304 REPERTORIO AMERICANO AHORRAR es condición sine qua non de una vida disciplinada DISCIPLINA es la más firme base del buen éxito LA SECCION DE AHORROS del BANCO ANGLO COSTARRICENSE o la simpatía son los trajes de lujo que visten los seres cuando sienten amor. La Naturaleza ignora la moral, pero es sabia en amor. No se recorrían esos caseríos de Santa Helena y San Antonio de Pajonales, callejones, cañadas, lomas y potreros sin que al punto despertaran en los viejos habitantes recuerdos del idilio de Isaacs. En esa chagrita, decían, viven los hijos de Tiburcio y Salomé; el joven que caracolea y quebranta ese potro cerril es nieto de Braulio y de Tránsito, y el de la castruera es su hermano; aquel es el ranchito de ñor Manuel Cabrera, de los antiguos peones de El Paraíso.
Dueños de haciendas colindantes con la de Zabaletas. o muy cercanas a ella, eran don Darío Tenorio, don Juan Morcillo, don Torcuato Reyes, don Vicente Hurtado, todos de setenta a ochenta y noventa años, amigos o compadres de don Jorge Enrique Isaacs y de su hijo Jorge, de los que contaban interesantes anécdotas, frescas en mi memoria. Sólo el que como yo vivió y amó donde vivió y amo el poeta puede apreciar, en todo su valor, la obra inmortal, como sólo los griegos antiguos pudieron saborear las mieles de belleza de los poemas homéricos. es porque nunca podrá comprenderse mejor a un gran poeta que visitando la tierra donde nació, paseando por los campos y florestas que inmortalizó en sus pinturas, viviendo con ias gentes y los ríos que cantó en sus idilios. Así lo sintió Goethe. Wer den Ditcher Will Verstchen Muss in Dichters Lande Gehen. El que quiera entender al poeta debe acudir a la tierra del poeta.
El busto de Jorge Isaacs que se inaugurará en el Parque del Centenario es, pues, el óbolo de gratitud con que yo pago el sentimiento de belleza que su genio imprimió en mi alma juvenil, los recuerdos adorables del idilio inmortal, saboreado en su mismo escenario, y que desde la más tierna edad me impregnaron de su inextinguible car. dor y ternura. Esos recuerdos han encantado y endulzado toda mi vida. el más antiguo del país)
está a la orden para que usted realice este sano propósito AHORRAR go como un imán para seducir a las mujeres y amilanar a los hombres.
Un día estábamos en el corral de los samanes mirando el rodeo de unos cuarenta potros casi salvajes que acababan de traer de Llano Arriba. cuando llegó corriendo un muchacho de la hacienda y con dificultad, por lo asustado, dijo: Leonidas Conde, es Leonidas Conde. Todos salimos al corredor delantero donde, jinete en un soberbio potro charolado, esperaba un hombre de zamarros de cuero de león, un lindo rejo de enlazar colgante de la silla y un fuetecito palmirano: joven, delgado, blanco, barba y cabellos negros, ojos relumbrones y con un aire entre arriscado y altanero. Habló probablemente de negocios de campo y de potros bozales para amansar. No se desmontó y, al despedirse quebrantó de ambos lados el potro, apenas lo rozó con el fuete y el animal dió varios saltos, mortales para otro que no fuera Leonidas Conde. Vencido al fin, después de los más forzados caracoleos y de pararse tres veces en las patas, temblaba el hatiqueño, sudoroso, jadeante y piafante como si sintiera en carne viva la crueldad con que, ante nosotros, lo humillaba su terrible domador. Era de los nacidos en las dehesas potriles del Valle, los más renombrados, los que, furiosamente rijosos, con sus carreras atropelladas y sus relinchos hacían retumbar los llanos de El Hatico y de El Albion.
En enero de 1944, encontrándome de paseo en La Selva. colindante con la antigua hacienda de Zabaletas. a donde voy todos los años a bañarme en sus aguas transparentes, disfrutando de la hospitalidad de mi viejo amigo Asnoraldo Tenorio, fuí con él a visitar a Leonidas Conde en su finca, también colindante con aquella hacienda. Después de admirar en los corredores y en la sala pieles de leones y de tigres, Felis leo, Felis tigris, trofeos del cazador, amo de la casa, fuimos a buscarlo al cacaotal, donde dormía la siesta.
