AMAUTA 28 LOS HORRORES DE LA GUERRA EL А О НЕ POR MIQUEL ANOEL URQUIETA PARA CARLOS OTERO. Qué hermoso ciruelo!
Tiene su historia. Cuando el mariscal Castilla abolió la esclavitud en el Perú, el negro Tomás, esclavo de mi abuelo, plantó este árbol para conmemorar su manumisión, aunque sin comprender lo que esta en realidad significaba.
Es el mejor que tengo en la huerta, y no parece sino que por su tronco corriera la sangre del esclavo en la más extrana de las palingenesias. Diríase que Tomás, al plantar el ciruelo, plantó también, para que en él floreciera más tarde, todo su sometimiento a mi familia, una sumisión que sería servil si no hubiese sido tan leal. Castilla, como Lincoln en los Estados Unidos, emancipó los cuerpos, pero no libertó los espíritus. los negros continuaron tan moralmente esclavos como antes, hasta el extremo de trasegar a las generaciones de hoy, en cruces tan múltiples como inverosímiles, ese agachamiento perruno del espíritu que está perpetuamente meneando la cola. Tomás fué más incondicional y más sumiso desde que supo que era libre y tenía los mismos derechos que los blancos. Parecía tenerle miedo a la libertad, un miedo supersticioso, y se aferraba desesperadamente a su servidumbre.
Mientras mi amigo me contaba la historia de su árbol favorito, yo advertí a poca distancia un macizo de yedra cubriendo, o disimulando, mas bien, una perrera de tamaño singular. Magnífico perro debe usted tener aquí, le dije.
Me miró. Se inmutó un instante. Yo añadi. Perro lobo. No me respondió apretando los dientes; es mapuche, raza excepcional de bestias feroces, pero que se amansan.
En los ojos de mi amigo brilló una lumbre negra, de odio, de rencor, como un relámpago negro. Pero nada más que como un relámpago. Recobró su calma habitual y me dijo, cogiéndome por un brazo. Voy a contarle algo realmente extraordinario. Venga y siéntese. una vez sentados bajo la fronda del ciruelo y frente al macizo de yedra que cubría a medias la perrera, comenzó. Herido en el desastre de San Francisco, mi padre se restableció rápidamente, más que por la relativa tevedad de la herida, por el ansia del desquite. La guerra estaba en todo su horror. El odio, el miedo, la barbarie, amasaban héroes. En la guerra se mata por terror a la muerte.
En Tarapacá, casi al finalizar el combate y pronunciarse la victoria en favor de los aliados, mi padre reci.
bió en la frente un casco de metralla que le llevó parte de las cejas y le levantó el cuero cabelludo como una gorra. Exánime, en tierra, estuvo a punto de ser repasado por el ayudante de aquel feroz Eleuterio Rodríguez que murió en la refriega como jefe del segundo regimiento de infantería chilena. Fué en los instantes en que en una lucha cuerpo a cuerpo, el sargento orureño Pascual Mérida se apoderaba del estandarte del regimiento. El ayudante Rodríguez se lanzò sobre el cuerpo inerte de mi padre. Pero un soldado boliviano del Loa. herido también, disparó desde el suelo. El ayudante cayó fulminado. Tuvo, empero, tiempo de partir de un sablazo el muslo derecho de mi padre.
Recogido por la ambulancia, hubo que amputarle la pieria desde la cadera. Mi padre sufrió lo indecible ante la perspectiva de permanecer inactivo, inútil, mientras los demás peruanos resistían al agresor. Recluído en su casa de Arequipa lloraba de coraje al leer los boletines de la guerra. Chorrillos, Miraflores, fueron para él puñaladas mortales. luego la entrada de los chilenos a Arequipa, sin resistencia, desvaneciendo una leyenda de bravura, lo abatió casi hasta la enajenación. Permanecía días enteros, sin moverse de la silla de brazos, cabizbajo, avergonzado, como si sobre él pesara todo el oprobio y el dolor de aquellos días. Mi madre, a su lado, con toda la abnegada lozania de su amor sólo llevaban cinco años de matrimonio. no lograba disipar la sombra que envolvía cada vez más densa el espíritu del pobre y querido mutilado. La cicatriz del casco de metralla, que le signaba la frente con una rúbrica de muerte, lívida, ancha, parecía ahondarse día a día, como queriendo echar afuera la tempestad de aquel cerebro.
Un domingo mi madre al salir de misa, tropezó con el teniente Silva, cuya fama había cundido rápidamente en Arequipa. Jefe de una batería, se había distinguido bombardeando las casas indefensas de Chorrillos. Al final de los combates era el que, capitaneando a unos cuantos foragidos, salía al repase. Había que verle con qué pericia hundía el sable en los vientres aún palpitantes de los heridos y se divertía vaciándoles los intestinos.
La belleza de mi madre, realzada por su dolor silencioso, no pudo pasar inadvertida. Mi madre era muy bella. Usted acaba de ver su retrato. Silva le escupió un requiebro soez. Le escupió, esta es la palabra. Mi madre, con la vista nublada, dando traspiés, en un vértigo de náusea y de terror, llegó a casa. pocos pasos la seguía Silva. Las miradas del bandido, sus piropos, parecían abofetear el rostro tan puro de mi madre. Haciendo un esfuerzo supremo de voluntad, se dominó para no amargar más la amargura dolorosa del inválido.
La tragedia se cernía ya sobre mi hogar. Se sentia viscoso, húmedo, sañudo, el frío de sus alas.
Ese día mi madre me tuvo más junto a sí, como si presintiese que iban a ser aquellas sus últimas caricias.
Cerrada ya la tarde, cuando el crepúsculo se ahogaba en las sombra nocturna, uno de esos crepúsculos arequipeños en que el cielo parece desangrarse por cien heridas, sentimos en el zaguán primero y después en el patio, pisadas de caballo.
Luego ruido de espuelas.
Segundos después, apareció en la puerta de la alcoba el teniente Silva. Tras él, como su sombra, su ordenanza, un foragido que le acompañaba en todas sus aven.
turas.
Mi padre, como si súbitamente sintiera renacer la fuerza de sus dos piernas, se alzó sobre la única que le quedaba e intentó avanzar sin buscar auxilio de sus muletas.
El teniente le dió un empellón y le arrojó por el suelo. Sobre el cayó, como una fiera, de un salto, el ordenanza. Le maniató y le dejó tendido.
Al ruido de la lucha acudió el negro Tomás. El ordenanza le recibió con un golpe en la cabeza. Luego le pateó en el suelo.
El camino estaba libre para el teniente. El ordenanza se cuadró militarmente, llevó la mano a la visera. y dijo. Listo, mi teniente. Pucha con los zambos!
Mi madre no vió nada. No pudo ver nada. Había perdido el conocimiento y era como una muerta.