AMAUTA 32 tudes. La naturaleza duerme. El viento silba entre los pajonales. Los perros aullan en la lejanía pastosa mientras los corazones mozos tiemblan por el cercano connubio germinal.
Encarna se entendía con el mayordomo. Los palos menudeaban para el marido. Joven y provocante tenían que apetecerla el cura del lugar, el tinterillo el mayordomo.
Estando más cerca, éste aprovechó. Ella, demasiado vivaz para mujer de pobre, comprendia las ventajas de su trato con el patrón y no se resistía cuando la oportunidad les brindaba un acercamiento. El último hijo era evidentemente engendrado por el mayordomo. Todo lo hacía suponer. Sólo el pobre de padre no lo habría creído nunca porque este último chiquillo era sus dos ojos. Encarna, lo trataba mal, muy mal. Parecía despreciarlo. Contestaba casi siempre con indiferencia y dureza. El marido nada entendía de esto. Nadie hablaba nunca de lo acontecido.
Es que el mayordomo, mañoso en tales artes, se la llevaba a sitios descampados en llanuras inmensas, donde nadie pudiese verlos. nadie los vió hasta entonces.
era bonita Encarna. Era joven y dura, de carnes prietas y sólidas. Sus senos tenían la erectez de los quince años y sus ojos la quemante sensualidad de los veinticinco.
Pero ella pasaba los quince y no llegaba a los veinticinco.
El mayordomo estaba enamorado de Encarna. Le había propuesto abandonar a su hombre. Estaba enamorado hasta la coronilla.
Con lentitud y gravedad, vacas y toros, abandonan los corrales después de ordeño oloroso. Síguenles, con finos ademanes, llamas y alpakas. Ovejas y cabritos se van alejando también bajo la presión de la hora suave y tónica.
Humean los fogones. Los gallos cantan. Los pajaritos pían en vuelos tensos. Asomadas a las puertas de sus chugllas, las madres entregan los pezones a las boquitas desdentadas de los majjtitos, mientras los hombres se afanan en labores múltiples. Paz que transpira.
No madre! Pero no le roban la leche de sus hijos. MENTIRA. ella también la ordeñan los niñitos de la hacienda. Vacas!
Mujeres!
No es posible encontrarlo en otra parte por ahora. Está de perfil sobre la tarde. Hollando el suelo que el frío comienza a eniumecer, saca la cabeza por sobre el mojinete de la chuglla. Tiene metido el chulio hasta cubrirse las orejas y media frente. El chullo es de un tono verduzco oscuro con ornamentaciones rojas de fáciles dibujos expresivos. Los ojos, mirando la lontananza sangrienta de arrebol poseen un dulzor de queja, y una ausencia de abstracción se desdibuja en la persistencia de una mirada sin pestañeos.
Se destacan los pómulos en una ténue sombra violácea cuyo vértice es un tajo lumíneo licuado en los bordes de las jetaș.
Será fácil comprenderlo. Es el hombre que domeñó a un toro loco de una fuerza de buey. Es el marido de la Encarna. Acaba de insultar sus espaldas la fusta del karabotas.
Nada ha contestado él a cuantos insultos le echara en el rostro. Permaneció callado. Hace tiempo comprende que ninguna actitud es mas firme y elocuente que su poderoso silencio. Mira y calla.
De lo que es capaz, sólo una observación atenta podría revelarle. Una frente breve, el macetero y el etmoides, férreas prominencias con el mentón. Todo es agresivo en él: la nariz, afilada en forma de corva, las órbitas dibujadas con dureza, el occipital donde se advierte la ac.
ción de una antigua deformidad y el craneo todo estirado en el bregma. Todo él, el ancho cuello y el torax, dan sensación de poder. Debajo de la camisa de cordellate parece palpitar con el propio ritmo de la entraña, el deltoides, como en la bestia fatigada. Tanta extraña conformatura está aforrada de una piel cobriza que el sol bruñe con sus mejores fuegos. No habla. Pero la fogata de occidente en sus últimos resplandores, orifica su perfil metálico. La tristeza de un linaje perdido en el hueso se miraba en su fornido cuerpo de hambriento. El no es originario de la Hacienda.
