22 AMAUTA Pero él se queda quieto y mudo y sordo con sus tres brazos como tres caminos truncos.
Yo me he seniado esta mañana en el nudo de sus tres brazos y se han agrandado en en mí tres deseos impotentes hechos de azul y de tiniebla y de cristal.
Éste quinual ha sido para mi más hondo y más hincador que el libro de las parábolas. 2 Ha pasado cerca de mí, en bajada cansina, un indio.
Cetrino el rostro, azulmarino el vestido, flecudo ya el poncho pardo, sucio de mil lluvias y de soles mil el junco gacho, el indio se ha detenido cerca de mí. Buenos días le dé Dios, señor.
Buenos días. ha quedado mirando con unoś ojos tan uosos y transparentes, que he tenido miedo de mí.
Un sil. cio vacío, inacabable, abrió su tarasca entr sus ojos y los míos.
El pregu. ió, con una voz opaca: De onde es el señor?
Yo no supe qué contestarle.
Un nuevo silencio que se tragó todos mis recuerdos de origen y de tránsito se tendió sobre el camino, entre el indio y yo. Por qué esto?
Tartajeando, por decir algo, pregunté. Cual es el camino det pueblo. Aquel, señor, por aquellos alcanfores, bajada abajo.
Yo leí en sus ojos una súplica que me pareció un crudo reproche y no supe adonde mirar.
El indio se fué cuesta abajo y un recodo del camno se omió pronto su persona y su sombra. Por qué y tan sin sentido lloré entonces, señor?
VI Eulogio Garrido, por Essquerriloft dado a la otra banda del Waychaka se ha ceñido a los cearros del frente. arriba, el cielo, teñido de índigo, parpadea por sus millares de ojos y parece prendido a las crestas de las montañas como un tapiz recamado de perlas.
La Noche se queja en este momento por los siete carrizos de una antara y canta el dolor de tener que arrastrarse siempre por las quebradas, y las laderas y no poder subir nunca hacia arriba.
La antara ha dicho sus confidencias desgarradoras a los eucaliptos, a los magueyes y a las ranas.
He querido ver los ojos de la Noche y he hundido en la tiniebla los míos y un gran vacío se ha hecho en mí VIII Al bajar una cuesta crucé entre un tumulto ululante de aldeanos.
Una mujer, en tono chirriante, gemía. Ay mi hijito. Ay. Yo creia que me lo habían matau. Ay!
Un rumor de voces sordas urdía comentarios opacos en torno a la voz de la madre. Pero si no lo han matau, comadre. la costa no má se aido.
La mujer de antes dijo sollozante. Ay compadrito! Pior pa mí. La costa me lo matará, dejuro. Ay taitito!
Yo rompi el tumulto y mientras los gemidos de la madre se hundían en mi carne como espinas cruentas, se gui bajando, bajando, bajando.
VII La Noche se ha acostado en esta quebrada.
Ha venido desde las cuevas del rio Waychaka y aquí, en esta quebrada tibia, se ha puesto a reposar.
Ha lanzado sus velos a los cuatro vientos; y se ha quedado aquí con su cuerpo inconmensurable y de pan moreno.
Sentado al borde del camino yo la siento respirar al ritmo del agua y del viento.
Veo cómo ha enredado sus brazos en torno a dos eucaliptos enormes con los cuales hace llamadas insistentes a las estrellas.
El velo más negro que la noche se ha dejado olviMi balcón se abre al Poniente.
Por él veo: Las copas de unos fresnos.
En diagonal: una pared en ángulo coronada de tejas.
Un muro festoneado de enredaderas silvestres.
Una casa vestida de blanco con su techo rojo, acurrucada a la vuelta de un camino, que sólo adivino.
Más allá de la casa: un alfalfar tierno y un montón de eucaliptos verdi negros. través de los troncos paralelos de los eucaliptos: el tejado de una casa de adobes desnudos. la derecha una lomada extensa y amarilla; aquí y alla sauces de un verde traslúcic eucaliptos de un verde denso; una casa entre la arboleda, blanca y ocre.
Una manta roja puesta a secar.