AMAUTA 29 L Días negros ié. lejanos de la vida sin un grito ni un gesto cómo nacen los odios Esperanza vencida estás tan lejos del destino!
Emoción de lo perdido tan lejana del tiempo Por el largo sendero de estos días el alma es un surco para los odios Me han negado la vida ¡qué cirios alumbraran cuando me dió mi madre!
No creo en tí LIBERTADORA MÀXIMA Tu quietud р п ѕ es un MITO en tanto hollar las sendas no he encontrado un árbol un río una cabana Pálida de hastío el alma anda sin ruido por la alcoba apagando las cirios En las tardes de sangre quise llenar de amor los horizontes Mi amigo se detuvo como si los pulmones se negaran a servirle. Aspiró grandes bocanadas del aire puro de la huerta. Se limpið la frente, y prosiguió. Mi madre no pudo resistir a su afrenta y murió a las pocas horas en una espantosa crisis de asco. Parecía querer vomitar las entrañas.
Mi padre, como si contuviera el corazón entre las manos, soportó su dolor en silencio. No lloró, siquiera, Pero los ojos se le hincharon, prontos a reventar en lágrimas, Durante el resto de la noche y el día siguiente, mientras se velaba a la muerta sin que el vecindario se hubiera percatado de toda la magnitud de la tragedia, mi padre, arrastrando sus muletas, iba de un lado para otro y daba órdenes a Tomás. El negro reía ferozmente.
Por más de dos horas se oyeron golpes de martillo.
Era Tomás (herrador en su juventud, cuando mi abuelo le tuvo en su hacienda de Tambo. que forjaba algo en el yunque del corral. Luego la casa volvió al silencio.
Mi padre, entretanto, limpió minuciosamente su revólver, ese magnífico. Lafouchaisse que usted examinaba hace un rato.
Después esperaron con una tranquilidad que daba frío. la misma hora de la víspera, regresó el teniente para repetir su hazaña; ignorante de la muerte de mi madre.
Al ruído de las pisadas en el patio, mi padre tuvo un acceso de alegría. demente.
El negro se colocó a un lado de la puerta, donde no fuera visto.
Mi padre esperó a pié firme en el fondo de la habitación, frente a la puerta.
Entró el teniente, ufano, victorioso.
pos de él, ordenanza, como su sombra.
Sin darles tiempo para nada, mi padre disparó con mano firme, segura, sobre el ordenanza. El bandido rodó por el suelo hecho un ovillo, con la frente partida en dos.
El teniente, cobarde, intentó escapar, pero el negro le cerró la retirada. El viejo esclavo recuperó por unos instantes todo el vigor de su mocedad. sus brazos, como una argolla de acero, sujetaron constrictores a Silva, que temblaba babeando de impotencia y terror.
Desde la época del famoso Dean Valdivia, gran amigo de mi abuelo, hay en casa un escondrijo subterráneo, absolutamente secreto, donde el cura revolucionario se refugió más de una vez para salvarse de sus perseguidores.
Es un escondite tan admirablemente construído, que ni hoy mismo es fácil descubrirlo. En él metieron, amorda zado, al teniente, poniendoſe al pescuezo un collar. El que forjó Tomás durante el día en el yunque del corral. Mataelo? No! decía mi padre. estas fieras no su les mata: se les guarda.
Luego arrojaron el cadáver del ordenanza a la acequia que pasa por la huerta, allí, atrás, lamiendo las raíces de la higuera. a poco la torrentera arrastraba un cuerpo informe, hinchado, remojado, podrido.
Tres veces de noche, por sorpresa, fuerzas chilenas de policía entraron en casa y buscaron por todos los rincones. Torturaron a mi padre. Al pobre Tomás le hicieron morir en el famoso cepo volador. con dos fusiles sobre la nuca. Los setenta años del negro no resis.
tieron más, y la espina dorsal se le quebró como vidrio.
Cansados de sus inútiles pesquisas, los chilenos acabaron por dejarnos en paz. Ei paradero del teniente Silva siguió siendo un misterio.
Pero al teniente Silva le tiene usted allí. mi amigo me señaló la perrera.
Luego, chasqueando los dedos, llamó. Aquí, teniente Silva!
En cuatro pies, babeando, con el uniforme de teniente de artillería del ejército de Chile, salió de la perrera, dócil a la voz del amo, un hombre que ya no era propiamente un hombre, de unos sesenta años, grueso, gruñendo, con un collar de hierro al cuello. Habría meneado la cola de haberla tenido.
Mi amigo me dijo.
Un día soltaron el ancla en el puerto brumoso la voz de un marinero se despidió del mar No era puerto de olvido.
más bien trataba de mirar todos los puertos a su playa llegaban visiones de proas en todos los mares PUERTO EXTRAÑO MUDO EXTATICO INFINITO Los barcos que te han hecho. guijarro de su ruta la han perdido y los hombres se avientan arenal, adentro lejos del mar los que vinieron de sus islas EMILIO ARMAZA. Mire cómo se ha vuelto manso el feroz artillero de 1882. El repasador de heridos de Miraflores y Chorrillos.
Mírelo cómo ha aprendido a lamerme los zapatos. Este idiota después de cuarenta años de cadena. interrumpiéndose bruscamente, me soltó a quema. rropa esta pregunta. Sabe usted a quién habría querido ponerle collar? en seguida, sin esperar que yo dijera nada, con voz pastosa y lenta se respondió a sí mismo. Lỳnch!
MIGUEL URQUIETA.
La Paz, 1926.