17 AMAUTA A ID UR LA POR CESAR VALLEJO (CAPITULO DE UNA NOVELA INEDITA)
Fuera cesó de nevar. El cielo aparecía negro y bajo.
El viento también dejó de soplar fieramente, y la atmósfera estaba inmóvil y muy enrarecida. Por las sierras del norte se veía el horizonte delineado con una claridad apacible y celeste, como si fuese de dia; más la aurora aún no despuntaba, y la obscuridad graznaba a grandes alas negras en la cordillera.
La señora se levantó y llegóse con sumo tiento a la cama del enfermo, enjugándose las lágrimas con un canto de su blusa de negro percal. Benites continuaba tranquilo. Dios es muy grande. exclamó ella enternecida y en voz apenas perceptible. Ay Divino Corazón de Jesús! añadió levantando los ojos a la efigie y juntando las manos, henchida de inefable frenesí. Tú lo puedes todo, Señor!
Vela por tu criatura! Ampárale y no le abandones! Por tu santisima llaga, Padre mío! Protégenos en este valle de lágrimas.
No pudo contenerse y se puso a llorar en silencio, de pié junto a la cabecera del enfermo, el que, con la espalda vuelta a la luz y la cabeza echada hacia atrás, inmóvil, reposaba profundamente. Lloré enardecida por las fuertes conmociones de la noche, y al fin dió algunos pasos y fue a sentarse en un banco, rendida de cansancio y de pesar.
Ahí se quedó adormecida por el abatimiento y el insomnio, cosas excesivas para su avanzada edad y su naturaleza achacosa.
Desperto de súbito, sobresaltada. La bujía estaba para acabarse y se había chorreado de una manera extraña, practicando un portillo hondo y ancho, por el que corría la esperma derretida, yendo a amontonarse y enfriarse en un solo punto de la palmatoria, en forma de un puño cerrado, con el índice alzado hacia la llama.
Acomodó la bujía la señora, y, como notase que el paciente no había cambiado de postura y que, antes bien, seguía durmiendo, se inclinó a verle el rostro por el lado de la sombra, donde estaba. Duerme el pobrecito. se dijo, y resolvió no despertarle.
Benites, en medio de las visionos de la fiebre, había mirado a menudo el cuadro del Corazón de Jesús que estaba al alcance de sus ojos, pendiente en su cabecera. La divina imágen se mezclaba a las imágenes del delirio, envuelta en un arrebol blanco y estático, semejante a un nevado: era la cal del muro donde se diseñaba en la realidad. Las alucinaciones se relacionaban con lo que más preocupaba a Benįtes en el mundo tangible, tales como el desempeño de su puesto en las minas, su negocio en sociedad con Marino y el deseo de un capital suficiente para ir en segui.
da a Lima a terminar lo más pronto posible sus estudios de ingeniero. Vió que Marino se quedaba con su dinero y todavía le amenazaba pegarle, ayudado por todos los pobladores de Quivilca. Benites protestaba enérgicamente, pero tenía que batirse en retirada, en razón del inmenso número de sus atacantes; cala en la fuga por escarpadas rocas, y al doblar de golpe un recodo del terreno fragoroso, se daba con otra parte de sus enemigos y el pánico le hacía dar un salto. Entonces el Corazón de Jesús entraba en el conflicto, y espantaba con su sola presencia a los agresores y ladrones, para luego desaparecer instantáneamente, como un relámpago, y dejarle desamparado en el preciso momento en que el gerente de la Mining Societed se paseaba colérico en el escritorio del Cuzco y le decía: Puede usted irse. La empresa le cancela el nombramiento en atención a su mala conducta. Es mi última decisión. Benites le rogaba cruzando las manos lastimeramente. El gerente ordenó a dos criados que le sacasen de la oficina. Venían dos indios sonriendo, como si escarneciesen su desgracia, le cogian por los brazos, le arrebataban y le propinaban un empellón brutal. Pero el Corazón de Jesús acudía con tal oportunidad que todo volvi a quedar arreglado en su favor. El Señor se esfumaba después como en un vértigo.
En una de aquellas intercesiones milagrosas, Jesús se irguió en el fondo de un infinito espacio azul, rodeado siempre de un gran arco albar. Su sagrado Corazón palpitaba con ritmo manso y melodioso y casi imperceptible, dejándose ver en toda su incorpórea celulación divina, a través de sus vestiduras. El Señor miraba ahora en torno suyo con aquella tristeza pensativa con que, en las bellas granjas egipcias, siendo niño, contemplaba a José trabajar humildemente hasta la caída del sol, en su carpintería solitaria de cedros y sándalos de oriente. Su mirada era triste y pensativa, y en ella viajaba, en un reflujo eterno e incurable, la visión del patriarca ganando el pan de cada día. Al menos a Benites le daba esta impresión, aunque de una manera nebulosa y muy extraña, pues no podía poner los ojos en el Señor, que sólo estaba presente en tácita revelación, sin ser visto, oído ni tocado. Su figura llenaba de una gracia ideal y de un sentido esencial la copa del tiempo y la copa del alma.
De repente advirtió Benites que delante del Señor pasaban de una en una, en un desfile intermitente, algunas personas que él no podía reconocer. Entonces le poseyó un pavor repentino, al darse cuenta sólo en ese instante, que asistía a las últimas sanciones. Pasada la primera impresión, y recuperado un tanto el dominio de sí mismo, angustiado y confuso todavía, se dió a recapacitar y a hacer un exámen de conciencia que le permitiera entrever cual sería el lugar de su eterno destino. Pero no tenía tranquilidad para ello.
Ni siquiera podía coordinar sus ideas acerca del trance en que se hallaba, mucho menos acerca de su vida y conducta en el mundo terrenal, del cual apenas guardaba ahora un sentimiento obscuro e impreciso. Intentó de nuevo recordar su vida y sus buenas y malas acciones de la tierra, consiguiendo al fin obtener algunos perfiles. Los primeros en acudir fueron unos recuerdos risueños, a cuya presencia experimentó un poco de esperanza y de ánimo: eran sus buenos actos. Recogió tales recuerdos y los colocó en lugar preferente y visible de su pensamiento, por riguroso orden de importancia; abajo, los relativos a procederes de bondad más o menos discutible o insignificante, y arriba, a la mano, sobre todos, los relativos a los grandes rasgos de virtud, cuyo mérito se denunciaba a la distancia, sin dejar duda de su autenticidad y trascendencia. Luego pidió a su memoria los recuerdos amargos, y su memoria no le dió ninguno. Es posible. pensaba Benites vacilante. Si. Ní un solo recuerdo roedor. veces se insinuaba alguno, tímido y borroso, que bien examinado a la luz de la razón, acababa por desvanecerse en las neutras comisuras de la clasificación de valores, o que, mejor sopesado todavía, llegaba despojarse del todo de su tinte culpable, reemplazado éste, no ya sólo por otro indefinible, sino por el tinte contrario: tál recuerdo resultaba en el fondo ser el de una acción meritoria que Benites entonces reconocía con verdadera fruición paternal. Felizmente Bcnites era inteligente y habia cultivado con esmero su facultad discursiva y crítica, con la cual podía ahora profundizar bien las cosas y darles su sentido verdadero y exacto.
De pronto sintió que se acercaba a Jesús, sin haberse dado cuenta, y lo que es más, sin avanzar a su entender, páso alguno en tal propósito. Harto animado por el resultado de su exámen de conciencia, poco se conturbó ante la inminencia de la hora tremenda que llegaba. Lanzó una mirada en busca del Señor, a quién no veía y apenas presentia, llenando de su tácita presencia el infinito espacio azul. La divina figura de Jesús permanecía invisible siempre a los ojos, y Benites la creía solamente soñar, sin poder estar se