22 Amauta V A JE Para que te olvidara el mar me abrió su brazos de horizonte.
En los claustros lejanos de la noche se hunden la luz y las gaviotas y vuelven a volar ante mis ojos desde las manos blancas de la aurora.
Por el mismo camino de este barco tus huellas florecen en la e punia Viene a cantar nostalgias tu ausencia hecha sirenas Viene a cantar nostalgias entre los heliotropos del poniente.
Sergio. El tenia un nombre que no le convenia, un nombre sereno y casto con algo de estepa, fatalidad y poperia. El era un muchacho de ojos porcinos que, a veces, en las malicias, tenian miradas de simio, pequeñas, agudas y negras. Todo él estaba en su piel, de una frialdad y un matiz y una tersura y una luz de ámbar. El también estaba en su cabeza, que era una mona brillante de crespos y duros cabellos castaños en la frente calva. Yo no puedo recordarle sino como un hombre que pasa rapidisimamente por una calle populosa, gacho, alambrado, que oculta la cara en la prisa. El también era en el sonido de sus tacos al caminar, sonar incoloro, seco, de madera golpeada. Sergio estaba en toda su figura. Era imposible saber más de él: Sergio mentía como nadie, con el alma toda, más allá de la verdad y la verosimilitud, más allá. así, siempre. Un día, Sergio se metió a fraile. y nada más se ha sabido de él.
Eugenio Ors, distinguido filósofo domínico, puede escribir su vida la de Sergio con santa esperanza de averiguar con verdad por qué se metió a fraile un muchacho que tenía los ojos de puerco y que mentía como nadie. hasta podría Ors relatarnos su muerte bajo un crucifijo grande e impiadoso como la muerte, cogido de una palabra postrera tan simple de soledad y con toda la mañana en el judas de la celda. podría añadir gordas sutilezas a la sencillez de la muerte de un fraile de barbas viejas que alguna vez fué joven y sexual. Oli, que libro maravilloso podría hacer Eugenio Ors con la vida y la muerte de Sergio. Cómo conviene a una vida inmotival e insensata, la filosofía bienplantada, buenamoza, rica de ovarios, tan sabidora de hombres, salerosa, ingenuaza, del Glosador! Me parece estarlo leyendo. y así. Pero examinemos, Glosador, y que el amor no nos arrastre: medir, comparar. Pero, no sé por qué, yo creo de vez en cuando que Sergio no morirá nunca; que, a la hora de morir, hará el muerto; que se dejará enterrar, y que, a los dos días, se desenterrará el mismo y volverá a Lima a mentir del convento y a principiar vida nueva.
Ojalá sea así. Pero el libro de Eugenio de Ors quedaría sin ser escrito, y yo, sin saber cómo era Sergio. Pero ello no ha de suceder. La muerte no es una verosimilitud: es una verdadera verdad. Y el mar me abrió sus brazos para que te olvidara.
ARMANDO BAZAN.
Ella me gritó que me quería, con toda su cara, fresca y cubierta más que nunca de pelusas de toalla; desnuda, fría y jugosa en el mameluco amarillo, como las naranjas por dentro; casi me cayó en los brazos: lo impidió un aire contrario, sùbito; le dije que estaba aterradora e inofensiva como un lobo de mar; no me creyó; le temblaron las pantorrillas, glúteas, lívidas; yo la reproché su impertinencia, su impudicia, su mala fé, sus diecisiete años, sus pies descalzos que podían herirse; ella advirtió que mordía como los tramboyos en tierra y me enseñó su dentadura piscina; también sabía arañar, como las nutrias perseguidas, y desenvainó lentamente sus uñas. nada córneas: calinas, opacas. dejó que yo me asustara; bajamos al playón, creo que por una soga, como los gatos de los vapores caleteros; retornamos a la glorieta en el agua; me midió la locura en los ojos con los suyos; se afirmó con un esguince los tirantes de su desnudez en los hombros, pálidos; quiso decirme, como a los niños caprichosos. seriecito, o no hay merienda. pero temió hacerme llorar; mi tórax de muchaclio estudioso la disuadió de mis palabras; me perdonó; se puso natural; el frío je radiografió los muslos y le anudó los brazos; miró a lo lejos del muelle redondo; de pronto, en una parábola estupenda, incomprensible, se arrojó en el semimar de los bañistas, de cabeza, detrás de su pe luca invertida, que pendía como los tentáculos de un pulpo de un garfio en el mercado; hubo que esperarla en la playa, en la penuinbra de caverna marina, entre comerciantes mayoristas cetáceos friolentos y peludos y verticales y ledores de marisco humos verdes; ella salió de su remojón vestida de agua, y ya no me quería; los dos bajo la plataforina; pensé en una aguamala, cáustica y linda, pero no, 110. la cogi de una mano, que se escurria como un pez; y la arrastré en una dolorosa carrera sobre guijarrones esféricos liasta la luz y lo desierto; se me insensibilizaron los talones; tropezamos las manos enlazadas con un riel erecto, inútil, que equilibraba una piedra tonta en la punta y nos desunimos; ella quiso ser un riel que no se pudiera arrastrar por la playa así nomás; una lagartija de azogue se llevó una triste mirada suya; quiso perdonarme con toda su alma, y yo no lo permiti; se cayó el vestido de humedad de ella; golpeó la playa con jas rodillas, y dijo que 110.
Al acabar la calle urbanísima, principia bruscamente el campo. De los ranchos, con sus patiecitos y sus palmeras y sus matas de campanillas, se cae en las matas de retamas, en los montículos de tierra fofa, en las tapias de adobe, en los parvos sembríos de legumbres, en los azules monótonos del cielo. Piaras de asnos, en una parda nube de polvo, cargan adobes todo el día de Dios. Un jacarandá muy viejo, que es un inspector municipal de ornato jubilado, mata el tiempo, tan largo, de esta primera tarde, haciendo unas pocas flores, de una prolija perfección, que, ya acabadas, echa de sí, con aburrimiento impacible de mandarín en su rincón de este súbito suburbio. en el horizonte, un olor ciego de humo barre la perpectiva de álamos y mámoas, de un pálido color de granito, casi azules. Una paloma pasa, baja, llevando en el pico una campanada de la Parroquia, y la campanada es una paja para el nido. Una cholita tira del ronzal de una mula inmensa; y la cholita no tiene todavía quince años; y la mula se enterca en 10 moverse; y la cholita tensa más y más el arco de su cuerpo fragilísimo; y la mula se afirma en las patas delanteras, y yo quiero raptar a la cholita y fugarme con ella en la mula a la sierra, tan pròxima, que sus cimbros me arañan la piel de la nariz, haciendome bízquear, cuando la miro fijamente. yo descendería, con la chiolita en mis brazos y la mula entre mis piernas, a wa sima sombría llena de cactos, con una sonámbula seguridad en la pesadilla feliz; y. Ia mula ha hecho escapar el ronzal de las manos de la cholita, y ahora corre, bruta, gacha, curva, en un rápido y sordo pa.
teo por el camino pegada a la tapia, sin saber a donde ir. el ronizal, que se arrastra, medio hundiéndose en el polvo, es la pulcra y perversa ironía de un rabo de rata.