Amauta 31. Ah, melên! Buena gente. Pues tú serás el que vaya. Recibe las dos libras de Viera y andando. Los demás a hacer parihuelas. así se hizo. Las dos libras tuvieron la mágica vir.
tud de improvisarlo todo, de aliviar en algo el horror de la tragedia y atenuar la ojeriza legendaria del indio contra el blanco.
II portancia oratoria, u viraje violento, hecho para evitar un tronco atravesado en el camino y que el chófer no había podido ver tiempo, distraído con la charla intencionada de los mozos y la cómica actitud de Montenegro, lo despidió contra un cerco de alambre, haciéndole dar un gran salto mortal y caer los bordes de un zanjón, estrellándose.
Al estrépito de la caída, que atronó el bosque, una extraña mezcla de ruidos, sucedió a la breve y aparatosa agonía del auto, y a los alaridos de los excursionistas. Bajo el despanzurrado vientre de la bestia tres o cuatro de los viajeros se debatían inútilmente por librarse del peso abrumador y lacerante. Los demás yacían desparramados, a algunos metros de distancia, azorados, mudos con las pupilas clavadas en la enorme masa desbecha, mientras allá, en el fondo del bosque, un confuso tropel de bestias hacía trepidar el suelo.
De repente comenzaron aparecer por distintos puntos algunas sombras, que fueron acercándose cautelosamente al lugar del desastre. Con sus ropas negras y su andar vacilante, parecían una bandada de buitres atraídos por el olor de la carroña fresca. Eran algunas decenas de indios, hasta cuyas chozas llegara el estruendo del accidente. Las mujeres, que parecían las más resueltas fueron las primeras en acercarse y hablar. Si es el jierro, mama; el jierro que está tumbado boca arriba y adebajo unos zambios que se quejan. Velay! Así son estos malditos. Llevan a los cristianos a la carrera, como si jueran a quitárselos y, a lo mejor izas! dan un corcobo y los revientan. No hay como el piajenito, maina. Pero estos blancos, condenaus, por llegar pronto son capaces de compautarse con el diablo. Que estás hablando, Sunciona? exclamó un indio viejo y grave, que parecía el jefe de la tribu y el marido de la india maldiciente. Acércate y ayúdame a sacar a este señor, que parece el más apersonao. poco a poco la indiada fué extrayendo a todos los que se encontraban debajo del auto y acostándolos cuidadosamente en la parte mas arenosa del suelo. La operación fue larga y difícil. Sin herramientas y dirección inteligente, cada uno hacía lo que le dictaba su voluntad y le permitía sus fuerzas. Dos de los extraídos estaban muertos el uno con el tórax deshecho y el otro con los intestinos vaciados y molidos. El cuadro era para horripilar, pero los indios, después de una exclamación más o menos dolorida y sincera, se limitaban a santiguarse y a decir a una voz, a manera de responso. Pobrecito el difuntito. Cómo se ha ido sin olearse!
Después se dedicaron a auxiliar al resto de los accidentados, ayudando a levantarse a los que solo estaban aturdidos por el golpe, quienes, ya de pie, comenzaban por sacudirse el polvo con seriedad de clown y a preguntarse lo que les había pasado. Luego se comenzó a disponer. Bueno, bueno; dejemos la pena y las lamentaciones para después exclamó Montenegro, el involuntario causante del infeliz suceso Lo que precisa ahora es llevar a los heridos al pueblo más cercano, que es la Muñuela.
Tú, que pareces el más formal y voluntario, vé a decir lo que nos pasa. Ahí tienes una libra para lo que se ofrezca y otra para ti por el mandado, y a ver si se puede pedir un médico a Piura por teléfono. Pero antes de partir, díme como te llamas. Calixto Viera, señor. Viera. Motape. no es eso. Sí, señor. Entonces no vayas tú. Quiero otro. Yo, señor, iré exclamó resueltamente un indio mozo En una carrerita voy y vuelvo y sin necesidad de que se me pague el servicio. Tu nombre. Sunción Yovera.
El auto se había quedado solo. Fracturada su osamenta en varias partes, su agonía fué breve: un estallido y un parpadeo. Vaciadas sus entrañas y apagados sus ojos, de la bestia, que una hora antes rodara, soberbia y rugiente, sólo había un triste hacimiento de cosas deshechas sobre un charco de vísceras humanas, dejadas ahí por la prematura del socorro y la poca diligencia con que se prestara.
Los que no quisieron ir hasta Muñuela acompañando a los muertos y heridos, se habían ido retirando lentamente a sus chozas, asqueados, conmovidos y a pesar de su egoísmo inhibitorio para todo lo que no fuera de su raza y de su mundo, convencidos una vez más de la inutilidad y del peligro que encerraban las invenciones del blanco. El jierro. Para qué servía eso habiendo tantos animales en el mundo, buenos, sufridos, sobrios, valientes y, más que todo, amigos del hombre? burro o a caballo se iba a cualquier parte, mientras que esa eosa brutal y vocinglera había que prepararle el terreno para que pudiese andar. al andar lo hacía como queriendo el camino para ella sola, atropellando a gentes y bestias, triturando a los perros, que eran como hijos del indio, espantando a las aves, asustando a los chiquillos, quitándole a los campesinos el sueño, escandalizando la paz y la quietud de las noches aldeanas. Para qué, pues, servía el jierro? Lo que acababa de pasar era indudablemente un castigo. No en vano desafía el hombre la voluntad de Dios, que le ha dado pies a las cosas que deben andar. No en vano se pasa delante de los pobres indios, ostentando báquica alegría, en desenfrenada carrera, mientras ellos tiritan bajo la garra implacable del paludismo, sucumben diezmados por la siega feroz de alguna epidemia, desamparados y sumidos en la más triste de las inopias. Dios no podía permitir agravios semejantes. todos ellos pensativos, aferrados a sus creencias punitivas, volvían a sus chozas, limpias las manos pero con la mente llena de superstición y misterio.
La soledad del auto duró apenas. De repente COmenzó a agitarse en torno suyo un mundo heterogéneo de animales, salidos de todos los extremos del bosque. Caballos, mulos, burros, toros, ovejas, cabras, perros y hasta patos que era lo que menos podía suponerse en un potrero de algarrobos. Todos parecían atraídos por una misma causa: la curiosidad, contenida al principio por la presencia del hombre. es que todos querían ver de cerca aquella cosa que yacìa muda e inmóvil, venida de quién sabe qué parte y con qué siniestras intenciones. La mayoría de ellos sólo la habían visto de día, a lo lejos, tambaleandose con su trompa negra, y de noche, deslumbrándoles con sus ojos fosforescentes de bestia rabiosa. Los demás sólo la liabían oído gritar y estremecer el suelo a su paso. Apenas si unos pocos se habían rozado con ella en la ciudad y en los caminos.
El primero que se acercó decididamente al auto fué un burro anciano, de ancas peladas y espinazo roído por viejas mataduras. Lo miró con cierta petulancia de filósofo hastiado, lo olfateó por todas partes, tal vez para inquirir por el olor si se trataba de alguna bestia muerta o viva y, después de un gesto depectivo y muy suyo, alejóse más meditabundo que nunca, sacudiendo negativamente las peludas orejas.