Era el mismo: alto, delgado, ágil, ojos aun vivos, pero ya embe jucado centauro de otros tiempos. Conocí mucho, dijo, a su abuelo don José María, y después a su tio don Napoleón, dueños que fueron de la gran hacienda de Zabaletas. hoy muy reducida, y también conoci al autor de La María cuando fué dueño de Guayabonegro. Cuénteme, don Leonidas, cómo fué aquel encuentro suyo con un enorme tigre que merodeaba por estos contornos, de que oſ hablar cuando yo venía en vacaciones escolares a la hacienda. Pues no, señor, eso no fué nada, contestó el interpelado. Después he tenido agarrones con fieras más acuerpadas que ese tigrecito. No es cierto, como se dijo entonces, que la fiera me atacara; fui yo el que se abalanzó contra ella. Déjen me solo, les dije a mis muchachos apenas sentí pisadas de animal grande; el tigre que se acercaba por el matorral, donde le habíamos puesto como cebo un marranito. La noche estaba linda. Le disparé con mi revólver el cilindro, que conservo, lo heri en la paleta, voló sobre mí, escapé el golpe y le ajusté un bárbaro peinillazo en la cabeza que lo dejó tambaleando y rugiendo espantosamente. Luego llegaron los muchachos y los perros y acabaron con él. Pero no crea usted que salí del todo ileso, porque el animal casi me arranca este cuadril. Mire, entre otras, esa cicatriz. No se desvista, don Leonidas, doy por visto el rasguño.
En aquella región, y en aquel tiempo que me place recordar, prevalecían aún los instintos primitivos del hombre. Eran admirados y temidos por su fuerza corporal, arrojo, valentía y arrogancia Leonidas Conde y Abel Arias, siempre jinetes en briosísimos potros y al cinto la reluciente, angosta y larga peinilla para defender su fama de guapos y perdonavidas. De ellos se contaban inauditas hazañas de uno contra cinco y hasta contra diez, y cuerpo a cuerpo. Esos hombres, en realidad eran buenos, generosos, trabajadores, pero la imaginación popular siempre creadora de mitos, exageraba sus extraordinarias virtudes masculinas, porque la verdad es que ambos, Conde y Arias, eran gallardos ejemplares humanos: altos, calaveras, valientes hasta la temeridad, y con al Tampoco es cierto, continuó don Leonidas, que yo haya matado a nadie. El que me la hizo me la pago. Yo apalié a muchos, corté a algunos en desafíos a peinilla limpia, quiza invalidé a tal cual, pero no debo ningún muerto, a no ser los que até cuando, en la pasada guerra, un batallón del gobierno me atacó en mi finca y yo me defendí en el guadual con veinticinco de mis muchachos. El batallón salió en fuga. No perdimos un tiro!
De regreso a la casa de la finca, nos esperaba un grupo de lindas jóvenes y de garridos muchachos entre doce y veinte años. Todos son hijos de Leonidas, observó mi compañero. No puede ser, le contesté. hay menores, concluyó Arnoraldo. Ya en el comedor, ante un sabrosísimo chuyaco de badea, guanábana, piña, lulos, la mayor y también la más bonita de las muchachas, que se sentó a mi lado, hablando para todos, se expresó así. Cómo le parece, dos Ismael, que mi papá estas horas tan avanzadas de su vida está convencido de que todavía hay por aquí montaña, montes tupidos, pajonales intrincados, y casi todos los días madruga y, con su carabina, escopeta, peinilla y lanza, se va a cazar tigres, leones y panteras, cuando por estos lados no se ven ya sino arrozales y cañas; se acabaron los pozos para nadar en el Zabaletas y hasta las aves y pájaros se fueron. Lleva fiambre y a veces regresa al anochecer. Al día siguiente se levanta cansadísimo de los agarrones que, según él, tuvo con las fieras, y entonces se va al cacaotal a acostarse y a dormir en la hojarasca, siempre cerca del río, donde usted lo encontro, porque dice que por allí pueden bajar venados, dantas o alguna guagua. lo peor es que cuando hay luna se va por las lomas y cañadas, también a atisbar leones y tigres, porque dice que a esa hora salen a hacer presa y, si se le contraría, se encoleriza. Qué día vino el joven mayordomo de La Palma en un potro cerrero, de primera ensillada, y tremendamente avisporeado, y apenas lo vió mi papá le dijo, en tono alto muy disgustado: Usted no tiene cara de bailar con quimbas; aquí el único amansador de potros soy yo: bájese y le enseño. nada que le pinte, don Ismael, en las que nos viLe vendemos un piano STEINWAY Magnífico estado Excelentes voces Arpa de acero Precio: 500 Está a sus órdenes en la oficina del Repertorio Americano Teléfono: 3754 50 vrs, al del Teatro Nacional. Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica