182 REPERTORIO AMERICANO Enterose, en efecto, de que los curas comenzaban a implantar en el Perú la costumbre de exigir dos medidas de trigo por una absolución pasadera, y cinco por una de primera clase; y parece que el hecho hubo de indignarle.
Trémulo de una santa ira, ordenó con voz tonante a su secretario que le trajese recado de escribir, anunciando que se disponía a lanzar un aplastante mensaje al clero de su diocesis. Pero he aquí que no quedaba una sola gota de tinta en el tintero, ni la había en ningún rincón del palacio arzobispal. Este estado de cosas, en su propia sede doméstica.
causó tal impresión en el bondadoso prelado.
que hubo de caer enfermo, a causa de los diferentes furores combinados, aprendiendo así a precaverse, de allí en adelante, contra todas las posibles indignaciones.
José Hernández Vásquez: un hombre (En el Rep. Amer. deaban, surgía la mirada de dos ojos negros, que delataban la inquietud, la benevolencia y el ingenio. Una alma curiosa y ávida se hallaba aprisionada en toda aquella grasa, pero a fuerza de no negarse jamás un faisán o una oca, ni su diario cortejo de vinos romanos, él mismo había venido a ser su despiadado carcelero. Como, a pesar de todo, era sinceramente devoto, y con tanto amor a su cateJral como a su ministerio, algunos días no podía menos de considerar su obesidad con tristeza; pero el dolor del remordimiento era sin duda menos punzante que el del desayuno, y pronto se le encontraba meditando sobre los secretos mensajes que un cierto asado envía a la cierta ensalada que ha de sucederle. Por otra parte, para castigarse a sí mismo y como penitencia de aquella gula inveterada, imponíase una vida ejemplar en todos los demás respectos.
El arzobispo había leído toda la literatura de la antigüedad y olvidado luego todo lo que a ella se refería, fuera de un aroma general de encanto y de desilusión. Igualmente, había sido muy docto en materia de concilios y Padres de la Iglesia, pero ya nada recordaba de ello, excepto una vaga impresión de querellas y discusiones que nada tenían que ver con el Perú. Del mismo modo, había leído todas las obras maestras italianas y francesas de la literatura libertina, pero éstas, a diferencia de aquéllas, eran releídas asiduamente; y aun en medio de los tormentos del mal de piedra (felizmente diluída por el agua de un manantial de Santa María de Cluxambuca. nada alcanzaba a encontrar más reconfortante que las historietas de Brantóme y del divino Aretino.
Su Ilustrísima sabía que todos los curas del Perú eran unos pillos; y sólo su delicada educación epicárea le impedia el proceder contra ellos, viéndose obligado a repetirse una y otra vez sus principios fundamentales: que la injusticia como el infortunio son males inevitables en este mundo; que la teoría del progreso es una ilusión; y que los pobres, no habiendo conocido nunca la felicidad, son insensibles a la desgracia. Como todos los ricos, no lograba convencerse de que los pobres (ived sus casas, ved sus vestiduras. pudie.
sen sufrir realmente. Como todos los hombres cultos, creía que solamente de los muy leídos podía decirse que se daban cuenta positiva de su infortunio.
Sin embargo, una vez que atrajeron su atención sobre iniquidades cometidas en su diócesis, parece que estuvo a punto de hacer algo.
