29 la Tercera República, que nacía tan manifiestamente aferrada a los principios centralistas del Consulado y del Imperio.
La reforma del 73 aparece como un diseño típico de la descentralización centralista. No significó una satisfacción a precisas reinvindicaciones del sentimiento regional. Antes bien, los concejos departamentales contrariaban o desahuciaban todo regionalismo orgánico, puesto que reforzaban la artificial división política de la república en departamentos o sea en circunscripciones mantenidas en vista de las necesidades del régimen centralista.
En su estudio sobre el régimen local, Carlos Concha pretende que la organización dada a estos cuerpos, calcada sobre la ley francesa de 1871, no respondía a la cultura política de la época. Este es un juicio específicamente civilista sobre una reforma civilista también. Los concejos departamentales fracasaron por la simple razón de que no correspondìan absolutamente a la realidad histórica del Perú. Estaban destinados a transferir al gamonalismo regional una parte de las obligaciones del poder, central: la enseñanza primaria y secundaria, la administración de justicia, el servicio de gendarmería y guardia civil. el gamonalismo regional no tenía en verdad mucho interés en asumir todas estas obligaciones, aparte de no tener ninguna aptitud para cumplirlas. El funcionamiento y el mecanismo del sistema eran además, demasiado complicados.
Los concejos constituían una especie de pequeños parlamentos elegidos por los colegios electorales de cada departamento e integrados por diputados de las municipalidades provinciales. Los grandes caciques vieron naturalmente en estos parlamentos una máquina muy embrollada.
Su interés reclamaba una cosa más sencilla en su composición y en su manejo. Qué podía importarles, de otro lado, la instrucción pública? Estas preocupaciones fastidiosas estaban buenas para el poder central. Los concejos departamentales no descansaban, por tanto, ni en el pueblo, extraño al juego político, sobre todo en las masas campesinas, ni en los señores feudales y en sus clientelas. La institución resultaba completamente artificial.
La guerra del 79 decidió la liquidación del experimento. Pero los concejos departamentales estaban ya fracasados. Prácticamente se había comprobado en sus cortos años de vida, que no podían absolver su misión. Cuando pasada la guerra, se sintió la necesidad de reorganizar la administración no se volvió los ojos a la ley del 73.
La ley del 86, que creó las juntas departamentales, correspondió, sin embargo, a la misma orientación. La diferencia estaba en que esta vez el centralismo formalmente se preocupaba mucho menos de una descentralización de fachada. Las juntas funcionaron hasta el 93 bajo la presidencia de los prefectos. En general, estaban subordinadas totalmente a la autoridad del poder central.
Lo que realmente se proponía esta apariencia de descentralización no era el establecimiento de un régimen gradual de autonomía administrativa de los departamentos, El Estado no creaba las juntas para atender aspiracicnes regionales. De lo que se trataba era de reducir o suprimir la responsabilidad del poder central en el reparto de los fondos disponibles para la instrucción y la vialidad. To da la administración continuaba rígidamente centralizada. los departamentos no se les reconocía más independencia administrativa que la que se podría llamar la autonomía de su pobreza. Cada departamento debía conformarse, sin fastidio para el poder central, con las escuelas que le consintiese sostener y los caminos que lo autorizase a abrir o reparar el producto de algunos arbitrios. Las juntas departamentales no tenían más objeto que la división por departamentos del presupuesto de instrucción y de obras públicas.
La prueba de que esta fué la verdadera significación de las juntas departamentales nos la proporciona el proceso de su decaimiento y abolición. medida que la hacienda pública convaleció de las consecuencias de la guerra del 79, el poder central comenzó a reasumir las funciones encargadas a las juntas departamentales. El gobierno tomó integramente en sus manos la instrucción pública. La autoridad del poder central creció en proporción al desarrollo del presupuesto general de la república. Las entradas departamentales empezaron a representar muy poca cosa al lado de las entradas fiscales. I, como resultado de este desequilibrio, se fortaleció el centralismo. Las juntas departamentales reemplazadas por el poder central en las funciones que precariamente les habían sido confiadas, se atrofiaron progresivamente. Cuando ya no les quedaba sino una que otra atribución secundaria de revisión de los actos de los municipios y una que otra función burocrática en la administración departamental, se produjo su supresiór.
La reforma constitucional del 19 no pudo abstenerse de dar una satisfacción, formal al menos, al sentimiento regionalista. La más trascendente de sus medidas descentralizadoras la autonomía municipal. no ha sido todavía aplicada. Se ha incorporado en la constitución del Estado el principio de la autonomía municipal. Pero en el mecanismo y en la estructura del régimen local no se ha tocado nada. Por el contrario, se ha retrogradado. El gobierno nombra las municipalidades.
En cambio se ha querido experimentar, sin demora, el sistema de los congresos regionales. Estos parlamentos del norte, el centro y el sur, son una especie de hijuelas del parlamento nacional. Se incuban en el mismo período y en la misma atmósfera eleccionaria. Nacen de la misma matriz y en la misma fecha. Tienen una misión de legislación subsidiaria o adjetiva. Sus propios autores está ya seguramente convencidos de que no sirven para nada. Seis años de experiencia bastan para juzgarlos, en última instancia, como una parodia absurda de descentralización.
No hacía falta, en realidad, esta prueba para saber a qué atenerse respecto a su eficacia. La descentralización a que aspira el regionalismo no es legislativa sino administrativa. No se concibe la existencia de una dieta o parlamento regional sin un correspondiente órgano ejecutivo. Multiplicar las legislaturas no es descentralizar.
Los congresos regionales no han venido siquiera a descongestionar el congreso nacional. En las dos cámaras se sigue debatiendo menudos temas locales.
El problema, en suma, ha quedado íntegramente en pié.
CONCLUSIONES He examinado la teoría y la práctica del viejo regionalismo. Me toca formular mis puntos de vista sobre la descentralización y concretar los términos en que, a mi juicio, se plantea, para la nueva generación, este problema.
La primera cosa que conviene esclarecer es la solidaridad o el compromiso a que gradualmenle han llegado el gamonalismo regional y el régimen centralista. Ei gamonalismo pudo manifestarse más o menos federalista y anti centralista, mientras se elaboraba o maduraba esta solidaridad. Pero, desde que se ha convertido en el mejor instrumento, en el más eficaz agente de régimen centralista, ha renunciado a toda reinvindicación desagradable a sus aliados de la capital.
Cabe declarar liquidada la antigua oposición entre centralistas y federalistas de la clase dominante, oposición que, como he remarcado en el curso de mi estudio, no asumió nunca un carácter dramático. El antagonismo teórico se ha resuelto en un entendimiento práctico. Sólo los gamonales en disfavor ante el poder central se muestran propensos a una actitud regionalista que, por supuesto, están resueltos a abandonar apenas mejore su fortuna política.
No existe ya, en primer plano, un problema de forma de gobierno. Vivimos en una época en que la economía domina y absorve a la política de un modo demasiado evidente. En todos los pueblos del mundo, no se discute y revisa ya simplemente el mecanismo de la administración sino, capitalmente, las bases económicas del Estado.