Amauta 35 Α Τ Τ ς Blanca Luz, gran espiritu Raíces sangres, a las montañas se prende como garfios; mañanas y tardes, lenguas en los ríos.
POTENCIA GERMINADORA a puñados la reparten los vientos: es para quemarse como un tallo fresco o ceñir las voces de perfumes niños AQUI PODEMOS JUGAR CON NUESTROS AROS (DE SOLEDAD.
TE RODEA LA CINTURA EL INFINITO DE LA PAMPA.
Cazadora furtiva de lejanías hilandera de mis días eglogales de tu beso mana un jugo de sankayos ¿Dónde las zampoñas de tu amor festivo?
Solo hay un corderito que come de tus manos, wiphala. wipalita!
Sol que a sorbos apuro tu piensas robarlo de mis caricias, te delata tu corazón granuja.
Ayer llovería cuando hoy tienes el arco iris en tu rebozo.
TE REGALO ESE ABANICO DE MONTAÑAS PARA CUANDO ARDAS EN LA FIESTA DEL KAPO. Qué surcada de reflejos estás imilla!
Levantaremos el grito de colores estivales hasta las rocas peladas que nos claman vida.
Tu conoces las hormigas policromas en las varas de kinua.
en una jornada de sol a sol. La madre, la tia Benjamina, cerró más pronto que un cerrar de ojos las puertas de la casa y del de pósito de aguardientes con gruesas barretas; asomando la cara con unos ojos de yegua desbocada por entre el filo de una puerta media abierta.
Simultáneamente desbordó la noticia en la era. 70 mujeres deshojaban las mazorcas de maíz, mientras los hijos lloraban en los rincones hasta limpiar las lágrimas la cara sucia. El gobernador paseaba pitando su cigarrillo. El alcalde recibió la noticia con insultos agresivos. Mi prima Hermelinda aderezaba la merienda del marido.
Como desde niña padecía de ataques histéricos, ese día quedó muerta por horas, a pesar de la ortiga que le pasaban por el cuerpo. Sus hijos embarrados en su propia deyección, masticaban la caña de choclo voluptuosamente.
Salieron las autoridades hacia el pueblo, armados de revólveres. Lo abandonaban todo de miedo a que se presentase González o de que en el pueblo mordiese los finos caballos que se invernaban tras del Panteón. Mi prima les importaba un comino, al hermano y al marido. Primero eran sus caballos. Claro.
Cuando llegaban al pueblo, González subía la lomada. Ya los varayocs descansaban en el poyo de la casa, frescos como el agua, esperando las órdenes de la autoridad.
Llegó González a la plaza, normalmente sin ninguna alteración. Al no ser su desnudez, habría sido el mismo de antes. Le corrió una risa de alegría por entre los ojos enrojecidos al ver a su padrino y alcalde en el balcón. Luego se diluyó en un grito al tropezarse en las puertas con los varayocs, fríos como las piedras de los ríos, borrados de toda humanidad cuando son servidores. Retrocedió, arrodillándose frente al balcón con las manos que apretaban mil perdones. iPadrino! no me haga matar, he venido en busca de su auxilio y de su bondad. Protéjame de esta canalla que dice que estoy con mal de rabia y se revolcó por el suelo con unos gritos que abrieron grietas a las paredes de las casas, acometiendo ferozmente contra las mujeres que miraban haciendo cruces en el espacio con sus interjecciones. Saltaron los varayocs, ágiles como los cabros, en actitud de enlazarlo. González corrió por toda la plaza hasta que logró escaparse por uno de los arcos donde cayó a los lazos de los hombres que le habían colocado a manera de trampa. Una vez amarrado, bajaron el gobernador y el alcalde. Ellos mismos lo ataron a la columna más fuerte del Cabildo, González había cambiado de cara, eran puñales sus gritos que se clavaban destrozándose la mandíbula en arrancar astillas de la columna. La comida aventada desde metros adelante le servía para embarrarse. La noche la pasó velado por dos guardias que se turnaban entre los indios.
Descolgóse la mañana como una araña, lamiendo la piedad de la noche. En el menor descuido rompió las fibras de maguey y en su fuga ciega acometió a todos los animales de su paso hasta caer en manos de hombres que barbechaban sus terrenos al sur. Conducido donde el gobernador, uno de los hombres mostraba el brazo ensangrentado por un mordizco. Fué el alcalde quien clavó una barreta en la cárcel donde se le amarró después de engrillársele los pies. Varios hombres hacían la guardia. González ya no tenía fuerzas ni para llorar de rabia. Apenas le roncaba la garganta como un volcán. Las moscas pirateaban en la boca y en los ojos dejando un ruido fúnebre alargado en el espacio. Le desataron las amarras del cuerpo y cayó como una barra de fierro. Serían las de la tarde. Aullaban los perros tras de las pircas y las campanas de la Iglesia volaban sonidos arrancados de la misma garganta de González. La gente se emborrachaba en la tienda del gobernador, cuando sintió ruido en la cárcel. Era González que salía alargado, con dirección a la tienda, pero con la bondad más humilde de que es capaz un indio. Antes de poner un pie en la puerta, le enredaba al cuerpo el lazo que tiró el mismo alcalde. fué por última vez que se le amarró en el cedro que crece frente a la Iglesia. Bajaron dos hombres con la boca rasgada desde los ojos. Le reventaron la cabeza como una rosa del trópico. Los palos sangrados se encogían en el suelo. Sólo la tía Benjamina se limpió los ojos con un canto del traje de franela.
ES LA HORA PATETICA EN QUE EL SOL ENCIENDE SU ARCO VOLTAICO, VAMOS AL PASTOREO DEL SILENCIO.
ESTA LA MESETA CON EL CEÑO DURO EL OJO VIDRIOSO DEL TITIKAKA. AQUI NO SOMOS SINO REMOLINOS DE FUERZA!
Luis DE RODRIGO.
Los vecinos se reunieron al rededor de su casa vociferando a todos los vientos Que lo amarren. Toda la aldea se puso en movimiento, incluso las autoridades que daban órdenes para la persecución. Laceado igual que un toro por los varayocs fué amarrado en las columnas del Convento, para conducirlo más tarde a la provincia. Agotadas todas las fuerzas se le rasgaba el grito en la boca hundida, con los dientes partidos de querer destrozar el cabestro de piel de vaca que lo ataba. Como última tentativa dilató los nervios hasta que se le reventaron de las piernas. Libre, de un salto se puso en media plaza y lanzó su mirada vaciada al cura, teniente gobernador, su mujer y síndico municipal que se apretaban espantados en el pequeño balcón de la Parroquia. Canallas, asesinos, hijos del diablo, ahora me voy donde mi padrino Manuel, él es bueno con los pobres y le contaré que me han querido matar. Fué como el viento que pasó por entre la multitud armada de palos que se escondía debajo de los arcos del Cabildo. Tras él, fueron los varayocs con el lazo en el anca de los caballos lanudos. González rodaba por el camino. Era una galga desbarrancada de la montaña al abismo, revolcándose entre los tunales amarillos de espinas invisibles. Cada grito que daba al masticar la penca verde, retumbaba en los peñascos, dos, tres veces, sangrando su cuerpo rasgado por las garras de los magueyes.
Bien pronto llegó la noticia a Pichos, el pueblo de su padrino.
Los vecinos se tocaban de puerta en puerta haciendo huir al ganado por medio de hondasos. El gobernador y el alcalde se encontraban en la cosecha de maíz donde tenían a todos los jóvenes Serafín Delmar.
México, noviembre 1927.