Hacía yo mis primeras armas en la carrera judicial, como Alcalde del cantón de Mora, en Villa Colón. Un día lo trajeron detenido a mi oficina unos guardas fiscales. Recibí la denuncia que contra él hacían. Manifestaron ba ber aprehendido en un terrenito de propiedad de Hernández, en diversos lugares del mismo y de la choza en que vivía, una lata de gasolina vacía, una tapa de madera y un calabazo o huacal con un agujero. Los guardas, con lujo de detalles, hicieron encajar la tapa en la lata de gasolina y sobre dicha tapa montaron el buacal, al par que me explicaban que en el agujero del mismo podía insertarse una culebrina. con lo cual quedaría debidamente montado un alambique o fábrica rudimentaria de aguardiente clandestino. Seguidamente me entregaron a Hernández para que lo interrogara. Me fijé entonces en él. Era un indio puro, alto y huesudo, con dos asomos de bigote en las comisuras de los labios. Durante el intrrogatorio a que lo sometí, se mostró sereno y explicó que la lata de gasolina era suya y la utilizaba para cocinar guineos (efectivamente se encontraba casi totalmente chamuscada. que el buacal lo había encontrado en su terreno y lo había llevado a su rancho sin saber exactamente qué pensaba hacer con él y, en cuanto a la tapa de madera, que era simplemente la tapa de la lata en cuestión. Todo esto parecía tan claro y sencillo como el hombre que yo tenía enfrente. Podía ser efectivamente así. y podía ser también lo que los guardas fiscales deducían. Lo cierto es que en los delitos contra el Fisco, como el que se le imputaba a Hernández, no existe la posibilidad de obtener excarcelación antes de la sentencia y lo que procedía era remitir al indiciado junto con las pruebas a la Penitenciaría de San José y mantenerlo ahí a la orden del Juez Penal de Hacienda, con lo cual terminaba mi intervención en el asunto. Pero Hernández empezó entonces a hablarme de su vida, a referirme cómo trabajaba él solo en ese terrenito de la montaña, que constituía todo su haber. Cómo había sembrado su maíz y no te.
nía a nadie que se lo recogiera, por lo cual, si era enviado inmediatamente a la cárcel, perdería el fruto de todo su trabajo. Ya tenia yo tiempo suficiente de trabajar en esas regiones para comprender lo que significaban las palabras de este indio. Ya había podido yo darme cuenta de la vida de estos campesinos re signados que luchan a brazo partido contra la adversidad, bajo las inclemencias del tiempo, sin otra perspectiva que la diaria subsistencia.
De muy lejos habían traído a Hernández: de allá, donde su lucha era un jalón humano plantado en el monte. Me era fácil imaginar su figura larga y en juta, destacándose erguida contra los troncos de los árboles, activa y si lenciosa. Allá estaba su mundo su mundo ancho y verde, lleno de soledad y de trabajo, lleno también de libertad y de grandeza. Aquí unos funcionarios huraños, metidos en un cuarto estrecho y sofocante, cuajado de papeles, los cuales se interponían en su vida como una pesadilla incomprensible. Sus ojos, llenos de horizontes inmensos, tenían que entrecerrarse para mirarnos. había en ellos hambre de echar a correr para no vernos, como se ol.
vida un mal sueño para volver a vivir! sin embargo, todo esto era absurdo desde el punto de vista legal. Qué tenía que ver mi sentimentalismo con las leyes y con mi obligación de cumplirlas, como funcionario judicial que era? Pero empezó a crecer en mí un gran an helo de poner a prueba la sinceridad de aquel hombre, aun a costa de mi prestigio personal.
Se me adentraba cada vez más la idea de pac tar con él. Súbitamente empecé a hablar, quizá sin que yo mismo me diera cuenta del mo mento en que lo hice: le propuse dejarlo ir a su rincón de la montaña, para que recogie ra su maíz y pusiera en orden sus cosas, con la condición de que había de volver el lunes siguiente a entregarse a la autoridad (era un viernes. Recuerdo perfectamente la mirada de asombro que desde su escritorio me dirigió el Secretario de la Alcaldía, magnífico funcionario y amigo leal de mi vida de entonces.
Yo mismo sentía que, como Alcalde, me estaba comportando en una forma ridícula y estaba seguro de que así lo pensarían mis superiores si se enteraban de ello. Si Hernández se fugaba, valido del permiso que yo le concedía. cómo iba yo a explicar satisfactoriamente mi actitud? Pero yo sentía profundamente la necesidad de confiar en él, quería saber si todavía había algún motivo para conservar la fe en el género humano, esa fe que más de una vez había sentido flaquear dentro de mí. insisti en mi oferta, eso sí con la advertencia de que si no se entregaba en el tiempo prometido, sería perseguido por toda la República. Bien sa bía yo lo poco efectiva que sería la tal persecusión para un indio refugiado en sus montañas, pero era mi miedo el que trataba de despertar John Keith Co.
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