46 REPERTORIO AMERICANO El viejo nos vuelve a dejar hasta la cerca de alambres. Le digo adiós. Me saca dos pesos. Que Dios se lo pague, caballero. De noche. El perro da la voz de alarma. Doy vuelta en mi tabla, refunfuñando. Sigue el peTro ladrando con furia. Que mal rayo parta a la condenada raza de las zorras que vienen a degollar mis gallinas a la luz de la luna y me obligan a despertares premurosos. Con la vida pagaron dos veces la semana pasada la temeridad de sacarme de la cama dos veces también.
Visitas detestables que le quitan el sueño a un finquero honrado! Porfía el perro. Yo refunfuño. Todavía no ha seguido la pista y ronda, se aleja, vuelve. Pero he aquí que se queda quieto. Espero. Ahora los ladridos señalah un sitio determinado. Al oído, lo sitúo en la arboleda que separa el potrero de la selva. El perro, como de costumbre, ha debido obligar al animal a refugiarse en un árbol. Ha terminado su papel, comienza el mío. Suspiro. Llueve. Dejar la tabla caliente para irse a chapotear en el barro.
Qué desgracia! Socorro abre un ojo y lo vuelve a cerrar, indiferente. Defender el rancho es la tarea del hombre. Eso no le toca a ella. Se impacienta el perro.
Cogi mi revólver y mi cuchillo. Encendi la linterna. Malditas zorras! Pero a tres pasos del rancho me detengo, asombrado. Bajo la linterna. En el lodo yace mi gato, machucada la nuca, las patas tiesas. Dios mío! qué es esto?
No tengo, pues, que vérmelas con una zorra.
Solo un felino silvestre ha podido atraverse a llegar aquí y matar a este infortunado micho.
Entonces. tigre, león, caucel, manigordo? No, uno de los dos primeros no puede ser porque estos reyes de la montaña no se habrían dejado forzar por mi perro. Un manigordo sin duda. Me doy prisa con cautela, no sin caer sentado varias veces en el suelo, pues ando descalzo sólo siendo indio puede uno sostenerse derecho sin zapatos en el lodo pegajoso y las endemoniadas cuestas de este país. El perro me siente venir y ladna el doble. Ya estoy al pie de los árboles. El perro se ha callado. Alzo la linterna. Oteo revólver en mano, busco. Largo rato no veo nada. Por fin distingo un bulto sospechoso en una horqueta de arriba. de pronto, en esa masa negra, dos estrellas: los ojos. Disparo. El animal como que escupe y silba cual si fuera un gran gato colérico.
Está herido. Dos veces disparo. El silbido sale, vuelto terrible por el dolor. La bestia se ha so.
bresaltado ha perdido el equilibrio. Cae como un bulto de rama en rama. Un tigre. Caramba! El perro, mudo, se le ha echado encima. El terreno inclinado, ruedan hechos un nudo, silenciosos y trágicos. Salen rodando. La presa es joven y pequeña, está herida. De pronto me da miedo por mi guardián. Siguen rodando. Es inútil el revólver. Cogí el cuchillo. Pero no es fácil acercarse. De repente me estremezco.
Por vez primera sale un grito de aquella trenza o maleta enfurecida y es mi perro el que ha dado la aguda queja. Luego veo el cuerpo del tigre que de cuando en cuando se mueve con sobresaltos y la masa entonces se aquieta poco a poco. Estoy encima de ellos. Agoniza el tigre, con la garganta traspasada por los colmillos de mi perro, muerto.
Duerme Socorro. Salía el sol por la cima de las montañas lejanas cuando a la mañana siguiente dejé el rancho. ello me obligaba el trabajo. La maleza crece y se multiplica sin cesar. Las guias de las yerbas cubren un arbusto. Aquello se enmonta. Las lianas victoriosas asaltan los cafetos, los enganchan, los doblan, los ligan. Yo, yo corto. Afilo el machete y en curvas hábiles lo voy pasando a ras del suelo. Yo corto. Hasta la tierra corto, el machete se hande y cruje.
Algo como una pelea, se diría. Detrás de mi, desnudos, cargados, torcidos, los cafetos dan la imagen vaga de haber escapado de una inundación.
Pero ay de mí! de aquí a dos meses la yerba estará más alta que ayer.
Por otra parte, como cultivador no me detengo en la limpieza de mi cafetal. También tengo que ver por el crecimiento y cuidado de los bananales y platanares. Debo ir al rincón de las papayas y cortar el arbusto macho a un metro del suelo: retoñará como hembra, pues el macho no habría dado frutos. Debo proteger el arroz en la madurez contra los monos que vienen a robárselo en grupos bulliciosos.
Debo volcar el maíz, esto es, doblar el tallo a dos tercios de su tamaño para que la mazorca quede protegida de la lluvia y así pueda permanecer en el campo de donde las cogere como las vaya necesitando.
Para sembrar la yuca sigo el procedimiento de los indios que talvez no sea superior, pero tiene la ventaja de cansar poco. Cuando quiero sacar wa yuca, arranco el tallo amarillo, lo hago en cabos, lo esparzo en torno mío, y les doy con el talón. Eso es todo. Está sembrada mi yuca. Por su sencillez, también me gusta la siembra de frijoles. Escoja una colina de flancos regulares y de tierra buena. Si la maleza es tan alta como usted, ábrase con el cuchillo algunos senderos transversales desde ellos eche a puños la semilla en la red de helechos, platanillos, balsas enanas y cien especies más de bejucos que por ahí se deslizan.
