Amauta 35 O SH M R S POR MARIA WIESSE Por la ventana entraba una claridad pura, que venía a posarse como una gran pincelada de oro sobre un yeso, reproducción de la Victoria de Samotracia.
Asi, bañada de luz la gloriosa mutilada se erguía aún más palpitante, más llena de vida, toda resplandeciente, como un símbolo de triunfo, como un espíritu inmortal y sagrado.
Miguel Elguera trabajaba con ardoroso ahinco, aprovechando la luz próxima a extinguirse. Una hora, quizás menos, duraría aquel esplendor sereno y el cielo comenzaría a teñirse de oro y carmín; el taller se llenaría de sombras; sería preciso dejar el trabajo y cubrir el barro con un lienzo mojado.
Las manos de Elguera, nerviosas, inteligentes, robustas, animaban poco a poco la morena arcilla; el modelo era un muchacho muy hermoso, que bajo la mirada fulgurante del escultor guardaba una inmovilidad casi perfecta, el ritmo de su respiración levantaba apenas su fuerte y armonioso pecho.
Miguel Elguera sentía que la fiebre del trabajo le quemaba la sangre. Se le escapaba el tiempo y todo el ardía en el deseo de realizar algo aquella tarde. Su mirada dominaba al mozo, que no se atrevía a moverse, a pesar del cansancio. Bajo los dedos del artista el barro iba tomando forma; en la materia se encarnaba la idea.
Sin interrumpir su labor, Elguera contestó al saludo pe Carlos Oliver y de Pablo Mansilla, que entraron al taller. Los dos jóvenes se sentaron y, despues de encender unos cigarrillos, se pusieron a charlar. Algunos ins tantes después llegaron Luis Esteves, Ricardo Paz y Julio Silva. Eran las seis y media de la tarde. Basta por hoy, dijo Miguel al modelo. Ven mañana a las nueve. arrojó su mandil de labores con aire de satisfacción; había logrado, venciendo la hora, abocetar la cabeza del muchacho, que ahora se vestía, tras de un biombo, apresuradamente.
El escultor hundió sus afiebradas manos en una pa.
langana de agua, después alisó sus rebeldes cabellos negros y arregló el nudo un poco bohemio de la corbata. Has trabajado bien, anotó Carlos Oliver mirando el boceto de su amigo. Vas a realizar una hermosa obra. Cada día siento más ardor para trabajar, respondió el artista, y cada día amo más apasionadamente mi arte.
No sé si lo que ahora estoy haciendo será bueno o malo; sé unicamente que en este barro voy poniendo todo mi espíritu y todo mi corazón. Cómo se va a llamar tu nueva obra? preguntó Ricardo Paz. Un joven y nada más. Creo que eso basta. Sabes, que me parece que no es lo suficientemente expresivo ese nombre. Porqué no le das otro más simbólico, más ideológico?
Elguera rió con aquella risa sonora y franca, que le era peculiar, al oir las observaciones de su amigo. Pazen su afán de sutileza y profundidad oscurecía, a veces su pensamiento. Por lo demás era un buen diablo entusiasta por todas las cosas de arte y muy sincero en la amistad.
Afectuosamente le objetó Miguel. Algún nombre literario o filosófico para epatar a los burgueses de las letras y a los parvenus del arte.
Algún nombre que dé margen a que los seudo críticos citen a Oscar Wilde y a Camille Nauclair. Querido Ricardo, no seas tan literato. Déjame mi rústica sencillez, Esta obra se llamará un joven y nada más, porque no quiere ser mas que eso: un joven. Oh si pudiera encerrar en este barro la juventud y la hermosura de mi modelo, si verdaderamente esta obra llegara a ser un joven radiante, dinámico y musical!
Un noble ardor iluminaba el rostro varonil de Elguera. sus fervientes palabras sucedió un momento de silencio y luego prosiguió la charla vehemente, cálida, chispeante. Todos eran jóvenes; el mayor, Pablo Mansilla, no había cumplido aún treinta y dos años. Miguel Elguera estaba en toda la plenitud triunfante de sus treinta años; sus amigos lo admiraban ya como a un maestro y diariamente venían a su taller como a un foco de claridad, de energías espirituales, de altísimas aspiraciones hacia la belleza. El grupo juvenil se prodigaba en discusiones apasionadas y conversaciones inteligentes; unos a otros se comunicaban su fervor por el arte y las ideas. Era justificada la admiración que por Miguel Elguera, sentían sus amigos. Después de los ensayos y tanteos interesantísimos en Eiguera de los primeros años, después de un estudio a conciencia y de una formidable disciplina, Miguel había entrado de lleno en el camino de una magnífica producción original y viviente; cada obra nueva del joven escultor iba mostrando la fuerza de su talento, que se renovaba constantemente en un perenne anhelo de perfección.
Elguera no seguía ninguna escuela, ni se había enrolado bajo ninguna bandera; era un artista sincero, audaz, libre, inquieto y disciplinado a la vez. Entre sus amigos el mas querido era Carlos Oliver, un muchacho de fino espíritu, gran corazón y luminosa iuteligencia, que impulsado por una verdadera vocación había seguido cursos de medicina. Ahora, desinteresadamente, curaba a todos los pobres que lo solicitaban. No era Oliver de los médicos destiméstico! del ideal que se siente en el canto de las campanas que juntan sus sonidos como orquestas; en su baile impresionista; en su música lacerante. El pueblo ruso es bueno, dulce, servicial, ingenuo como un niño. He observado que le gusta instruírse. En los museos hay siempre grupos numerosos de pueblo que escuchan a un maestro, que les da lecciones de estética. Yo ví un inmenso grupo, ante una escultura de Rodin, haciendo comentarios, discutiendo casi con el maestro; porque el pueblo de Moscú es en general instruído; las institutrices y las profesoras campesinas conocen el movimiento literario moderno, hablan dé literatura y de música de ante guerra con un conocimiento catedrático, sobre todo de lo que se relaciocon Francia, porque los rusos la aman. En el teatro de la Gran Ópera de Moscú pude apreciar el espiritu de este pueblo singularísimo, lo vi escuchar en silencio, recogido, la ópera de Borodine, El Príncipe Igor.
Esta sala magnífica de la Opera Imperial hecha solo para principes y grandes damas, es ocupada hoy por los trabajadores de blusa; yo los ví sentados desde el primer piso al sétimo. Presentaba la sala aunque sin mujeres enjoyadas un aspecto magnifico, con sus innumerables candelabros de cristal y su gigantesca araña en el centro toda irisada como un chorro de agua que colgara. Los cortinajes riquísimos de damascos y de terciopelos, daban un encontronazo calofriante a las blusas, y fulgor a las caras que escuchaban atentas. En las butacas talladas y doradas de los grandes palcos escénicos, colgados de riquísimas sedas, los trabajadores se solazaban, descansaban de sus fatigas, como los soberanos del nuevo imperio, y en el centro del teatro, partiéndolo en dos como un refulgente altar de oro y de rojo, el palco del zar vacío y trágico, coronado por el escudo de los soviets: el martillo y la hoz sobre un mundo azul y rojo rodeado de espigas simbólicas de oro atadas con cintas. El escudo soviético sobre el palco del zar vacio era el simbolo que dá la soberanía al trabajo.
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