Amauta 21 namin Lulù vestía una batita fresca y dura como una hoja de col. Su rostro, de muñeca de solterona, tenía los colores demasiado vivos. Había, sin duda que dejarla envejecer, descolorarse. Daba ganas de colgarla, al sol, de la trenza. Era el terror de las beatas parroquiales: regaba tachuelas en las bancas del templo, llovía el agua bendita sobre las fieles, enamoraba al sacristán, desconcertaba al coro, pisaba todos los callos, apagaba todas las velas. era buena.
Una almita pura que sólo quería alegrar a Dios con sus travesuras.
Era una santa a su manera. en medio de aquel rebaño apretado y terco de santas a la nianera eclesiástica, la cantidad salvaje y humana de Lulù descollaba como una zarza sobre un sembrío de coliflores.
liquidado, descendía las escaleras y se empózaba en las oqiiedades como una lluviaza que hubiera traspasado los techos. Ramón rabiaba. Retreta clásica. Brrrr. Música vieja, intransigente, que se impone a la admiración de los veinte años fuerza de advertencias, de horribles advertencias de abuela, llenas de sensatez. Ramón se ala gaba en su butaquita, y se endurecía, y escuchaba, y acababa mareándose, con una flauta mágica en los tímpallos. 5 Sol amplio, duro, firme, del acabar de febrero. No hay sombra posible en este ediodía, artificial, exacto, inalterable. La noche no llegará nunca. Son las dos de la tarde, y el sol aún está cenital, a la mitad del cielo en una atracción terca y boba de la tierra. Resplandece el yeso de las calles el blanco, el amarillo, el verde claro, el azul celeste, el gris perlino. los colores perfectos y prudentes de las casas de Barranco. No huele a nada sino a calor, solamente a calor. un sólido olor de aire máximamente dilatado. Suenan metales y lozas en las ventanas. Astas sin banderas con una cuerda lasa que se hace un lazo en cima de las cornisas. La campanada de la una del dia deshace en el aire fofo su borra de sonido, y cae sobre Barranco un vuelo de parvas, leves blancuras, plumón de hora que voló al mar.
rin de almuerzo, que es soledad de calles; y argenti110, cálido silencio; y rebrillar de calzadas, de redondas piedras auríferas, de piedras de lecho de rio, sedientas y acezantes. Una carreta se lléva, en su chirriar y en su golpear, toda la fiebre de un jirón de calles que ha recorrido. pesadillas, sedes, palatales amarguras, sístoles y diástoles sordos. el jirón, tras la carreta, queda convalesciente y pálido, sin dolencia y sin salud. la carreta se va a los extramuros a quemar el mal de las calles en la fogata del ocaso remoto. Platanares en la memoria El aire se endurece. Cada ruido choca con el aire duro, y es un golpe. Las tres de la tarde. un tranvia canta con todo el alma, con la guitarra del camino de Miraflores, guitarra parda, jaranera, tristona, con dos cuerdas de acero, y en el cuello de ella, la cinta verde de una alameda que bate el aire del mar. Tranvia, zambo tenorio. Un alemán zapatonudo que olía a cuero y a jabón sanitario alquiló un cuarto lleno de telarañas en casa de Ramón. Había otro, recien empapelado y también en alquiler, pero el telarañoso tenía una ventanaza que daba a un jardín ageno lleno de saúcos, con un Eros de yeso y una lora terrible sobre la cabeza de éste. Una golondri11a que cazaba pulgas en el suelo cuando Herr Oswald Teller examinaba la habitación atentísimamente con la lupa redonda de su frente, le decidió alquilarla sin demora, temeroso de que un tal Herr Zemmer o un tal Herr Dabermann llegara a saber que se alquilaba un cuarto con golondrinas y jardín, con Amor y con aires del mar. la mañana que siguió esa tarde, los ojos desengafa dos y legañosos de Ramón vieron bajar de una carreta el retrato de Bismarck, el violín, las polainas, el Rucksack, los siete idiomas, el microscopio, el crucifijo y el jarro cervecero de Herr Oswald Teller, quien se mudaba mit Kind und Kegel. con todo lo suyo.
Al fin descendió de la carreta Herr Oswald Teller, con la almohada bajo el brazo, gordo y mojado como la mañana; venía él al lado del carretero, y las piernas diminutas se le enredaban en las cerdas de la cola de la mula que halaba la torpe carreta de plancha. La Martinita, mula inmensa, vieja y mañosa como una tía política. Herr Oswald Teller hablaba al carretero de las mañanas de Hannover, de la luna llena, de la industrialización de América, de la batalla de Marne; y las erres le salían del estómago; y las miradas le fluían del cerebro; y los recuerdos le patinaban en la nieve azulina de las pupilas; y Herr Oswald Teller paró en seco su charla cuando la Martinita paró en seco su halar. El negro Joaquín mascaba su jeta negra e imaginaba el mar, remoto y perpendicular, en el mar de la niebla, por re las orejas de su mula, con un hermetismo y una hosquedad de ídolo jaLa niebla de la mañana olía a marisco, y el mar estaba suspenso en la niebla.
Se desató sobre la vereda una lluvia oscura, densa, parva, breve, de periódicos ilustrados aleinanes Fliegende Blátter. Garten und Laube. revistas de carátulas en que había desnudos horribles, bravos júbilos de una pintura arquitectural, wagnerizante.
Después, todo estuvo en el cuarto de Herr Oswald Teller. Herr Oswald Teller lo acomodaba todo. El pregón de una lechera cayó inesperado en medio del cuarto y, al cabo de un minuto, las seis campanadas de las seis de la mañana.
Las seis campanadas de las seis de la mañana se las metió Herr Oswald Teller en un bolsillo de la cazadora, y el pregón de la lechera lo prendió en el peine con que se peinaba la calva. Un día Herr Oswald Teller confesó a Ramón que, al peinarse él se sentia feliz, olía establos, se creía en Hannover; y el pregón de la lechera todavía era en el peine un reflejo de luz campesina, celesta y quieta. En las tardes, en las largas prenoches del invierno de Lima, Herr Oswald Teller, desde su cuarto molioso, anegaba la casa de música y recuerdo y genialidad. Mozart, una vanés.
Malecón, el último de Barranco yendo a Chorrillos, zigzagueante, marina en relieve tallada cuchillo, juguete de inarinero, tan diferente del malecón de Chorrillos, demasiada luz, horizonte excesivo, cielo obeso en cura de mar. Malecón de Chorrillos, superpanorama con cuarta dimensión de soledad. todo el mar varía con los malecones: en éste, viaje trasatlántico; en ese, ru.
ta de Asia; en aquél, la primera enamorada. el mar es un rio de Salgari o una orilla de Loti o un barco fantástico de Verne, y nunca es el mar glauco, de zonas lívidas, incoloras, con hilos de patillos, pleno de costas minimas y lejanías blancas. El mar es un alma que tuvi.
mos, que no sabemos dónde está, que apenas recordamos nuestra; un alma nueva que es dos ojos llenos de amplitudes y memorias y límites; un alma que siempre es otra en cada uno de los malecones. el mar nunca es el mar frio y nervudo que nos apretaba, en sus lujurias estivales, la niñez y las vacaciones. Malecón lle.
no de perros lobos y niñeras inglesas, mar doméstico, historia de familia, el bisabuelo capitán de fragata o filibustero del mar de las Antillas, millonario y barbudo. Malecón con jardines antiguos, de rosales débiles y palmeras enanas y sucias; un fox terrier ladra al sol; la soledad de los ranchos se asoma a las ventanas a contemplar el mediodía; un obrero sin trabajo; y luz, la luz del mar, luz húmeda y cálida. Malecón con cuadros de césped seco; la inquietud de la primera cita con la muchacha que no amábamos del todo; sobre este malecón hay un cielo que detona junto al cielo del mar; malecón con sólo una hora de quietud: la de las seis de la tarde.