Luego, de lo bajo a lo alto de la colina, a golpes amplios de cuchillo, corta todo en confusión y se acabó. Dos meses más, y usted cosechará.
Con estas duras mañanas de labor, el almuerzo trae sus alegrías. Al grito modulado de Socorro, dejo mi tarea y me acerco al rancho.
Como ella viene a toparme, a medio camino nos hallamos. Me lo sirve en el tronco de un árboi. Como de costumbre, huevos fritos sepultados en arroz con chile, y al final, plátanos asados en la ceniza. Una garrafa de café remacha el conjunto y acompaña a la más deliciosa pipa de la jornada. Hasta llega a suceder que el almuerzo se remache de otro modo, cuando la hierba está seca y la ropa de Socorro, mal ajustada. Medio día. Casi desnudo, puerco de sudor y tierna, regreso. Jadeo con la carga de bananos cuya sabia pegajosa me mancha el hombro. De pronto me deteligo, hago la carga a un lado. mi alrededor una fantástica naturaleza se dilata en el sol. Me acojo al espacio infinito, la soledad me protege, el perfume silvestre del bosque me embriaga. Me espera el río en que sumiré mis músculos y mi fatiga. La visión brumosa de las ciudades, las bataholas, los talleres, la llamada de las civilizaciones, bares y burdeles? ah, ah! cuando tengo mi rancho, mi mujer y mi caballo. 10 Ah! don Jorge. podría Ud. hacerme el servicio. suspira Manuel.
Ha necesitado cerca de cinco horas de rodeos para llegar a esta frase. Pero hace tiempo que estoy acostumbrado al modo de ser de los indios. Vienen, se sientan a la puerta del rancho, miran, canturrean, se sacan una nigua, y al cabo de medio día se atreven a explicar el propósito de su visita. Pasa a veces el tiempo dicho y regresan sin decir nada. Ah! don Jorge. Me cuenta, a poquitos, que está enamorado de Angelina, la hermana mayor de Socorro.
Creo que me ha escogido como intermediario y me sorprendo, pero no hay tal. Saca del bol.
sillo un frasquito con media onza de azogue. He comprendido. Pues el azogue, en Centro América, es el arma y recurso de los enamorados tímidos. Corazco alguno de coqueta resiste a su fluido. Basta colocarlo en el lecho de la bien amada, y sin darse cuenta, el mercurio hace que se torne en la más dócil de las desposadas la criatura más rebelde. Este género de hazañas por lo común ofrece dos dificultades: es una, desde luego, que a un muchacho le es difícil entrar en el cuarto del rancho que sirve de dormitorio, y además, que los indios ignoran el uso del lecho Sin embargo, es claro que estas dificultades, como todas, pueden orillarse y Manuel me ha elegido justamente para orillarlas, cchisiderado mi parentesco con la familia.
Diez y seis años tiene ella, una hermosa cabeza bronceada, con dientes de mujer, cierta audacia perturbadora en la mirada. mi juicio, esta viuda joven haría mal si no le confiase su huerto en madurez.
Acepto (Continuará en la próxima entrega. Tendencias en la nueva. Viene de la página 40)
cias tan especiales como para tomarse la preocupación de esaribir un libro.
En la figura de Anteo, Labrador Ruiz busca un símbolo en quien representar las fuerzas viciosas fuerzas inferiores del engaño y la superchería. Mitológicamente Anteo tampoco es otra cosa. No posee ninguna virtud inmortal como para que ésta pueda hacerle superior a los dioses; no cuenta con más recurso que el recurso de la astucia. Labrador Ruiz echa de ver que Anteo anda todavía por ahí; que se le ve a cada paso en el alma de tal cual señor.
Para destruir la superchería, los aros mágicos del truco, escribe esta novela. Pero uno se pregunta qué valor, o qué utilidad tiene escribir un libro así, entre gente como nosotros. tan peculiarmente compleja; donde nadie perdona la verdad y donde todos somos tan misericordiosos, tan enemigos de las reprensiones violentas, ique hasta el asesino destripador de ni.
ños o el descuartizador de mujeres nos parece una pobre y desventurada víctima en manos del juez. Se pregunta uno qué valor puede tener un libro como Anteo, porque es el caso que una obra escrita para producir un efecto erminado debe encontrar al menos alguna repercusión.
En definitiva, con esta burla descarnada Labrador Ruiz cree haber satisfecho consigo mismo una necesidad espiritual, que es casi una necesidad física. El ha tratado sin duda que su libro sea al propio tiempo un libro de crítica y un libro de arte. Un libro polémico, además, si ha de atenerse el lector al preámbulo o nota que sirve de zaguán a la novela. En ese preámbulo, Labrador Ruiz, llevado de su sentido de lucha, llega a la diatriba. Tal acrimonia prologal es otra tendencia introducida a la moderna literatura cubana por este autor.
Sandeces de moda Al referirse en esa nota a muchas cosas palpitantes, Labrador Ruiz toca entre ellas lo que ahora se dá en llamar retorno a la novela autóctona, a la ruda y vital novela de América. El autor es cubano: se refiere a su pais.