REPERTORIO AMERICANO 325 SID (Madera de Amighetti)
Conjuro Són de sones; sones de quijongo y tambores locos con parches de iguana verde. En el Rep. Amer. de guerreros, vieja casta, gruñe, vela: guapinol cedro y copal, embrujos de sol y luna: sangre de pava, leche de danta.
Golpear de carapachos de tortuga muerta en luna llena, y quijadas de lagarto.
Tlaloc Tlaloc, el ritual, Biriteca; guapinol cedro y copal: cmbrujos de sol y luna.
Tláloc Tláloc. clama Biriteca; angustia de milpa seca.
Salvador JIMENEZ CANOSSA.
Tláloc, llama Tláloc Biriteca; Costa Rica. Mayo 3, 1949.
Don Luis ORREGO LUCO Apuntaciones biográficas de su labor. su lado, en el frágil asiento de madera, un libro abierto muestra sus letras negras convidando a la lectura, mientras un poco más allá un plato ofrece sus naranjas doradas de azucarado perfume. El escritor, inclinada la cabeza, parece meditar. Piensa en las últimas páginas leídas, o construye un nuevo capítulo de su novela. Sería difícil averiguarlo. Como única respuesta a la muda interrogación, toma distraídamente una naranja, la monda con reposo, y saborea uno a uno sus lóbulos jugosos. su alrededor, la luz tamizada a través de los eucaliptus y las encinas lo inunda todo en verdosa claridad. Aperas turban la paz del solitario paseo algunos riños que juegan vigilados por sus ayas o algún carruaje de lujo que suele pasar al trote de sus troncos arrogantes, con tintineos de cadenillas y el sordo rumor de sus llantas engomadas; de sus mullidos asientos asoma la silueta de una mujer aristocrática y saluda al pasar con el gesto especialísimo que constituye como un privilegio de fracmasonería entre las gentes del gran mundo. El rostro de don Luis se anima súbitamente, sonríe y contesta. Luego vuelve a su actitud de reposo y meditación. Habita dice, narrando su visita al maestro una antigua casa en calle solitaria y asolcada. El Santa Luci monumento que elevara la fantasía de su propio suegro, el inolvidable don Benjamín sírveles como de baluarte a la ola rugiente de la ciudad que bulle un poco más allá. La maciza puerta ostenta un pesado aldabón de piedra, testimonio de vetustez innecesario junto al botón que a su lado habla de los modernos progresos de la electricidad, pero que el escritor, enamorado de todo lo antiguo, ha querido sin duda conservar como un detalle artístico. Al abrirse la mampara aparece el ancho zaguán, y el jardín, al fondo, rodeado de corredores con pilares, ni nás ni menos que las mansiones del tiempo colonial. Sensación de reposo, de tranquilidad.
Solamente el sol habla en el silencio de la tarde invernal que recuerda, por su tibieza, una cálida siesta de estío. Se creyera oir en el aire el zumbar perezoso de un panal de abejas.
Pero no; es el golpeteo lejano de una máquina de escribir. El maestro labora con febrilidad, en el silencio de su mansión señorial, sentado ante su Underwood, último modelo norteamericano. Exquisito en su amabilidad, don Luis Orrego Luco es el tipo del caballero culto, sencillo y hospitalario, de que hablan las crónicas al recordar a don Isidoro Errázuriz o a don Vicente Grez. Recibe como un gran señor y pone en su sonrisa la simpática y sencilla expresión de bienvenida que acorta las distancias y hace olvidar las asperezas de una primera visita. Mis primeras palabras son de admiración para las preciosidades de museo que adornan las paredes de su sala de trabajo. Viejos escudos de hierro incrustados de plata, dagas moriscas, espadones de la vieja Alemania, ricas casullas bordadas de oro, agimeces de forma voluptuosa y llena de misterio, lámparas de aceite talladas en plata, cajuelas de la colonia esculpidas como encajes a punta de cuchillo, viejos sillones de cuero, peinetas de carey afiligranado y, esparcidos por aquí y allá, ricos cuadros de autores nacionales y extranjeros, todo ello en un arreglo tan armonioso que por si solo constituye una obra de arte y predispone el espíritu en forma agradable.
El escritor recorre la casa del escritor; aquí Por ORREGO VICUÑA Véanse las entregas anteriores)
XVI VILLAVICENCIO 361 En la vieja casona de Villavicencio, a donde se trasladara su suegra en el peregrinaje a que vientos adversos la obligaron, fué hacerle compañía con su mujer y los hijos mayores, uno de los cuales se hallaba en la cuna. Eran días de juventud y todo sonreía. Había sol en los patios y en las almas. Doña Victoria Sabercaseaux, en los ocios de su inmensa actividad benéfica y patriótica, había plantado eucaliptus, palmeras, magnolios y camelias; María, la compañera en que el ingenio, la belleza y la gracia se combinaran en prodigiosa perfección, dió vida a los naranjos y a la Flor de la Pluma. en el hogar fué la primavera.
Ahí, en el mismo escritorio donde Benjamin Vicuña Subercaseaux compuso sus estudios sociológicos, sus admirables ensayos históricos y literarios, el novelista crearía lo más de su ciclo, con excepción de Un Idilio Nueco, que data de los tiempos del Camino de Cintura. Había inspiración en el ambiente, había calor en las almas, había luz matinal en las pupilas encendidas. Era el tiempo hermoso de la primavera.
El artista fué poblando la casona con obras de arte. Telas de grandes maestros llenaron los salones. Entre las armas de la sala de trabajo, junto a la biblioteca, brilló la espada de Francisco Pizarro. En el pórtico de estrada, una Venus, traída de Italia presidía: artistas del Renacimiento la esculpieron.
En los antiguos corredores aromados crecieron los hijos: infancia, niñez de principes, leve toque de sol en el minuto de la vida. Allí racieron los dos menores.
Después del sol, tinieblas. El hogar vió la agonía de Benjamín, el primogénito, amado por los dioses, y años más tarde la sociedad de Santiago, con movida, desfiló ante el féretro de doña María Vicuña Subercaseaux, tipo y ejemplo perenne de las madres chilenas, para esta y todas las generaciones.
Un día, en la plenitud, fué a visitarlo Fernando Santiván, director de Pluma y Lápiz. En mis recuerdos escribió el insigne escritor en la mejor entrevista entre las muchas que le hicieran veo siempre a don Luis Orrego Luco unido a los días más esplendorosos de primavera, a esas mañanas en que el sol triunfa volatilizando los perfumes de las plantas hasta hacer la atmósfera pesada y enervadora. es que siempre que sonríe el buen tiempo, no deja nunca de hacer su visita matinal al Cerro Santa Lucía. Allí solía encontrarlo. Bajo una glorieta enredada de jazmines, o junto a un muro de piedra por la cual suben las rosas diminutas o la yedra austera y exuberante, nuestro novelista va a descansar de las fatigas Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica