26 Amauta Hay que gros je abreviado por la bruma, achatado por la altura del viento intenso.
Mientras tanta, un obstáculo. dos pasos de Ralph, detenida junto al parapeto, un ejemplar de la otra especie de humanidad; la mujer joven que hacía un instante le había presentada el lente. El ser temible, armado de atributos senos y ancas anchas, en las cuales sería indecente detener la mirada, contemplaba o fingla contemplar el horizonte marino con extremo interés.
percibir sumariamente el cabo que se va a voltear. Ralph supo que la mujer era alta, bruna, con uno o dos años más que sus veinticinco años. En su rostro un poco largo, sembrado aquí y allá de ligeras manchas, dos pelitropezar para un vehículo masculino: una sonrisa, superficial, encantada de sí misma y, al rededor del ojo verde, una ligera lividez.
Ralph iba en cuatro pasos a franquear, a evitar esta mujer. Aparte de algunos flirts en la escuela y. al margen de los negocios, Ralph, como muchos americanos de su edad, no había conocido aun la unión de los sexos.
Ninguna colisión todavía, ni sobre el terreno preparado de los lechos ri en otra parte. El joven no se representaba sino con harror la posibilidad de semejante catástrofe. El amor físico? Choque horrible, engranajes que se penetran los unos a los otros, luego el neumático reventado, yaciendo en el lodo. Amor, goce de perros, sucia cosa controlada por los médicos, interdicta por los jueces. Ralph, sin conocerla, la había rechazado. Abreviación. Simplificación. Nada más que ocho o diez interdicciones anonadando por ejemplo no sólo el llamado de los sexos, sino el alcohol, el pensamiento individual, las naciones no virtuosas, las marcas de cigarrillos o de automóvil distintas de las que vosotros honrais con vuestra elección, bastan para limpiar de obstáculos vuestro camino y para dar a vuestros actos toda facilidad, toda pronti tud. Una serie de amputaciones de esta clase, unida la práctica asidua del fool ball o del golf, crea un admirable tipo de hombre, mandíbulas apretadas, mirada clara, extrictamente superficial, gestos decisivos. Poco importa que al decir de los maldicientes, este hombre no tenga ni vértebras ni entrañas. Aún si su secreto es el del vacío ¿no es hermoso ver bájo el sou una nación casi enteramente compuesta de individuos que tienen una respuesta para todo: provistos en toda materia de esa certidumbre a la cual, los mismos hombres de genio, no saben llegar?
Acaso la desconocida habíu ya frecuentemente sufrido sus párpados lo dejaban suponer la catástrofe, después de la cual las máquinas humanas circulan, según parece, tan bien como antes. Ella reflexionaba con un aire serio, mordiéndose los labios. En un segundo encontró su resolución. Sabe Ud. donde están los jardines de Sutro? preguntó al joven cuando pasaba delante de él.
Ralph se detuvo. No abrió la boca sino para una palabra. Señalando las pendientes que conducían a la ribera. Alld.
Elia insistió. Son jardines públicos, creo. Sí, Las dos ligeras livideces, semejantes a ojos de carne, parecieron mirar al hombre fijamente con dulzura, en tanto que brillaban las pupilas impenetrables. Mientras tanto, esta faz masculina de rasgos fuertes, nariz dura, boca firme, aunque con un hoyuelo de niño en la mejilla izquierda, frente guarnecida de cabellos sólidamente plantados; esta faz, se volvía ya; estas anchas espaldas, iban a alejarse. Por qué una caja chata y redonda, atada con un hilo, que la desconocida llevaba bajo el brazo, se le escapó justamente en este instante? Por uni azar, menos previsto que el primero, el objeto rodó por la pendiente del boulevard y saltó de la acera a la calzada, en medio de la cual, con una bella curva, se fué a acostar blandamente, La mujer, con la mirada en su propiedad, alzó la mas no y dió un paso. Iba a descender derecho de la acera. Lo hubiera hecho o nó sin asegurarse de que la calzada estaba libre? Ralph se hallaba en estado de alegría, de decisión. Extendió el brazo delante de la desconocida y con ese tono de maestro de escuela con el cual se dá en Norte América los consejos elementales. Seguridad, ante todo.
En el mismo momento, como una gruesa nübe negra y silenciosa, un pesado automóvil pasó sobre el objeto.
Hay países donde la cortesía no tiene reglas sino keglamentos. Fué sin espontaneidad, hasta cierto punto administrativamente, y además con una agilidad esportiva, como el joven recogió la caja para el ser representante del sexo al cual se deben todas las cortesías.
Seis o siete pasos de ida y otros tantos de regreso, pues la desconocida no se movió. Tal vez el tiempo para ella de reflexionar de nuevo. Ud, me ha salvado la vida. Aturdidamente, yo soy tan aturdida, me arrojaba bajo las ruedas, cuando Ud.
me ha detenido. Pensar que yo estaría triturada allá.
horrible. Vuestro nombre, joven. quién es mi salvador?
quiero saberlo.
El se defendió. Oh, no es nada, no hablemos de esto.
Después halagado por el papel de estrella que jugaba en este episodio de cinema. Ralph Sexton de la North American Bank.
Luego recobró el tono de maestro de escuela. Es una propaganda realmente útil la de las manifestaciones por la seguridad. Quizá porque yo he marchado dos horas en la viltima, no ha sido usted aplastada. Si; dan una alta medida del pensamiento americano esos desfiles de decenas y a veces de centenas de millares de personas que avanzan alineadas bajo los letreros, repitiendo y pensando con toda su fuerza las principales verdades religiosas: No queremos ser aplastados.
0: No escupiremos en el suelo. O: No tocaréis nuestros alimentos con las manos. En seguida. Así debe ser, dijo ella, Ud. ha salvado a Dorothy Tumbridge, de Duluth, Minnesota.
Abrió la caja. Le ruego que pruebe uno de estos CẢNDIES: verdaderamente, son de Ud.
Mezclas arbitrarias de menta y chocolate, de almendra y nuez de coco, al lado de las cuales las combina ciones de nuestros más mediocres confiteros, sujetas a reglas eternas, parecen representar las más sublimes cualidades del tacto y del gusto. La arbitrariedad, que entre los yanquis, coloca el queso sobre la tostada o un helado sobre una galleta, ha depravado los paladares. No hay necesidad para imponerlos de esos inmensos reclames de dibujo tímido que ofrecen horribles dulzuras tales como el Freddy o como los Richard Sweets: la gente sabe suficientemente extraviarse ella misma.
El hombre y la mujer se miraban, mascando a la vez ante la caja como ante una mesa improvisada. Un viento prodigiosamente amplio no cesaba de venir del más vasto objeto de la Tierra: el Pacífico, y las brumas del cieļo tan pronto se espesaban, tan pronto entreabriéndose dejaban caer una claridad más precisa. El sombrero de cuero de la joven, la gabardina beige, las medias de seda, los zapatos a la mexicana: elegancia un poco corriente, de un tipo barato, pero nueva y neta. Lo que ella llevaba encima de masculino, hombros cuadrados, gestos bruscos, tranquilizaba la virginidad del hombre. El apoyó en la caja ulna mano casi tan grande, pero más delicada que la de ella y de uñas cuidadas. Desolado. dijo sinceramente.
Ella lo observaba tomando sus referencias de manera más atrevida que él: la anchura, el cuello robusto, la laringe masculina que subía y bajaba delante de largos músculos oblicuos, el mentón bien afeitado, la nariz no dura