REPERTORIO AMERICANO 73 Mis recuerdos de Urbina por JESUS ZAVALA (En el Rep. Amer. su pequeña estatura, su amplio sombrero de negras alas, su sonrisa de niño y su imprecindible bastón, el inolvidable Viejecito. que destilaba bondad y ternura y que acababa de retornar de tierras españolas. Abrazos, sonrisas, exalamaciones, festejaron la súbita aparición del poeta y denotaron al afecto y la admiración que siempre inspiró. Quietud y silencio se engarzaroa a la fuente lírica de su conversación. Er largo lo que tenia que contar. Había viajado y había vivido mucho. Al salir de la redacción, nos dirigimos al bar más cercano donde, en torno de una amplia mesa redonda, vimos temblar el oro viejo del cognac en pequeñas e irisadas copas y apuramos el paradisíaco zumo de las vides, al influjo de la charla exquisita y jovial del Viejecito. Todos a un tiempo, presas del júbilo más desbordante, levantamos la copa y brindamos por él. desde aquel instante en que por segunda vez seni resbalar mi mano entre la suya de seda, fué todo a un tiempo para mí: poeta, mentor, amigo y camarada.
El amado e inolvidable viejecito Luis Ur.
bina, en el café de la Plaza de Santa Ana, de Madrid. Dibujo de Ernesto García Cabral)
Cortesía de Jesús Zavala.
Preludio. Era muy niño aún cuando principié a deleitarme con sus versos. Con qué fruición, con qué inefable encantamiento los recitaba en alta voz. cómo me subyugaba el opalo alucinante de su prosa!
Años más tarde, en mis mocedades estudiantiles, no obstante mi pobreza, en numerosas ocasiones preferí adquirir El Mundo Ilustrado. sólo por leer las crónicas de Urbina, a vantar.
Díaz Mirón, Othon, Urbina. Cómo se me llenaba la boca de sal al pronunciar sus nombres! ¡cómo les imaginaba! No eran hombres, sino superhombres.
Encuentro. Desde niño soñé conocer la ca.
pital de la República. La palabra México halábase revestida, para mí, de embrujado encantamiento. Pero no fué sino hasta principios de 1918 cuando realicé mi sueño. Una feliz casualidad hizo que conociera al maestro, quien después de haber apurado las hieles del desencanto y del exilio, por tierras de Martí y de Cervantes, habia regresado a la patria, ávido de reposo y ternura.
No recuerdo como conocí a Guillermo Jiménez: mas el caso es que una mañana esplendo rosa, muy cerca de las doce del día, en que caminaba al azar por la banqueta del edificio principal de Correos que ve al Palacio de las Bellas Artes, que aún se hallaba en construcción, le encontré con unos libros bajo el brazo, después de saludarme, me dijo: Acompáñame, te voy a presentar con Urbina. aunque ardía en deseos de conocerle, tímidamente me re.
sistí a aceptar la invitación, pues no alcanzaba a imaginar qué impresión le causaría nues.
tra vista; pero como Guillermo insistió y me tomó del brazo, encaminamos nuestros pasos a lo largo de las calles de Santa María de la Redonda, hasta llegar a la vetusta casa de vecindad marcada con el número 151, que jamás he olvidado ni se borrará de mi memoria.
Al arribar, Guillermo llamó a una puerta que se halla a la derecha del cubo del zaguán, y desde el interior una voz suave y varonil contestó. Adelante. Al entreabrir la puerta, reconocí en el acto al maestro, cuya efigie me era familiar, que aún se encontraba metido en el lecho y que mientras mi amigo me presentó a él, aludiendo a mi procedencia provinciana y a mi incipiente labor literaria nos ofreció asiento y se sentó en pijama al borde de la cama, luciendo su fina y ondulada cabellera, su mirar tierno y melancólico y sus ralos mostachos caidos. en tanto que nos referia com después de haberle acechado insistentemente, lcgró en sus mocedades estrechar la mano de don Justo Sierra, yo atisbaba la pobreza de la pe queria habitación: cuatro paredes encaladas y desmanteladas, sin más vano que una ventana de cristales por la que penetraba la luz a torrentes, una cama de hierro angosta y desvencijada que era la misma en que se hallaba sen.
tado tres o cuatro sillas, un modesto lavabo.
un vetusto y apolillado ropero y aquí y allá, re.
gadas sobre los mueblles, algunas prendas de ropa.
Guillermo rogó al maestro que pusiera dedicatoria a dos de los libros que llevaba Puestas de Sol y Lámparas en Agonía. y él lo hizo de buen grado.
Cerca de media hora tardó ia visita, durar la cual me subyugó su amabilidad y su benevolencia, la amenidad de su conversación, el to.
no dulce y agradable de su voz y la suavidad de pétalo de rosa de su pequeña mano, entre la cual sentí resbalarse la mia.
Al despedirme, en vísperas de retornar a la provincia, no pensé que, más tarde, sin dejar de ser el maestro, fuera a la vez el dulce amigo.
Confieso que esta visita no dejó de descon certarme, pues jamás sospeché conocer a Urbi.
na er circunstancias tales ni, mucho menos, encontrarle sumergido en tamaña pobreza. parición. Poco después de haber regresado a la provincia, supe que Urbina había emprendido el vuelo camino de Buenos Aires, donde permaneció breve tiempo, y de alii a España. Desde aquellas lejanas tierras enviaha periódicamente sus cuentos vividos y sus crónicas soñadas a los diarios metropolitanos, en los que tenía ocasión de leerlos con la misma avidez y la misma fruición de antaño Más tarde, el mes de febrero de 1920, con la sed de saber en los labios y la inquietul de soñar en el alma, me trasladé a la capital de la República Dos grandes espíritus, noblemente desinteteresados, me tendieron desde luego sus brazos, el primero fue el alte poeta veracruzano Jose de; Núñez y Domingle, que ya ce an.
temano me había abierto las puertas de Revis.
ta de Revistas. de la que era director y ei segundo el maestro Antonio Caso, que me estimuló e incorporó a la vida universitaria. Mas tarde me nutrí también con las enseñanzas de Pedro Henríquez Ureña, cuyo espíritu socratip desperto en mí el amor a la investigació literaria y la curiosidad filosófica. Jamás podré olvidar la generosidad de estos tres sabios y distinguidos maestros.
Durante los años de 1920 a 1924, Revista de Revistas. que en aquellos días se encontraba instalada en los altos del viejo caserón de las calles de Nuevo México, marcado con el número 86, era el centro de reunión de lo más granado de la intelectualidad mexicana. Poetas, escritores, pintores, escultores y dibujantes solian reunirse a diario en la redacción, en la que se hacía derroche de talento y de gracia.
Una mañana fría y riente de enero de 1922.
se presentó de improviso en la redacción con Luces del prisma. Urbina venia con el ánimo de reanudar sus antigua labores periodísticas. Y, desde luego, púsose a escribir una serie de crónicas, que vieron la luz en Excelsior. La primera, que era una remembranza de los hermanos Machado, apareció el de enero. El maestro, que detestaba el ruido del teclado de las máquinas, solía escribir sus artículos a mano, en un escritorio plano que se hallaba en uno de los ángulos de la redacción de Revista de Revistas. en tanto que él escribía, procurábamos guardar silencio. Sólo de cuando en cuando se oía rasguear la pluma en las cuartillas del papel Al terminar, suspiraba satisfecho, y, en ocasiones diversas, nos leia lo que acababa de escribir, antes de enviarlo a la imprenta.
Aunque nadie ignoraba que encontraba entre nosotros, el gran público no tuvo oportunidad de testimoniar su presencia, sino hasta la noche del 10 de enero en que, agradecido por las atenciones que Ruy Lugo de Viña le disr pensó en la Habana durante los amargos di de su exilio, gustoso se prestó a tomar parte en la velada que se organizó en honor del mencionado periodista cubano, que a la razón se ha llaba de paso en esta alegre y confiada Ciudad de los Palacios, y que tuvo lugar en el anfiteatro de la Escuela Nacional Preparatoria.
Al presentarse Urbina, la concurrencia le manifestó su admiración y cari tributándole una estruendosa ovación. El homenaje se repitió cuando el poeta, después de glosar un pensamiento de Goethe, poniendo de relieve que la ingratitud es signo de inferioridad mental, recitó varios de sus admirables poemas: Oración Pagana. Vieja Lágrima. Mattinata.
El 14 de enero, por la tarde, se le vió concurrir a los funerales de don Rafael Reyes Spíndola, que durante largos años fué director de El Imparcial. en el que Urbina dejó impresos su inspiración y su talento.
Cinco meses consecutivos, de enero a mayo, convivió con nosotros, al cabo de los cuales, impelido por un recóndito drama familiar y comisionado por la Secretaria de Educación Publica para hurgar en los Archivos de Indias enderezo de nuevo la proa de su nave numbo a España.
El Romero Alucinado. Accediendo invitación de Manuel Gamio, que en aquel entonces era director del Departamento de Ara una Este documento es propiedad de la Biblioteca electrónica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica