REPERTORIO AMERICANO 267 Las arenas milagrosas de Pica Por ERNESTO MONTENEGRO (De Atenea. Concepción, Chile, junio de 1936)
SBIETENG un Desde el Alto de Bellavista, en el Cantón Pintados la estación de término de la línea sur de la Pampa del Tamarugal, divisábamos fiscal, y por ella distribuyen los piqueños las tan claramente el oasis de Pica un man frutas y hortalizas que les dan fama y prochón claro y otro verdioscuro medio de tra vecho, e importan todo lo que puede necesivés y algo más arriba recostado contra los tar un pueblo que es como una isla de vege.
faldeos amarillentos que forman las primeras tación en el océano del desierto.
estribaciones del Altiplano de Bolivia, que no Aparte de esto, Pintados es más bien una pude menos de declarar que en un par de reliquia arqueológica que un centro viviente horas nos pondríamos allá.
de la Pampa. En todo el Cantón sur, no hay Así es de engañosa la Pampa, me dice más que una planta salitrera en actividad, y mi acompañante, pampino viejo. El ojo lo po el resto es un cementerio de maquinarias inerne a uno donde quiere mucho más ligero que tes y de campamentos abandonados que añalos pies. Apuesto cualquier cosa que de aquí den a la desolación del páramo no sé qué tráallá, donde usted lo ve, hay bien sus cuaren gica sugerencia de multitudes humanas tragata y cinco o cincuenta kilómetros. Sin contar das por una catástrofe reciente. Del poblacho con que tendremos que repechar unos mil me. de Pintados no quedan, pues, sino la inevitatros por unos arenales de todos los diablos. ble mediaguas de calamina que recuerda el Decordé entonces que algo parecido me ha centro comercial frente a la estación, junto bía tocado experimentar días antes, en con esos extraños signos que trazaron en los sentido opuesto, al bajar de Chuquicamata cerros vecinos los pobladores indios de hace por ese camino que los ingenieros americanos muchos siglos atrás. De ahí el nombre de trazaron recto como la huella de una bala de Pintados con que bautizó el lugar uno de los cañón, en dirección a Tocopilla, y que una soldados de la Conquista.
vez transpuesta la serranía que separa al mi Mi compañero de viaje sigue vaticinando neral de la Pampa del Toco, desciende parejo una travesía dilatada y penosa; pero los concomo el techo de una iglesia campesina. ductores del ómnibus no muestran prisa al Mientras que por allá por el sur, en guna. Al fin, a eso de las cinco de la tarde concagua, por ejemplo, dice mi amigo, hay aquél se pone en movimiento con el estruendo Ernesto Montenegro que afirmarse en la montura al pasar del plan de una locomotora. Por espacio de treinta o a la cuesta, aquí uno va ganando altura sin cuarenta minutos, nos lanzamos a buena mardarse cuenta, salvo el recalentamiento del mo cha siguiendo un camino muy tolerable, retor, o cuando el pingo revienta su sangre a lleno con la costra salitrera, y regado alguna costa en dirección a los Andes. Cada media causa del soroche allá por los tres o cuatro vez al parecer con petróleo crudo. Hacemos hora al comienzo, cada veinte minutos luego mil metros.
luego un alto al pie de un pimiento huérfano y por último de diez en diez minutos, hay que debe ser así, porque de donde estamos la que se retuerce al viento, junto a una posada detenerse a refrescar la máquina y renovar la vista abarca sin esfuerzo unas cien leguas en del damino, y allí los del auto se proveen li provisión de agua que se escapa en chorro redondo, desde las sierras del norte de Tara beralmente de agua para enfriar el motor, humeante por la tapa del radiador. Las ruepacá hasta los conos volcánicos de la Puna Poco más lejos el camino falla por todas das resbalan en la arena fina y fofa de la de Atacama. Una cordillera mucho más anti partes, se hunde, se deja invadir por el arehuella; pica en las narices un tufo de caucho gua que los Andes se ha desgranado al roce nal, y llega el momento de abandonarlo, co retostado y caemos al fin en un bache de de los siglos y rellenó con lava y aluvión la mo a un animal ingobernable o un enfermo polvo más reseco en que el auto patina desesancha cuenca marina que hoy se extiende sin remedio. Cortamos por una huella parale peradamente, hundiéndose en vez de avanzar.
hasta las cadenas de la costa. Es un panora la y dejamos el camino público en manos de Cuando nos bajamos para aligerar peso, desma áspero y desnudo que no deja de impo una cuadrilla tan desproporcionada a su tarea cubrimos que el tubo de escape está al rojo nerse al ánimo con cierta salvaje grandeza. de repararlo, que así al vuelo calculamos ha blanco, o más bien de un tono tierno de carne Una tarde de septiembre dejamos el tren en de tomarles algunos años antes de volver a de melón, y parece a punto de derretirse.
la estación de Pintados y abordamos uno de poner a los piqueños en fácil comunicación duras penas llegamos hasta el alojamienlos camiones para bultos y pasajeros que con el mundo.
to de las cuadrillas que están reparando el sirven el tráfico entre Pica y el Ferrocarril De ahí para adelante la marcha se va pocamino. Una media docena de hombres y una Longitudinal. El Longino como se llama niendo más y más pesada, a medida que enmujer se hallan descansando bajo el galpón.
aquí familiarmente a ese ferrocarril, tiene en gruesa el médano que barren los vientos de la Les pedimos agua, y no sabiendo que es para refrescar el motor, nos ofrecen vino. Están celebrando el Dieciocho por anticipado, y allí mismo hacen una colecta y echan un chuico al camión, a fin de que se los traigan lleno con la anilina espirituosa que corre por la Pampa con el nombre de vino tinto.
De aquí para arriba el suelo se pone gredoso, resquebrajado y con escamas y crestas como la piel del dragón. El sol se apaga detrás de las lomas costeras, y un crepúsculo de acuarela vuelca sobre el paisaje sus tonos enternecidos. Hemos pasado unas dos horas deteniéndonos al parecer a medio camino entre el punto de partida y el de llegada, hasta que de repente Pica se nos viene encima.
Nos dejamos resbalar hasta el fondo de un zanjón y repechamos enfilando el costado opuesto, bordeamos pircas y matorrales aislados, cuando al salir arriba la noche se derrama de golpe sobre nosotros como un manchón de tinta sobre un papel secante, sorbiendo instantáneamente todos los contornos y no dejando visible más que un chispear de enormes luceros en un cielo que se acerca a ojos vistas a (Cuadro de Juan Francisco González)
medida que subimos.