AMAUTA 15 Los indios se hallaban reunidos un domingo, en la plazoleta del pueblo. Comían y bebían en común, recordando los pasados tiempos de sus banquetes al aire libre, presididos por el Inka o por el Kuraka. Estaban reunidos; Conspiraban! sin más, el jefe de la solda desca ordenó fuego.
Los indios no huyeron: Tampoco se defendían, puesto que estaban inermes. Llovían las balas, y comenzaron a caer pesadamente las primeras víctimas.
Cuatro fornidos carguires de esos que portaban las andas el 25 de julio le toman en brazos, le mecen y. lo arrojan al fuego. Pocos minutos dura el cuerpo de yeso y maguey del orgulloso Patrón de las Españas: chisporrotea y queda reducido a cenizas. el arrogante caballero.
La muchedumbre ha ingresado nuevamente al templo y extrayendo de sus hornacinas a las vírgenes y los mártires, los ha condenado a la hoguera.
Amanece. El sol soberbio deshilacha las nubes de la madrugada; regios harapos de oro ornamentados los quema el sol depurador, supremo higienista.
Los indios kollos, en coro magnífico, entonan el Intiwata.
La ronca bocina, el vernáculo pututu, inunda el espacio con sus sones de guerra.
Con el auto de fé, ha comenzado la venganza.
Entonces: algo inesperado se produjo. La banda de músicos indios inició una aswa, y hombres y mujeres, agarrados de la mano comenzaron a danzar frenèticamente por sobre los heridos, por encima de los cadáveres y bajo las descargas de la fusilería.
HAMBRE Danzó alocada la muchedumbre y el clamoreo ascendía cada vez más alto como la admonición de la tierra a todos los poderes cósmicos.
LA INCINERACIÓN SACRILEGA Llegó la noche. Un soplo frío y persistente bajaba de las cúspides. Hacía un silencio de puna.
Densas tinieblas sumergieron la planicie hasta el fondo de sus negros pantanos. Ni un ánima. El poblacho dormía.
Al filo de la madrugada, un rojo resplandor iluminó en la sombra. Ondularon grotescas las chozas próximas a la capillita. Las torcidas torres se retorcian aun más sobre un fondo de humo y llamas. Era una fogata en la plaza.
Rompió el silencio el son de un tamboril. De los oscuros rincones fueron emergiendo, de uno en uno, los indios kollas, cuyas sombras se movían alargadas fantásticamente. Se había reunido una multitud, a la media noche. El indio sacritán se separó de ella para abrir la iglesia, y una vez logrado su intento, precipitáronse, como tragados por ancha boca, en la obscuridad sagrada, los alcaldes y los segundos, el mayordomo y los portadores de las andas del santo patrono.
Repicaban las campanas, pero su alegre voz metálica vibró extrañamente en la alta noche. Medrosos los niños, somnolientos aún, alzaron la cabeza para ver al campanero, mas, extrañáronse al no reconocerle. No, no era Taita Bernaco quien las agitaba tan desacostumbradamente, así, a deshora. la luz de la hoguera, se diluyó la niebla del templo.
Del áureo altar resplandeciente descolgaron al santo patrono que fué puesto sobre sus ricas andas de plata.
Era el caballero Santiago, celestial jinete en su blanco rocin.
Salió a la plaza como en los días solemnes del Corpus como para la fiesta tutelar del pueblo. La ronca bocina esparció su admonición. En lo alto las campanas enviaron al campo un irónico saludo nocherniego. La multitud se movió gelatinosamente, como una masa maleable.
La procesión recorrió el contorno de la plaza, más encendida aún por esta fogata de San Juan en pleno diciembre.
Todos se han detenido en el atrio del pequeño templo.
Es la hora. Rompe el vocerío, como una tempestad. Supay. Supay! gritan hombres y mujeres, acercándose con los puños crispados a las andas de Santiago. El caballero parece sonreir despectivamente.
Santiago es el conquistador, el rico encomendero, el amo de la gleba indígena, el latifundista. Los indios kollas le rodean, le cercan ya, amenazadores, le injurian en aymará con los epítetos más ofensivos. Le descabalgan, le despojan de sus vestiduras, del sombrero de pico, de la capa de púrpura, de los gregüescos, le desarman de la resplandeciente tizona. Santiago, desnudo, presenta una lamentable figura; el escultor solo se cuidó del bello rostro español, Estaban perdidas las cosechas aquel año seco. Los dioses no escucharon sus plegarias; y la Saramama, a pesar de las ofrendas, esta vez no multiplicaría los frutos. El cielo que negaba sus aguas tan fieramente, mostró su nítido azul, y en las noches brillaron las estrellas como gotas de cristal. En la madrugada, todos los arroyos habíanse congelado y una blanquísima capa de hielo cubría como un manto la planicie.
Los ayllus del Kollau sentian ya, como un sordo peligro que se acerca pesada e inflexiblemente, la aparición del temido fantasma del hambre. Con su rostro descarnado y sus manos atenaceantes llegaría, una vez más, cumpliendo su palabra, el fatídico visitante. Lloraba la mujer estrechando entre sus brazos a su pequeñuelo. El kolla taciturno, sentado a la puerta de su choza, contemplaba en silencio el paisaje. No se había salvado ni su chacrita de la hoyada. Todo estaba amarillento, definitivamente muerto.
Nada producirían los tallos quemados por el frío que antes agostara la sequía.
Otra vez como hace apenas tres años. reapareció ante sus ojos la vida de ese entonces reciente: su pobrecito Pablucha pereció ¡de hambre! Recordábalo bien; había ido él a la hacienda y, con lágrimas en los ojos, le pidió al patrón un poco de chuño.
Oh el malvado: nada pudo conmoverle. Su respuesta no la olvidaba. estos indios rebeldes ni takjia.
Cuando volvió a su casa, Pablucha gemía imperceptiblemente, iba apagándose como una vela que se consume.
Se murió en la noche de San Juan: su almita quebróla el frio. Ah, su Pablucha sería ahora un pastorcito.
Otra vez el hambre. Iría a exigirle al patrón un auxilio?
La hacienda tenía sus depósitos henchidos de chalonas, chuños y otros víveres. El amo vendió las lanas a un alto precio. Todas las que produjo su rebaño se las había cedido muy baratas. Al patrón no se le podia vender sino así. No era un derecho reclamar ese auxilio? Esta vez nó, nunca más sufriría el dolor de carecer de alimentos para su familia. Todo, todo menos eso.
El crepúsculo apagaba en el horizonte su última lumbre, y la noche comenzó a derramarse por las faldas de los cerros.
La mujer con el niño al pecho se sentó a la entrada de la choza. Gemía aún. El silencio del anochecer fué interrumpido por el llanto del pequeño. Mucho frío traía el viento desde las cúspides nevadas.
Malisimo año: diezmábase el ganado por falta de pastos.
El kolla sabía por repetidas experiencias que ese era el peor síntoma. Viviendo su padre, fresco tenía el recuerdo, bajaron por ese tiempo malo a los valles del Cuzco. Ibanen pos de alimento, él, su madre, sus ocho hermanos. cambio de una fanega de maíz, se quedaba con el amo des