REPERTORIO AMERICANO 29 Viaje sentimental por el País de los Libros Por GUILLERMO JIMÉNEZ (Es un recorte. Envio del autor. México, Joaquin Carranza, fraternalmente. Uno de los más exquisitos atractivos que hay en las grandes capitales, a más de sns museos, a más de sus bibliotecas, a más de sus joyas arquitectónicas, a más de sus teatros, a más de sus paseos, y, en fin, a más de su rutilante vida nocturna, es el de visitar las librerías, esos rincones amables, fuentes que distribuyen el pensamiento universal En Paris era un deleite entrar en una librería. Generalmente, estos establecimientos estaban abiertos hasta después de la medianoche. El cliente se sentía como en su propia casa; podia hojear y leer las últimas novedades; bajar y consultar libros; tomar notas, y, para ello, el dueño y los empleados le daban toda clase de facilidades. Además, los libros estaban colocados sobre mesas en la acera, con alumbrado especial, de modo que el interesado pudiera examinarlos con toda comodidad.
París estaba lleno de librerías, en todos los barrios, en todas las plazas y en todos los rumbos podían adquirirse los libros acabados de aparecer.
En el hotel Drouot se remataban constantemente bibliotecas enteras pertenecientes a inmortales desaparecidos, a familias de apellidos ilustres y a soberanos del arte o de las letras ante quienes un día se rindió todo Paris.
En ese Hotel de Ventas, André Gide, que es, sin duda, uno de los más grandes escritores y pensadores de Francia, por vanidad o por mal gusto realizó el 27 de abril de 1925 su biblioteca y su rica colección de autógrafos.
El catálogo contenia 405 títulos y la venta le produjo a Gide 122. 000 francos.
Este gesto de histerismo del autor de Coridón fué escandaloso como aquel proceso que inició Mlle.
Edmonde Guy, mujer de extraordinaria belleza, en contra del pintor Van Dongen, porque le hizo un espléndido desnudo, que exhibió en el Salón Nacional de Bellas Artes. Yo dijo la linda bailarina me desnudo, noche a noche, ante miles de espectadores; pero el señor Van Dongen no tiene ningún derecho para presentarme ante los ojos de los parisienses en traje de Eva.
Los jueces, aunque se quedaron azorados del pudor de Mlle. Guy, no pudieron menos que plegar sus labios con la más galante de las sonrisas.
Y, en este caso, André Gide con su gesto vanidoso hizo el papel de la turbadora danzarina.
Claro, con la venta que hizo el autor de La puerta estrecha de los libros que le regalaron, sin quitar siquiera las dedicatorias, libros que estaban además trufados con sendas y halagadoras cartas y papeles íntimos escritos por los autores, puso fin a mil amistades y a mil incidentes, que le obligaron a romper, en aquella época, con el mundo literario. Lo cierto es que André Gide encontró más bellos los billetes del Banco de Francia que un libro del más ilustre de los escritores contemporáneos.
Yo, muchas tardes invernales en que Paris parecía que se metía dentro de una perla, las pasaba en el hotel Drouot, viendo las románticas y diabólicas almonedas en que las emperatrices del lujn, en que las soberanas de la elegancia, en que las reinas del placer subastaban sus caros tesoros: muebles, telas de ensueño, pieles finísimas, obras de arte, libros únicos: unas por necesidad, como lo hizo aquella inquietante Polaire, pintada por Antonio de la Gándara, y otras por faire peau neuve. como decían las adorables coquetas.
En el Hotel de Ventas, cuando se remató la biblioteca de Pierre Louys, algunos de sus manuscritos y la edición original de sus Chansons de Bilitis con correcciones autógrafas, compré La Ville Charnelle, de Marinetti, dedicada fervorosamente al maestro.
También adquirí en un cajón del Sena La Jeune litterature hispano américaine, de Manuel Ugarte, edición Sansot, de 1907. libro consagrado, con profundas frases de admiración a Paul Adam. El cher maitre nunca tiro un ojo sobre las cordiales páginas del gran escritor argentino.
Mucho se ha escrito, en todos los idiomas, en torno a los libreros de los muelles parisienses. Rubén Darío hasta la fecha el emperador de la lírica española en Opiniones dedica un bello capítulo a los libros viejos de la orilla del Sena.
Para los espíritos seiectos era un gran espectáculo ver el desfile de bibliófilos y bibliómanos a lo largo de los muelles; acariciaban los libros con la pasión con que una mujer acaricia una joya de Cartier; ponían al trasluz sus páginas; buscaban los ejemplares numerados con las cifras más bajas e impresos en grandes papeles; todo lo hacían con el fervor de un rito, con delectación indecible que prendía en sus labios una mueca de bienaventuranza.
Desgraciadamente, ya ninguna de estas maravillas se encontraban. Las ediciones sar vieux Japon. sur Japón Imperial. Hoilande Van Golder. Madagascar. Chine Arches y Fil Lafuma. se adquirían por subscripción en las librerías de lujo; centros frecuentados por las más lindas mujeres de Paris, es decir, por las más bellas mujeres del mundo, envueltas en el vapor exquisito de los más exóticos perfumes.
Una de las notables librerías de Lutecia fué aquella pequeñita de la calle del Odeon, cuya propietaria, Mme. Adriane Monnier, influyó tanto, no sólo en la literatura francesa, sino también en la historia de las letras universales. Muchos de los grandes escritores de Europa deben a esta mujer excepcional sus triunfos y su celebridad.
Ella dio a conocer a James Joyce y paso aureolas de admiración a Paul Valery, a Jules Romains y a André Gide, lo más alto, lo más ardiente del pensamiento contemporáneo.
Mme. Monnier era una mujer extraordinaria por su sencillez: vestía uniforme de colegiala con puños blancos muy almidonados; parecía un retrato de 1830, pero en sus ojos azules, empapados de dulzura, flameaba la fuerza seductora de su alma.
Los corredores del teatro Odeon estaban también cuajados de libros; en este lugar maravilloso aquel vagabundo y suicida, aquel pescador de almas que se llamó Panait Istrati cogió por los cuernos a los venerables clásicos franceses para olvidar las amarguras de la mi.
seria.
Rincón muy acogedor, muy cordial era la editorial tan Excelsior, que dirigia Ventura Garcia Calderón, quien realizó una gran difusión de los valores literarios latinoamericanos, en pequeñas, en preciosas y pulcras ediciones.
Me acuerdo que un dia Ventura me invitó a almorzar; en el despacho se hallaba don Miguel de Unamuno, en aquel tiempo desterrado por la dictadura española.
Salimos los tres. Hacia un frío terrible. Don Miguel no llevaba abrigo; se cubría el pecho con su clásico chaleco eclesiástico. Al despedirme, le dije. Qué rumbo lleva, maestro. Voy rumbo a la Estrella contestó, acariciándose la barba blanca. En diciembre, con esta niebla y en pos de la estrella, parece usted rey mago.
El insigne escritor, raíz y carne viva de la vieja España, dibujando una sonrisa replicó violentamente. Ni de broma me dé usted motes reales.
He recordado un París de antes de esta guerra, en que parece que la cultura y la civilización se desquician, crujen al son trágico de los aviones invasores; un París que yo sueño intacto como está en mi corazón.
Al escribir vuelvo a vivir una época deslumbrante, en que Paris era un paraíso terrenal.
Las librerías de Bruselas eran muy parecidas a las de Paris; a veces, allá por los barrios viejos, existían libreros pintorescos que vendían, de lance, espléndidas ediciones, modelos de tipografía y de buen gusto y mostraban tesoros en grabados flamencos. Eran estos libreros tipos escapados de antiguas litografias de Anvers; usaban gorros de fuertes lanas, lentes del otro siglo, largas pipas, casi siempre apagadas, y también largas guías de bigotes como los de Verhaeren.
Estoy seguro de que ya en Madrid desaparecieron muchas librerías, debido al hervor de la contienda.
Entre la calle de Alcalá y la Gran Via, a la vuelta de la castiza calle de Peligros, está la calle del Caballero de Gracia; en esta calle escondida, José María Yagues, director de la Editorial Mundo Latino, tenía una librería pequeñita, de unos tres metros de frente por cuatro de fondo, atendida por Carmen Tejeda, interesante muchacha de lindos ojos; tan maja, tan española, como para que bubiera sido cantada por don Ramón de la Cruz, Tarde a tarde nos citábamos en aquel lugar Alfonso Hernández Catá y yo. Charlábamos largamente de libros, de arte, de cosas de América, de mil y mil naderías que hacían que el tiempo pasara como por milagro. Me acuerdo que Alfonso acababa de publicar La muerte nueva, en una bella edición, imitando en su cubierta el último libro de Gabriel Annunzio, y preparaba, con gran amor, La casa de las fieras.
Después íbamos a tomar una taza de té a Molinero y más tarde a dejar a Carmen a su casa; vivía por la calle del Escorial, una calle muy galdosiana, al lado de Fuencarral, donde a veces, en una esquina, un ciego, al lloro de su guitarra, cantaba un schot ish o la más gitana de las coplas de moda.
Vivir en Madrid, en aquella época, era vivir en la ciudad más simpática del mundo, en la más cordial, en la más cani. Era el tiempo todavía de las manuelas y de las verbenas con música de Bretón; del estilo y del vino de la tierra. En el Maravillas. Raquel Meller cantaba aquella apasionante Flor del Mal, y Pastora Imperio, la mujer del Gallo, bailaba y movia los brazos como la propia Giralda. Ramón Gómez de la Serna pontificaba en Pombo, bajo el sigao del más goyesco de los pintores españoles y casi compatriota nuestro: José Gutiérrez Solana. La botillería de Pombo era desde cuando cuello y INICI JUROCCUPOUUUUU ENON Si usted necesita un libro que no tengamos se lo pediremos inmediatamente. Estamos en conexión directa con los mejores distribuidores y editoriales del mundo.
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