AMAUTA 15 PILCA, L O NJE POR PANAIT ISTRATI Te paso la palabra, Spilca. Levanta el velo que te oculta a nuestros ojos, abre tu corazón con franqueza, cuéntanos tu vida, tus alegrías, tus sufrimientos, tus odios.
Spilca pareció cogido de improviso por la invitación de Floarea Codridor. Tuvo un estremecimiento comparable al choque que recibe el hombre púdico cuando oye una obscenidad. Sus ojos redondos, color de acero, soportaron serenamente las miradas que llegaban sobre él; pero esto no fué más que un instante, después tornó su cabeza hacia la entrada de la gruta en un movimiento de desdeñosa ansiedad. Largo rato su pensamiento escudriñó el afuera solitario y brumoso mientras que su busto cuadrado, vestido de andrajos monacales, parecía no respirar. Sus manos apoyadas en las rodillas no temblaban; piernas y pies groseramente martirizados y hundidos en un montón de obelé y opinci, estaban igualmente inmóviles. Spilca nos había abandonado su ser material. Solo su perfil musculoso, proporcionado a la barba rojiza bien peinada así como su cráneo descubierto, eran ricos de vida; solo su cabeza iluminada a medias traicionaba la lucha que se libraba en su alma.
Después, lentamente, presentó su semblante a la capitana. Los labios carncsos se movieron, pero estaban resecos; el gaznate turbado articuló alguna cosa incomprensible. Esta interrupción pareció vejar al monje haiduc. Humedeció dignamente su boca de saliva y habló con firmeza: Relato de Spiloa, el monje Antes de ser Spilca, el monje. he sido un valiente plutache (1) sobre el Bistritza (2. En aquella época mi cráneo no estaba calvo. Una hermosa kica rubia se derramaba por mis anchas espaldas que me han quedado aún.
No tenía barba. Mi semblante era el de un joven puro.
Mis ojos no tenían ninguna razón de cerrarse tristemente a la aparición de un recuerdo. Mis labios sabían reir sin temor. Era Spilca, el plutache.
Desde el lugar donde el Bistritza permite el lanzamiento de una balsa hasta su desembocadura, las orillas moldavias me eran tan familiares como mis dedos. Bistritza, la fiera, la salvaje princesa (3) encelada por el Pruth y el Sereth, era mi amante. Su lecho: una cuna inconstante llena de escollos. Sus playas: dos alfombras ondeantes, variadas, ricas en maravillas. El primer amante excitaba a la favorita, la hacía cortes en el cuerpo. Los segundos se aproximan a menudo amenazantes, la estrangulan, la estrechan, la arrancan gritos. Despues, los tres de común acuerdo la dejan. Entonces la más bella corriente del país moldavio, una de las más bellas del mundo, se despliega gozosamente, se mira en un cielo digno de ella, sonríe graciosamente a sus habitantes.
Spilca, el plutache intrépido vivía la vida de su favorita: cerrada, desgarrada, me defendía con ella en el vértigo de la corriente y dábamos juntos nuestros alaridos; libres, tranquilos, contemplábamos el firmamento azul, distendíamos nuestros miembros al sol y, por aquí y por allá, siguiendo nuestro destino, saboreábamos lo que pasaba en torno nuestro.
En torno nuestro: país bendito por el Señor, tierra prometida. Ante las gargantas abruptas y sombrías donde el pincel del crepúsculo remueve mil matices a la vista o el paisaje que se dilata en su decoración deslumbrante de luz, rico en praderas y en rebaños, saltando horizontes, colinas, florestas, el alma del plutache está siempre pronta a maravillarse. Es la alegría que se prueba cuando se desciende la corriente. Remontando el pais en compañía de los carreteros, mi corazón probaba otra, que no cedía en nada a la primera. El bosque era mío, el oro en mi bolsa, salud perfecta, necesidad de recorrer caminos, de beber, de comer, de dormir. Qué más necesita el hombre. Ah, mi pobre Spilca. Por qué no atenerse a esta felicidad?
No me he atenido. No he podido. No se puede.
Sobre las orillas del Bistritza cristalino había muchachas que lavaban telas de lino y cantaban a gritos amores probados y no probados. Había habido allí siempre muchachas que lavaban telas, pero no las había visto mas que con los ojos de un pilluelo inocente; eran seres humanos que llevaban faldas en lugar de pantalones. Eso era todo.
Ese fué todo durante largo años. Las llamaba durante el descenso tranquilo de la balsa. La mayor parte contestaban.
Otras quedaban taciturnas. yo pasaba. Un día no pasé más.
Tenía cerca de veinte y cinco años. Humor agradable.
Músculos y salud de jabalí. Porque vivía sobre el agua, bebía vino, comía dos okas de carne por día y removía los árboles gigantes. Mi nariz no soportaba ningún otro olor que el del bosque.
Un día una bandada de muchachas me llamaron de sorpresa. Me dije. Vamos, Spilca, veamos un poco más de cerca aque.
llas cosas. di un golpe de remo que envió a mi balsa a clavarse directamente en la orilla. Todas se escaparon llevando las telas de lana que lavaban, todas salvo una, alta como tres manzanas. Pero era una cosa tan nueva a mis ojos que no me saciaba de mirarla. Ella estaba erguida: las piernas desnudas, la falda corta, la camisa blanca que cerró con sus dos manos sobre el pecho, la cabeza rubia, pequeña, y los ojos azules, grandes, profundos, de pestañas vibrátiles como alas de mariposa, que fueron toda la cosa nueva de mi Sultana.
Ella me miraba sin temor, con honestidad, lo que me agradó, y dijo al instante. Tu no vienes para hacernos mal; eres de los nuestros. Haceros mal? Seguro que nó. Me habeis llamado y he venido.
Sultana sonrió. Ellas han gritado de ese modo, por bromear; se fastidian solas. Tu has gritado también. No, no he gritado, pero te conozco desde el verano último, y no pienso que seas malvado. Es por lo que me he quedado. Hay malvados aquí. Muchos, casi todos. Los mismos plutaches. menudo. Entonces me voy. Dime solamente tu nombre. Me llamo Sultana. Yo, Spilca. ¿por qué piensas Sultana que yo no soy malvado. Porque tu sigues siempre tu camino y no prestas atención a los gritos de las mujeres.
Esta respuesta de Sultana me agradó mucho. No dije nada más; volví al río y tomé la corriente mientras que ella me sonreía.
Tan luego como partí, ya no fuí más el mismo hombre.
No se es nunca el mismo desde el instante en que un pensamiento ocupa el espíritu. Mi vida era tranquila: un árbodonde no se movía una hoja. Ahora un viento intempestivo comenzaba a soplar. el aspecto del Bistritza cambió completamente: no veía el mundo mas que a través de una imagen. La belleza no perdió nada de su resplandor, pero tenía en la mirada una visión que no era la mía.
No sufría. No sé ahora mismo lo que es el mal de amor que atenaza el corazón. Amaba a Sultana como el nil ño ama un pajarillo en su jaula, dándole todo su pensamiento. Aquella cosa frágil, osando afrontar sola a un bruto