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248 REPERTORIO AMERICANO SAN MARTÍN, campeón de la libertad (En La Prensa. Buenos Aires, 16 de agosto de 1948)
José de San Martín Ha podido decirse con exactitud, de nuestro San Martín, que soldado en España o en América, fué siempre un abnegado luchador por la libertad. La afirmación resultaría contradicha, si nos limitáramos a oponerle la realidad de diferencias formales entre la monarquía peninsular de fines del siglo XVIII y principios del XIX, y el claro sentido democrático de los movimientos revolucionarios en el Nuevo Continente.
Poco, sin embargo, se requiere profundizar cuando se estudia su pasado, para advertir que aquella monarquía absoluta no fué, en ningún momento, exponente cabal del espíritu del pueblo ibérico, de legendaria altivez, erguido muchas veces ante la autoridad real en presencia de sus abusos, siempre celoso defensor de los derechos individuales, de los fueros de sus municipios y de las atribuciones de sus Cortes. Su lucha casi milenaria por la reconquista de la soberanía, le había obligado a unificar el comando y a reconocerle poderes extraordinarios, que del orden militar hubieron de prolongarse, más tarde, al orden político; y de ahí vino la consolidación del absolutismo, pero sin que se extinguiera en las almas ninguna de las virtudes que definen, en lo esencial, el carácter noble y recio de aquella estirpe.
La historia española es, con prescindencia de sus guerras internacionales, de la grandeza y decadencia de su imperio colonial, la de una sucesión constante de luchas internas por la libertad. Se recuerdan desde tiempos muy lejanos; nos hablan de ellas, en la antigüedad, Sagunto y Numancia, resistiendo hasta el último hombre a la dominación de Aníbal y de Escipión; el sacrificio de Padilla, Bravo y Maldonado, después de Villalar, a comienzos de la edad moderna; el de Rafael Riego y Núñez y de José María Torrijos, ya en la era contemporánea. entre uno y otro de aquellos episodios culminantes, un movimiento casi ininterrumpido de opinión, ora circunscripto a una ciudad o provincia, bien generalizado en todo el país, es siempre revelador de una conciencia cívica despierta, que se manifiesta en íntimos anhelos de dignificación social y política.
No hay en la antología nacional nada que evoque expresiones favorables al poder omnímodo de los reyes; los cantos populares, los himnos patrióticos, no se compusieron para celebrarlo, y entre los segundos, el que acaso alcanzó más difusión y las multitudes entonaron con mayor entusiasmo, contiene en la letra de sus marciales estrofas, el mismo y triple grito sagrado de la canción argentina.
De extrañar habría sido que en el ejército español, jefes, oficiales, y tropa, aparecieran sin excepción alguna, subordinados en sus ideas y aspiraciones al interés primordial de sostener un régimen de gobierno a tal grado en desacuerdo con sentimientos públicos de tradicional arraigo y fortalecidos en la adversidad, como ocurre cada vez que la presión del yugo llega a extremos de provocar violentos estallidos. Esa era la situación española durante la primera década de la centuria pasada. Invadido el suelo patrio por las huestes napoleónicas, el pueblo en armas se unió a sus militares para resistirlas, primero, y expulsarlas, después. Estaba en peligro la existencia misma de la nación y ante el enemigo común, todos aparecerían unidos y solidarios.
Pero en la brava lucha por la independencia, no todos habían de pensar que su reconquista hubiese de tener por único fin el de instalar de nuevo en el trono al monarca que abdicara sin dignidad en Bayona, para que volviera a ocuparlo con la suma de autoridad que lo hacía árbitro supremo de los destinos nacionales y de la vida y hacienda de sus súbditos.
La Constitución sancionada por las Cortes de Cádiz para evitar la recaída del país en la sumisión del vasallaje, interpretó el consenso de la inmensa mayoría popular e incorporó al sistema de gobierno los principios que en Gran Bretaña formaban la base de su organización institucional, en los Estados Unidos la de una república democrática, y que en Francia habían de servir, después de la crisis de aquellos años, tantas veces cuantas fuere preciso, para hacer frustrar los planes reaccionarios empeñados en destruir la obra inmortal de 1789.