Ha venido de otras tierras del Ande. Llegó con sus padres muy joven, casi niño. En la hacienda envejeció, en la hacienda tomó mujer y en la hacienda dejó los huesos de sus progenitores. La hacienda venía a ser para él como una deidad ofendida que a cambio del mendrugo le arrebató todo, hasta el honor. Entre las cejas de esta cólera empozada día a día conoció, pues, a Encarna, y tuvo el hijo para quien ambicionaba una suerte menos perra. Encarna compartía con él tales ambiciones. todos los colonos le oían con agrado.
En la puerta del caserío, el mayordomo borracho furioso, revólver en mano. Rodéanlo mujeres y viejos que miran con timidez y espanto. Tatay, es mi hija ¡Debes respetarla! No es para todos, sino para su hombre.
Sin atender a las protestas del anciano, el bruto, riendo a carcajadas arrastra a la india. Te doy mi trabajo, pero no mi familia. Cóbrate en él lo que te debo. Mis hijos son para mí!
Admirándose de tal lenguaje, el cholo reía más. Ah! Te lo enseñaron los ramalistas. Se comprende indio bribón. Pero ya irás a pagarlas en la Cárcel.
No se la llevaba impunemente. El viejo arrastrándose llegó hasta él y le dió un empellón; pero por nada. Presto le metiò tres balas a boca de jarro.
En la explanada todo es alegría bajo la luna. La maestra lleva el tema satírico y le corea el ruedo con alborozo: Ese que está mirando mejor será que se atreva El charango mantiene con simples motivos melódicos los temas de la danza. Es la kashua. Agarrados de las manos, hombres y mujeres, dan vueltas de graciosas actiEl gamonal, de todas maneras, es un poder influyente, relacionado con lo más odoroso y rumboso del centralismo capitolino. Entonces, su interés y el de la camarilla que lo ha ungido, le obligan a sostener un diario en la provincia escrito por infelices del subsuelo. Toda la basura empleómana está arrodillada a sus piés. Diez años en la Capital, le han dado una forzada distinción. Viste con uno de sus últimos modelos europeos, usa sombrero de copa, y quema cigarros puros, que no recuerdan, por cierto, al sojtapicho pueblerino.
Los cielos nocturnos se suceden, unos tras de otros, sin nubes. Toda la congestión estelar gravita sobre la pam pa, como ubre pletórica de leche estéril. Las chacras están muriendo en las rinconadas asesinadas por el hielo. El indio prende su fogata en la montaña para ayudar a la tierra, a la madre a producir el calorcito que contrarreste la cuchilla del hielo. Chillan las criaturas en todas direcciones elevando en la extensión ilimitada una sola voz angustiosa, llena de lágrimas, doliente de ladridos y pellizcos y junto a este alarido viene un dolor que tiende a revelarse. Los hombres se han reunido en la cumbre. No es literatura lo que vengo relatando. Los indios van a los picachos como al corazón sigiloso de la tierra a tramar sus venganzas o a maldecir. Esto no es repito literatura. Literatura es aquello que he oído contar alguna vez de un indio expulsado de la hacienda con sus hijos y que por toda venganza al llegar encima de la cuesta se dió a sonar el phuttuto. Eso es literatura. Literatura es aquello del indio enamorado de la quena, el indio enfermo de tristeza. El indio siendo hombre y de los mejores, no ha de tener tiempo para literatura linfática. Los indios se reunen para maldecir, si no más, al mayordomo, esa bestia carnicera, a los patrones, esas viboras, al párroco, ese bribón, al quelkere, esa zorra. Nadie explica si los dugos son los actuales poseedores de la Hacienda Los que dominan gozan la utilidad de su trabajo y son causa de sus hambres. ellos, pues, debe encaminarse la venganza. Con aguzar