AMAUTA 35 La estreché fuertemente contra mi pecho. Ella se apretó con ternura. Una lágrima ardiente se deslizó sobre mi mano. Despues, la brisa perfumada con olor de pinos y la noche tibia de ese fin de agosto envolvieron mi camino. tomé el camino de la casa de mi amiga. Una madre que, conducía a su hija se persignó y dijo. Que el Señor nos preserve del malvado. Durante toda aquella semana, no hubo allí seguramente, sobre el Bistritza, plutache mas feliz que Spilca. El logofat no había aparecido mas en el pueblo. Todas las tardes iba a pasar algunas horas con Sultana, y todas las tardes ella se separaba de mi diciéndome. Spilca, yo no creo en la felicidad que soñamos. El perro no nos la permitirá. yo pienso que una blasfemia debe pasar sobre mis hombres.
Yo la llevaba grabada en mis ojos, sumergía mis miradas en el azul límpido de sus pupilas brillantes, besaba su frente pura y partía. Permanece tranquila Sultana. Convenceremos a la tía para que nos siga lejos de aquí, al distrito de Sutcheava, donde está mi casa. Alla seremos felices.
Ella sonreía tristemente. Tu no conoces la atracción de los muertos a quiene se ha enterrado, sobre los vivos. La tía se dejará quemar viva antes que abandonar su cementerio.
El domingo de nuestros esponsales, el tabernero suprimió la hora. por temor de un escándalo. Yo fuí después del toque de vísperas a encontrar a los zingaros y decirles que estuvieran listos para la comida íntima que seguiría a la ceremonia del enlace por el sacerdote. Fuí acogido más bien amigablemente. Los jóvenes de la aldea bebían y hablaban sin animación. Una parte de ellos permaneció en reserva, pero otros vinieron a decirme en voz baja que toda la comunidad se regocijaba de la lección recibida por el perro. El te teme. Vosotros, plutaches y leñadores, sois una fuerte corporación de hombres libres, mientras que que nosotros somos siervos. Vuestra vida dura, salvaje, os pone al abrigo de la espoliación y del foete; nosotros. nosotros tenemos el cabestro al rededor del cuello. Si el logofat quiere darnos, por la primavera, una hectárea de tierra para nuestras sementeras, debemos considerarnos como felices, de otro modo, es necesario ir a hacer jornadas, y siempre a la casa de él. Por esto ningún habitante ha osado contrariarlo Nuestras más hermosas hijas pasan primero por sus manos. continuación es que nosotros las desposamos, a veces con el vientre repleto por él.
La noche, ante las dos mesas reunidas y cubiertas de un mantel deslumbrante, una decena de parientes y amigos, además del viejo sacerdote, tenían las lágrimas en los ojos cuando abrí la caja que encerraba mis presentes de boda.
La beteala. 3) una beteala, de treinta carretes, se deslizaba como un arroyo de fuego en torno del pequeño tesoro recibido en herencia de mi pobre madre y que se componìa de un par de aretes con diamantes, de dos anillos preciosos; de dos brazaletes incrustrados de rubíes y zafiros, y sobre todo, de la famosa salba (4. que contaba tres gruesos leftes, dos ducados imperiales austriacos, cuatros ducados venecianos, cuatro poli, seis libras turcas y diez galbeni.
Todos los asistentes se emocionaron, menos la tía, que pensaba en sus queridos muertos, y mi novia que no creía más que un sueño nuestra felicidad. Sultana, vestida de blanco, paseaba su mirada fija de la caja de regalos a mis ojos risueños, tal una paloma mal domesticada. Cada uno se esforzaba en cazar sus malos presentimientos. El sacerdote pronunció una ardiente plegaria y bendijo nuestra promesa de unión. la comida se bromeó. Los zingaros tocaron y dieron sus felicitaciones. La madrina obligó a Sultana a mostrar su dote. Ella lo hizo maquinalmente.
Mujeres alegres se arrojaron sobre los senduks: camisas de día y de noche bordadas, servilletas, fundas de almohada, sábanas, manteles, paños de manos, fueron sacadas y esparcidas en la habitación. Sultana tenía la bondad de sonreir de tiempo en tiempo.
Hacia media noche, al partir, pregunté a mi novia. Por qué, Sultana, todas estas ideas negras. Estas no son ideas negras, Spilca; yo sé que haré tu desgracia. La veo venir.
La segunda quincena de Setiembre advertía a los pobres que el invierno sería prematuro inclemente, cuando, por una tarde fría, lluviosa, llegué a una dependencia situada a diez kilómetros del pueblo de mi novia. Yo ardía por volverla a ver despues de una ausencia de seis días.
Estaba cargado de toda clase de compras en vista de la boda fijada para el primer domingo de Octubre. Durante el transcurso de este mes, Sultana no había cambiado de actitud. Prudencia, severidad, carencia de entusiasmo, frialdad casi, en todas sus acciones.
Si yo no hubiera estado cierto de su sinceridad y de su afecto, la habría acusado de indiferencia. Pero estaba seguro de que ella sufría. No quería intentar una sola palabra para decidir a la anciana a abandonar el país. Todos mis esfuerzos ante la tía fueron vanos; la infeliz obstinada no hablaba sino de sus muertos. Me resigné esperando el fin de sus días, que no debía estar muy lejano.
Un hecho que yo juzgaba regocijante era la desaparición del logofat. Desde el día en que había recibido el gope en el vientre, nadie lo había percibido. Se le decía enfermo. Algunos pretendían que el miedo le tenía alejado.
Sólo Sultana estaba convencida de que el perro urdía una venganza terrible. Recelo todo, pero no estoy cierta sino de la desgracia. Por cualquier lado que venga golpeará nuestra felicidad y en esto serás tu quién padecerá más.
Estas habían sido las palabras tras de las que me había separado de Sultana el domingo precedente. No debíamos volvernos a ver sino el sábado de la semana siguiente. Un grueso transporte de madera sobre el Bistritza, un arreglo de cuentas embrolladas al término de mi viaje, así como la compra de algunos artículos difíciles de encontrar, me obligaban a esta larga ausencia.
Ahora remontaba el país costeando el río. Tenía hambre.
Estaba fatigado. Dos cirios gigantescos, pesando ca da uno tres okas de cera y que debían estar encendidos en la ceremonia religiosa del matrimonio, me abrumaban sobre medida. Jamás las vigas que llevaba sobre mis hombros me habían pesado tanto. Es cierto que el cuidado para no romperlas tenía mi cha parte en mi fatiga. Aunque fuese poco superticioso, esta pesadez me ponía en sospecha. Me acordé de una creencia de mi madre: el cirio del casamiento que se hace pesado es signo de desgracia; aquel de los dos esposos que tenga su cirio más consumido, morirá primero. héme aquí presto a escuchar yo no se que voz interior.
Para detener esta onda de ideas negras, hice alto en esta aldea; tomar reposo, romper la corteza, distraerme un poco.
Justamente el tabernero me era conocido por su alegría. Vamos. Al diablo las superticiones!
Sí, al diablo! Solamente que ocurre a veces en la vida que lo que pasa en torno no está hecho para arrojarlas.
Abro la puerta de la taberna. Dentro seis aldeanos y el patrón. Los siete acallaron su conversación y se volvieron mudos desde que me percibieron. Sin embargo había escuchado a uno que decía. Pobre muchacho. Este es el de compadecer!
Deposité mi maleta, mis cirios y pregunte. Quien es de compadecer?
El tabernero se acerca, alegre. Buenas noches, Spilca. Como va. Bien, Lake. dije pero ¿quien es de compadecer. Bah! Una pequeña desgracia sucede a la comarca: la mujer de un cojane acaba de romperse la pierna.
Ahora es él quien debe hacer al trabajo de su mujer.
Pensé. humi ¿por qué los otros no agregan nada. por qué miran tan inusitadamente los cirios echados a lo largo de la mesa?