AMAUTA 16 conocido uno de éstos. Después de este largo viaje, al retornar a su choza. lo recordaba bién. solo habian vuelto tres de los hermanos. Los otros cinco. qué suerte corrieron?
No lo supo más. El padre, al pasar el último tramonto, se echó en tierra con la cara contra el suelo. Qué fieramente lloraba. Su pobre madre lloraba también, a gritos, llamando a sus hijos. El, muchachuelo de seis o siete años, no lloraba ni gritaba: tenía miedo. No se explicaba este dolor.
Ahora sí, se lo explica perfectamente. Pero él no vendería a sus hijos. Nó, qué diablo, por qué, si la tierra no es de nadie, como no es de nadie el sol. Quiền guardaba para sí todos los frutos era un ladrón!
En la mañana, el kolla se marchó a la hacienda.
Ya en las últimas horas del día, volvió a su casa. La mujer no tuvo valor de interrogarle; asi era de temible su expresión ¿Qué había ocurrido? No habló. Cuando ella adormía al niño con su maternal cantinela, el kolla díjola que emprendía un corto viaje y que no lo aguardase aquella noche.
La madre acurrucose cerca al hogar con los dos niños que, presas de la pesadilla, lanzaban gritos.
Sería la media noche cuando un rojizo fulgor iluminó los resquicios de la puerta. Era un fuego lejano que rompía las tinieblas. La madre pensó en las fogatas de junio.
Nó, no eran las fogatas de junio. Ardía la hacienda.
Qué vergiienza y qué dolor.
Pasaron los días y él se sentía morir; taciturno, colérico a ratos, rehuía la sociedad de los suyos; se alejaba, lacerada el alma, de la compañía de su prometida.
Ascendía penosamente el altozano desde él que se contemplaba el valle. Qué espectáculo de vida que le punzaba el corazón.
Perdió la fé en la ciencia de los curanderos. Nó, estaba condenado o morir. Nadie le salvaría, ya, ni el amor ni el cuidado maternal, ni los poderes ocultos a quienes implorara tantas veces; nadie se apiadaría de su infortunio Trascurrieron muchas lunas, y ningun brilló para él.
Viviría muriendo cuánto tiempo más. Le habían abandonado los amigos; llegó hasta él un rumor: su mal era contagioso; temible: las gentes le miraban como un mounstruo.
Distraía su tiempo trenzando;tenía ya listo una Wask a del grueso de dos dedos;hermosa era, se la regalaría al viejo.
Tocó la fiesta del pueblo. Todos los suyos se mar charon, él no quiso ir. Juanacha se había engalanado con primor. La vió pasar, y ella se hizo la distraída. Le olviCelos, rabia, impotencia le roían el alma ¿Por qué exi gía de élla un sacrificio, si él no era, no podría ser ya su marido?
Ah, pero tampoco toleraría otro hombre que lo sustituyera. Qué hacer? Pensó mucho rato. Ya cerca de la noche encerróse en el granero.
Cuando volvieron de la fiesta, Mariano pendía, colum piábase colgado del cuello a una viga.
daba ya.
EL LICENCIADO e ENSAÑAMIENTO Saltó del tren vestido aún con las prendas militares, la estación se puso en marcha, lentamente, al pueblecito en que vivían sus padres.
Todo estaba igual. El calvario a medio caer, verdes los campos, humeantes los hogares. Allí estaba su choza; allí le aguardaban los viejos. Cuando atravesó el puentecillo, se hizo visible a los suyos. Fueron a su encuentro; después de dos largos años, Marianucha se reunía con sus padres.
Rodearon al grupo familiar las gentes de la aldehuela, y aquella tarde desbordó la alegría y el akja fué escanciada abundantemente. También estaba allí, junto al Licenciado, la tierna Juanacha, su prometida.
Todos notaron las tristeza de Mariano. Estaba acaso enfermo?
Oh la ciudad, la maldita ciudad que troncha la juventud, que consume la lozanía, que acorta la existencia.
Mariano tenía el mal de la ciudad. Pálido; de rato en rato atacábale una tos seca, incontenible. Había enflaquecido mucho.
Lloraba la madre al verle tan débil: ya no sabria traba jar animosamente; no podría, con ese cuerpo macilento, resistir las faenas camperas, ayudar al padre tan anciano. Oh su pobre hijo, víctima de la ciudad, acaso se moriría aquel invierno. Lloraba la vieja inconsolablemente, y lloraba en silencio la siplas Juanacha, secándose las lágrimas con una punta de su llijlla. Mariano, muy triste, se acercó a consolar a la mujeres. Sí, estaba enfermo, pero sanaría con el cuidado, con el cariño de éllas. Hablaron de las yerbas milagrosas, del matejllu, del tijllaywarmi, del panti. Mariano tenia fé en la ciencia de los suyos; gracias a élla, le sería devuelta la juventud.
El júbilo alcohólico borró las tristezas, y la música invitó al canto y a la danza. Bailaron y cantaron hasta la media noche.
Tras los tapiales, ocultos por la chamarasca, Mariano y Juana gozaban de amorosas confidencias. Sonkochay, qué felices hemos de ser. Ahora ya nadie te apartará de mi lado. decíale élla a él. Si, palomita mia, viviremos muy juntos para no separarnos jamás, contestábale el amante.
La pasión exacerbada por la ausencia aproximabalos en el vórtice sensual.
Pobre Mariano, él ya no era un hombre. Habíale robado la ciudad los atributos viriles. Señor! Un crímen horrendo.
El pobre caballero ha sido descuartizado. Le mataron cuando se hallaba en reposo, sin darle tiempo para la defensa.
Terribles golpes sufrió. Mire Ud. los garrotes en sangrentados. Vivo aún lo arrastraron por las habitaciones y por el patio erizado de agudos guijarros. Las mujeres ayudaban a sus maridos en la perpetración del crímen. La víctima aullaba de dolor y ellas le acribillaban con los gruesos alfileres de sus tupus. Vea usted cómo le reventaron los ojos, como le quebraron las piernas y los brazos, cómo le desgarraron la piel, arrancándole el cabello. Es horrible, es horrible, señor!
El juez recorría el teatro del crímen, dictaba al escribano el acta de reconocimiento del cuerpo del delito, escuchando a los testigos, interogándoles.
La mujer seguía su relato, entre gemidos y gritos.
La mujer lo había visto todo, desde su escondite. Ay si descubren dónde se ocultaba. Cómo ella atendía al patrón, como ella era su amancia. También la habrían torturado, la habrían muerto. Gritaba y gemía la mujer. Todos eran indios. preguntaba el juez.
Si, todos eran indios, solamente indios, ningún mestizo, ningún blanco. Los asesinos mataron por robar?
Los asesinos no llevaron nada de cuanto encontraban en las habitaciones; nó, no fué el robo el móvil del crimen. Los asesinos procedieron por venganza?
Hubo un murmullo entre cuantos se hallaban allí presentes, en el patio, en los corredores de la hacienda.
Si se trataba de una venganza, el Señor alli estirado en silencio e inmóvil, muerto debió ser un mal patrón.
Llegó la noche y fue suspendida la diligencia judicial.
En el salón de la hacienda fué levantada la cámara funeraria.
Alll, entre cirios, sobre una mesa, cubierto de una sábana quedaba el muerto. Nadie osaba acercársele. Por què ese temor?
El juez fué alojado en el departamento principal. Después de la comida, silenciosa, fúnebre, sin más ruido que (Pasa a la página 33.