dote, hacerle el caldo gordo al pícaro que había de venir cualquier día a pedirsela llevársela. todo esto le resultaba curioso por ser ella misma quién estuviera cooperando, sin imaginárselo seguramente, en esta obra de fatal separación. al pensar en esto, don Juan se enternecía y lentamente, como quien saca de un arcón algo que no quisiera ver por temor de revivir un mal recuerdo, iba sacando del fondo de su memoria una gran parte de su borrascoso pasado: los primeros años de su matrimonio, llenos de amor y de envidiable bienestar; el ruido de las fiestas y saraos, en los que su mujer se exhibia resplandeciente como un sol y las otras, doncellas y matronas, giraban en torno de ella como astros de mezquina magnitud; el duelo brutal, provocado por la audacia de un aventurero, que intentó arrebatarle su felicidad y a quien tuvo que matar para contener su osadía. Por último su fuga novelesca y su confinamiento voluntario en uno de sus fundos, perseguido por la duda, atormentado por el remordimiento y lleno el corazón de soledad y misantropía. tras de esto, la muerte de su esposa, llena de inocencia y perdón; la hija tierna, abandonada a los cuidados de una servidumbre indiferente y a la vigilancia de una parentela interesada solo en sacar el mayor provecho de la catástrofe.
Todo esto pasaba por la imaginación del señor de La Tina como perdido entre la sombra de un pasado lejano. fué María Luz la que le salvó entonces de la tentación del suicidio y le arrancó de su idiotizante vida montuna, devolviéndole al seno de aquella otra en que viviera triunfador y feliz. Pero en el retorno no pudo hallar lo que perdiera en un instante de orgullo y precipitación: la tranquilidad de la conciencia. El perdón de su mujer no logró aquietarle el espíritu. es que él, al fin de la odiosa aventura había acabado por oir la voz de su pecado y reconocerse culpable, y por sentir, como una expiación, la necesidad de acendrar su sufrimiento.
Pero su misantropía no fué tanta que le hiciera olvidar sus deberes paternales. El fruto de aquella corta unión estaba ahí como una protesta, pronta a hacerse escuchar e impedir que su destino fuese sacrificado a los caprichos del egoismo. Don Juan volvió su pensamiento a su hija, y, al volverlo, sintió un remordimiento más. Su odio no tenía por qué hacerse extensivo a esa inocente criatura ni menos por qué hacerle odiosa la vida pudiendo él, con sólo quererlo, hacérsela breve y feliz. Cual podía ser la culpa de esta hija. De qué tenía ella que responder, si su madre misma no había tenido que responder de nada? la mejor respuesta fué la que él quiso darse: arreglar sus asuntos un tanto embrollados por su larga ausencia, y partir llevándose a esa criatura a otro mundo, a otras tierras lejanas, hasta que el tiempo llegara a cubrir piadosamente el pasado y le permitiera volver a su terruño. un buen día, dócil ya al pensamiento paternal, realizó todos sus bienes y partió. Comenzó por confortarse en el viaje. La travesía, lenta y monótona, en vez de aburrirle, sumíale en profundos estados de ensoñación, de los que volvia con el pensamiento más ágil y el corazón más abierto a la generosidad y a la concordia.
Un vivo deseo de correr mares y tierras se le despertó de repente; pero su tierna compañera de viaje, cuyas travesuras y risas infantiles eran la alegría del navío, amortiguó su deseo.
Esta hija, por razón de su edad, le resultaba un estorbo para sus planes. Viajar con ella por todas partes significaba tener que llevarla prendida al cinto como un tesoro, y esto, a la larga, tendría que acabar por restringirle su libertad de acción y originarle alguna triste aventuY decidió, antes de llegar al Callao, desprenderse de ella, dejándola a lado de algunos parientes, de los que le recibieran mejor y le mostraran más voluntad de servirle.
María de la Luz que este era su nombre verdadero fué por esta razón a alojarse en casa de unos primos de su padre, los Condes de Casa Florida, de apurada situación económica entonces, y para quienes la llegada intempestiva de este pariente viudo y rumboso podía ser el principio de mejores días. Allí, mientras don Juan con su melancolía entregada al derivativo de los viajes y a la fiebre de los placeres, iba dejando por donde pasaba girones de vida y chorros de buenas onzas columnarias, su hija, entre olvidos y descuidos, creció como esas plantas que medran por ley de su propia vitalidad y no por obra de un cultivo paciente. Dejósela en una relativa libertad, casi abandonada a sus propios instintos. La ra. 1) De su novela costeña Matalache. que se imprime en las prensas de El Tiempo de Piura, el celebrado autor de Cuentos Andinos ha querido anticipar gentilmente este capítulo a los lectores de AMAUTA.