San Martín fué entre los militares, sin duda alguna, de los que creían llegado el momento de concluir con las prácticas ya extemporáneas por entonces, de los regímenes excluyentes de la representación del pueblo en las entidades de gobierno encargadas de dictar la ley y de administrar sus intereses. Nos lo demuestran sus conceptos reiteradamente expuestos cuando tuvo la responsabilidad del mando, al señalar los deberes del soldado para con la patria y sus conciudadanos. No debió hacerse ilusiones sobre los efectos inmediatos de la derrota francesa, con la vuelta de Fernando VII. Para el déspota conocido, habría de ser indispensable que su ejército descendiera desde la eminencia de sus victorias por la libertad, a la categoría inferior e ignominiosa del esbirro. sin esperar las comprobaciones de una triste experiencia que no tardo, como es sabido, en confirmar sus vehementes sospechas, tomó resuelto y esperanzado, el camino de ultramar, en busca de escenarios más propicios para la causa humanitaria y civilizadora por la que se disponía a continuar bregando con inquebrantable firmeza. Era en la tierra natal donde el vuelo de su genio guerrero y político cobraría altura, y prolongándose en extensión, abrazaría el panorama inmenso de las llanuras y las altas cumbres, desde uno a otro océano, desde las zonas más australes del continente colonizado hasta las regiones tórricas del Ecuador, para redimir pueblos, promover y presenciar la declaración de su independencia, y dejar a su voluntad la elección de sus gobiernos. y después de diez años de revolución y de guerras. dar por terminada la misión que le señalara el destino, con el sublime y portentoso renunciamiento de Guayaquil.
Alentado por la fe en los grandes ideales del espíritu, organizó y comandó ejércitos; a su frente traspuso las más elevadas cordilletas y remontó las corrientes procelosas del mar, de triunfo en triunfo, hasta la toma simbólica del estandarte de Pizarro en el centro más poderoso de la dominación colonial. Allí pudo decir, como admirable síntesis del plan largamente acariciado y magníficamente cumplido: El Perú es desde este momento libre e independiente por la voluntad de los pueblos y la justicia de su causa, que Dios defiende.
Nada había debilitado hasta entonces la estrecha y honrosa hermandad de las armas, que hizo posible poner término feliz a la brega emancipadora. Ahí residía el secreto del poder y de la fuerza de la República que dijo Mitre San Martín nos reveló; y gracias a ello las banderas argentinas pasearon en trianfo la América del Sur, y salvando con nuestros sacrificios a medio mundo, nos salvamos a nosotros mismos. Nos salvamos, sí, de la dominación extraña, pero no del furor de las pasiones exaltadas que más tarde y por tantos años, al romper aquella unión sagrada, nos sumió en las sombras de la anarquía y concluyó por entregar la Nación, abatida e inerme, a mercer de sanguinarias dictaduras. El héroe voluntariamente expatriado, que movido por generoso impulso llegara en 1812 a pedir un puesto en las filas de los que iban a combatir por la libertad, no habría de volver al teatro de su proezas, porque no quería verse expuesto a las solicitaciones de bandos enardecidos por la violencia de una lucha sin cuartel y sin aquellos objetivos superiores que permiten confiar en la clemencia del vencedor y el humanitario olvido de los recíprocos agravios. Desgraciadamente le escribía a Las Heras en 1845 tra Patria no presenta ninguna garantía de orden ni tranquilidad para ir a establecerse en ella, y creo que por un tiempo indefinido no tendremos esa satisfacción.
Largos días de silenciosa concentración y nostalgia, entristecieron la vejez del prócer.
Más de tres lustros pasaron antes de que pudieran cumplirse los deseos testamentarios de que su corazón se conservara en Buenos Aires.
Fué el presidente Avellaneda quien invitó a sus conciudadanos, en el 590 aniversario de Maipo, a recoger con espíritu piadoso y fraternal el santo legado. su iniciativa, recaudáronse fondos destinados a promover la traslación de los restos de Don José de San Martín, para encarcelarlos dentro de un monunues(Concluye en la pág 252. Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica