AMAUTA 13 LA SIER A TRA GICA POR LUIS VALOARCEL EL EMBRUJADO LOS VAMPIROS Se moría No hubo remedio alguno para su mal. Curanderos de la comarca y médicos de la ciudad se declararon vencidos. No llegaban a descifrar el misterio ni la ciencia de los unos ni la experiencia de los otros. Laik aska. diagnosticó, moviendo la cabeza, un viejo kamili. Sí, no cabía duda, estaba embrujado y. solo el indio Tomás podía desembrujarle.
Lo mandaron llarnar. Taita Tomás, sálvame le imploró gimiente el moribundo.
El indio tozudo, sarcástico, le respondió en keswa. Patrón, ruegas ahora, suplicas al indio que arruinaste, arrebatándole sus llamitas, mandándole derribar su choza y barbechar sus tierras. Te has olvidado de todo, patrón, y te acuerdas de mi nó para mi bien sino para el tuyo. Guay. patroncito, tu indio Tomás no es brujo, nada puede hacer. con la sonrisa amarga pintada en los labios, volteó las espaldas.
Se irguió el enfermo, y en acceso de rabia, gritó fuera de sí, con voz ronca, trémula. Agárrenlo y dénle garrote.
Los servidores mestizos cumplieron la voluntad del amo, y desde un extremo de la solana se percibían los aullidos de dolor del indio Tomás.
En la tortura, el indio juró que sanaría al patrón. comenzaron los misteriosos preparativos para el desembrujamiento. Pocos días después, el amo estaba entero, con la antigua lozanía devuelta milagrosamente, Desde el amanecer repercutían en la pampa sus voces de mando. De nuevo, el garrote y el vergajo ponían todo en órden.
Otra vez el pillaje organizado ensanchaba el latifundio absorbiendo los campos vecinos del ayllu; crecían de un día a otro los rebaños, a costa del despojo sistemático de la propiedad comunitaria.
Pero aquel mismo año, la peste diezmó al ganado, la rancha perdió los trigales y la sequedad malogró las sementeras. Maldijo a su Dios el patrón malo; fué más cruel y tirano. Estableció el suplicio del cepo. y su pandilla de foragidos irrumpió por las comunidades más lejanas.
Otra vez se llenaron los establos y los corrales. Nuevas parcelas se unieron a la hacienda.
Mas, sus campos de cultivo no prosperaban, se podría el maiz y tumbábase el trigo por las lluvias excesivas, morían las reses desbarrancadas y entró la karacba en sus hatos de finas alpacas.
El patrón ya no maldecía. Hizose sombrío, taciturno.
Le abandonaron sus pocos amigos. Vióse sólo y triste, y aprendió a beber a puerta cerrada. Pasábase los días y las noches sin salir. Bebía, bebía sin tasa, sin descanso.
No se le daba un ardite de sus bienes. El mayordomo disponía de éllos a su antojo.
En Saman, en Ayapata, vivían felices los pastores.
Planicies y lomadas cubríanse de fresco y verde casi todo el año. Humeaba en las cabañas sin interrupción el fuego del hogar, y en las fiestas los tranquilos ganaderos gozaban de la abundancia de los frutos recogidos sin gran trabajo en las quebradillas y encañadas. Tenían fama de ricos los pastores de Saman y Ayapata. Contábanse por millares las llamas y las alpacas, las reses mayores y menores. Podían vender mucha lana en la ciudad. Conocían el ahorro y atesoraban las sonantes monedas de plata. Indios ricos.
Los mestizos del pueblo tramaron contra ellos un astuto plan. El tinterillo forjó una denuncia. Los indios de Saman y Ayapata robaban. El ganado que poseían no era suyo. El juez inició un sumario. Comparecieron testigos.
Se había probado el delito, y el juez ordenó la captura de los felices pastores de Saman y Ayapata. El subprefecto y los gendarmes irrumpieron una noche en la tranquila estancia. Ladraron desaforadamente los perros. Despavoridos huyeron los zorros, rondadores nocturnos del rebaño. Todos los indios fueron apresados y conducidos a la cárcel del pueblo. Sin pérdida de tiempo, los representantes de la justicia y del gobierno incautáronse de todo el ganado de los indios ladrones. allanaron las viviendas que despues aparecieron incendiadas, y del próspero ayllu de Saman y Ayapata no quedó piedra sobre piedra. Los felices pastores entre rejas y pululando en la miseria sus hijos y mujeres. Una noche los indios pastores se fugaron de la cárcel. Nadie supo por muchos días dónde vivían ocultos. Se perdió la memoria del suceso.
Llegaron de pronto alarmantes noticias, en una madrugada de mayo. El pueblo había amanecido bajo la nieve y el altiplano estaba cubierto de un blanquísimo manto. Dormían aún los vecinos. Estaba cerrada la casa de gobierno. Cuatro hombres, arrebujados en sus ponchos de llama, desmontaban de sus caballos jadeantes. Urgía despertar al subprefecto, pues muy graves sucesos habían ocurrido en la noche.
En la hacienda del juez, apenas dos leguas de la capital de la provincia, se habían presentado veinte hombres con los rostros pintados de negro, y sin dar tiempo para defenderse atacaron a garrotazos al juez y su familia que yacían en su alcoba. Víctimas de la terrible saña de los criminales, habían perecido todos. Qué cuadro espeluznante!
Aquellos cuerpos quedaron como una masa informe. pasaron los meses. Periódicamente venían informaciones alarmantes. En las haciendas de la provincia se estaba alerta, con el estremecimiento terrorífico que causaba la sola noticia de la ya famosa banda de foragidos que asolaba el departamento vecino. Sus procedimientos eran siempre iguales: robo, violación, asesinato, incendio.
La tímida irrupción se produjo. la media noche, bajo una tempestad de enero, con lluvia a torrentes, cayeron sobre el pueblo los bandidos. Eran cincuenta, sesenta, todos armados de rifles y cuchillos grandes como alfanges.
Asaltaron la subprefectura y las casas de los vecinos principales: saqueo, violación, asesinato, incendio.
El pueblo, al día siguiente, presentaba desolador aspecto. Era el paso de Atila.
Como Saman y Ayapata, no quedaba de él piedra sobre piedra.
En la fantasía popular, nació el mito de Los Vampiros. la cruel e insaciable banda de los pastores de Saman y Ayapata.
Años después. Ha reaparecido el indio Tomás que nadie supo dónde huyó.
En una pocilga del rancho de peones, ronca el amo ébrio de alcohol; viste harapos. El mismo no es ya sino un harapo humano.
El indio Tomás asomó el rostro por la portezuela de aquel inmundo zaquizamí; hubo en sus labios una sonrisa de satisfacción, y se alejó, esta vez para siempre,