Imperialism

AMAUTA 22 El Nacionalismo en la América Latina POR JOSÉ VASCONCELOS (CONCLUSION. VÉASE EL NUMERO ANTERIOR. Cual es entonces la liga más fuerte que a todos nos une, cuál es el rasgo predominante de este agregado extensísimo de naciones y pueblos? Hay uno importante y que desde luego interesa al extranjero conocer: me refiero al idioma. En efecto, la fuerza de las circunstancias, la ley, el hábito, todo contribuye a imponer con mandato irrecusable el uso del idioma español en veinte de nuestros pueblos y el portugués en el Brasil. El portugués y el español; dos lenguas rcmano ibéricas, fácilmente intercambiables y que sustituyen entre nosotros esa Babel de las distintas lenguas de Europa. En realidad, el conocimiento de una de estas dos lenguas es todo lo que se requiere para obtener ciudadanía espiritual en nuestras tierras. Un patriotismo linguístico, tal será la fórmula postrera de nuestro nacionalismo iberoamericano, Una manera espiritual de patriotismo que está al alcance de todo el mundo y que significa para todo el que la logra, un poco más que la aquiescencia a una tradición local o que la obediencia a un imperativo de la costumbre o de la ley. Significa, más bien, la posesión de un vehículo mental, probado por los siglos, ilustrado por una gran literatura, simple y lógico en sus formas, claro en sus acentos y de léxico rico, tanto como el de cualquiera de las lenguas cultas. Acaso, después del inglés, el único idioma mundial, ya que lo hablan millones de hombres en las cuatro partes del mundo. Millones de hombres que natalmente tendrán que juntarse, por lo me.
mos en una especie de anfictionia de la cultura, como ya lo anuncian ciertas corrientes que empiezan a enlazar nuestras patrias inquietas con nuestros hermanos de habla y en parte, también de sangre, de las islas Filipinas y con esos otros lejanos parientes espirituales que se llaman los cefarditas o judíos españoles del cercano Oriente; rama estimable y fiel de nuestra familia linguística que tendrá que perdonarnos, porque tambjèn nosotros sufrimos de las mismas manos inconscientes y duras; manos que han logrado destruir su propio Imperio, pero no la unidad de la raza, la unidad de la cultura emigradora y poderosa que reconoce por cuna la austera y ardiente planicie de Castilla.
El idioma español, es, pues, la médula de nuestra nacionalidad y el lazo de unión, el signo de inteligencia de cien patrias por todo el planeta. Más que una bandera, más que un territorio dado, el castellano es el emblema de nuestra universalidad y el verbo de nuestra misión colectiva. No cambiaremos esta lengua ni ante las amenazas de la espada ni delante de las seducciones de las mil sirenas del imperialismo extranjero.
Sin embargo, no vamos a levantar muros en un campo en el que todo ha de ser camino; defenderemos celosamente el idioma contra las amenazas de la perfidia o de la fuerza; pero no vamos a convertirlo en un nuevo ídolo intocable, en un tabú monstruoso que cierre el paso al progreso.
Todo lo contrario, nos mantendremos dispuestos a sacrificar, aún éste último refugio de nuestro nacionalismo, el día mismo en que los demás se decidan a hacer algo semejante y en que todos nos pongamos a desentrañar de las lenguas del día una manera de lenguaje más perfecto y universal. Prevemos el día en que ha de constituirse una especie de Academia de la Lengua Internacional, una Academia que prestará al nuevo idioma del mundo, servicios parecidos a los que hoy desempeña la Academia Francesa para el francés o la Academia Española para el español.
Dicho cuerpo tendría la misión de adoptar y legalizar el uso de ciertos tèrminos que ya hoy son comunes a varias lenguas; impondría también un léxico uniforme para términos geográficos, científicos, históricos y elegiría y recomendaría para uso general aquellas maneras de expresión que en cada idioma tienen más analogía con otras lenguas parien.
tes. Aprobaría e impondría un alfabeto común que, desde luego, haría desaparecer la terrible confusión de la escritura balkánica y otras semejantes. La lista de términos comunes, podría aumentar cada año. Los términos demasiado locales tenderían a desaparecer, lo mismo que aquellos que son, en el idioma local, una mera equivalencia del término universal; por ejemplo, si ya muchas lenguas cultas están de acuerdo en llamar estación a las oficinas de parada del ferrocarril, no hay porqué mantener equivalentes locales como el gare de los franceses o el depot de ciertas regiones aisladas del habla inglesa. Cierto que tendrían que ser sacrificadas muchas voces venerables, hermosas, de cada lengua, pero esta pérdida deberá causar una especie de alegría, si se le mira como sacrificio consumado en aras de un patriotismo nuevo, de un patriotismo humano; pues cada palabra de las nuevas se nos aparecería, en cambio, como un signo misterioso que nos abre las almas de millones de hombres. Congresos periódicos de todas las lenguas vivas reunirían datos fecundos, redactarían síntesis claras, reglas y acuerdos que, en seguida, se tornarían obligatorias y todo esto junto con la creciente frecuencia y facilidad de las comunicaciones, llegaría a crear, no una lengua artificial y libresca, sino un verbo civilizado rico y viviente; el primer idioma civilizado de la historia. En realidad la Academia de la nueva lengua no tendría que hacer otra cosa que apresurarse a recoger los frutos de un trabajo que el instinto social, por sí sólo, ha estado realizando desde hace mucho tiempo. En efecto un nuevo idioma flota ya en torno y sólo hace falta cristalizar sus creaciones, canalizar sus giros, definir sus leyes, catalogar sus términos. Una vez comenzado a crear el nuevo lenguaje, quedaría pendiente Ja cuestión de propagarlo y darlo a conocer; pero los que saben el poder omnipotente de la escuela elemental, comprenderán sin esfuerzo que, si las resoluciones de la nueva Academia se convertían en materia de enseñanza obligatoria leal y patrióticamente adoptada, en muy pocos años, nos encontraríamos en un período de plena creación de una lengua, por medio de sistemas completamente naturales. De cualquier manera, la ciencia debería emprender la tarea, procurando, siquiera esta vez, colaborar con la vida; ya que comunmente se dedica a observar y anotar pasivamente los lentos e inconexos variantes de la realidad. La Academia de la Lengua Internacional deberá estar formada con lingüistas jóvenes y sabios y grandes viajeros y sus gastos deberán costearlos todas las naciones civilizadas. Las disposiciones de tal Academia tendrían que ser acatadas con ardiente beneplácito, ya que es una vergüenza que tantos miles de años hayan pasado sin que hayamos sido capaces, siquiera, de inventar un medio general de comunicación hablada y escrita. todos sacrificaríamos paso a paso nuestra lengua nativa; en holocausto voluntario y sublime del nuevo ideal entregaríamos la porción más pura y amable de nuestro patriotismo y de nuestro nacionalismo. La última pluma del penacho glorioso, pero vano, del nacionalismo se escaparía así, arrebatada por el hálito de la inteligencia y el amor de la humanidad. Después de todo, nadie perdería demasiado, puesto que todos los idiomas vivos, excepción hecha quizás del italiano, son bastante absurdos y feos, para el que no tiene el prejuicio innato de hallarlos hermosos y ninguno vale en realidad, ni una lágrima ni un suspiro. Si cometimos la torpeza de dejar perder lenguas tan trabajadas y bellas como el griego y el latín, no hay motivo para que alguien se duela ahora de la desaparición gradual de las lenguas bárbaras del día.
Pero volviendo a nuestro asunto, a las peculiaridades del sentimiento nacional en nuestra América, acaso me preguntaréis. No es por ventura, o más bien por desventura, toda esta charla de derribar murallas y ensanchar horizon.
tes, únicamente una fantasía de intelectuales, sin relación