REPERTORIO AMERICANO 159 ¿Qué veía el Ciego Ramos. En el Rep. Amer. Las viruelas habían vaciado los ojos a Ventura Ramos. El pueblo de Barba, que no advertía la ventura, enmendaba la triste paradoja y le llamaba simplemente el Ciego Ramos.
Por familia, por oficio y por su cruel desgracia, era de esos seres en quienes el afecto es desbordante: al decirle adiós contestaba como sacándose el alma, tan ferviente y agradecida era su respuesta. Hablaba con unción, ablandando las palabras, con lo que ganaba simpatías inmediatas; y cuando tañía la flauta se transportaba a mundos desconocidos al són de los apregies, en un arrobamiento casi morboso. Dos grandes oportunidades le ofrecía la Pascua para tocarla con amor.
Cuando alguien hablábale de cegueras, sonriendo afirmaba que no le hacía ninguna falta ver y a ninEn su pequeña y humilde casita ponía el acostumbrado portal o nacimiento, en homenaje a Nuestro Señor; celebraba el consabido Rosario de Navidad con todas las de ley, ley de poco margen para el Ciego que no podía extenderse a bombas ni a convites; sustituía estas bagatelas por mucha devoción, mucho aliento en la embocadura y rápida destreza en tapar y abrir los melódicos agujeros de la flauta. Le excitaba ese esfuerzo impropio de su madurez, y bajo el desorden de los mechones de plata que abrigaban su ancha frente, las venas se iban destacando y dibujaban como un mapa. Era el mundo quimérico, o quizás muy real donde su espíritu se movía. Qué veía el Ciego Ramos?
Con la cara apacible, trasudando, iluminado de soslayo por las velas encendidas en el portal, mantenía el esfuerzo sin cuidarse del mundo físico vedado para él; ansioso de los detalles luminarias que sólo perciben los ojos internos de la fe, cobraba vida extraña, le rodeaba un vago resplandor más intenso al emanar de sus cuencas secas, como chorro etéreo, al modo de los santos. Repetidas veces pensé en esa transfiguración radiante, hija del afán espiritual, teniendo por cierta la teoría de que es la vida pura emoción y no existe más realidad que la creada por nuestra propia mente.
Mientras prosternado ante una Virgen, labrada por su recondita fantasía, se transportaba al lado de los ángeles y querubes que le prestaban alas, y contemplaba al Niño Dios dentro de la apoteosis celestial descendiendo al pesebre destartalado, y oía sin duda armonías que se destinan a las almas purificadas, toda realidad desaparecía para Ramos, bañado en gozos sulpremos.
Los demás músicos rascaban el violín y cantaban como automatas; el Cura que encabezaba ia devoción, echaba sus bostezos antes de Hegar las Letanías que la concurrencia luego salmodiaba con entusiasmo en el ambiente de Tosas de urucas y de cohombros. Ellos habrían pensado en un sacrilegio al no ayudar al Ciego en su Rosario, y el sacerdote jamás negó el concurso a fiesta tan simple como piadosa.
Por lo demás había cambio de servicios, pues Ramos participaba en la Misa del Gallo; y si bien todos asistían, nadie en el pueblo ostentaba las mismas credenciales de vejez, ceguera y fe que al doliente vejete le tornaban venerable. Natural era, pues, que la Iglesia, y el Aloalde los principales vecinos se trasladaran una vez al año al mísero santuario del ciego.
mún con las actuales del Gallo. El desarrollo ritual debe ser el mismo, pero no la piedad de estilo viejo, ni la alegría pintoresca que las caracterizaba. Penetraban de ordinario los abuelos con la compostura más acabada al templo; les obligaba la etiqueta religiosa a ir endomingados después de escrupuloso tocado, con la pura intención de no abrigar alli otro peusamiento que el de adorar a Dios y venerarle a través de las ceremonias ya familiares a fuerza de frecuentadas: las mujeres en traje largo embutian el rostro en las chalinas o mantillas, figurando estatuas arrodilladas en quietud y arrobamiento; los varones se situaban en el sector de abajo, precisamente porque la tentación de mirarlas no entibiara la disciplina espiritual a que se entregaban asimismo. Durante los domingos y fiestas de guardar, aún salían las damas con la cabeza cubierta y los ojos inclinados; al par que los hombres aguardaban alejarse un buen trecho para comenzar a encender el puro oa cruzar una que otra palabra.
La Misa del Gallo era excepcional: en ella hombres y mujeres se entremezclaban guno se le ocurría guardar su sitio ni inmovilizarse durante la nocturna ceremonia, caracterizada más bien por la más viva y estruendosa expansión.
El Ciego nada veía, pero se mostraba regocijado, resguardando el cuerpo del frío montañés de diciembre con la espesa chamarra, flauta en mano. Para quienes no carecía de ese sentido, resultaba más conveniente verla que oírla, sin que pudieran exigirle demasiado a espectáculo ni al concierto, igualmente toscos, si bien muy pintorescos. Bajaban del monte los más alejados feligreses inclusive, y de cada barrio y casa salían fieles embozados en cobijas, las más de ellas rojas, provistos de sonoros instrumentos a fin de tomar parte en las alabanzas a la Virgen. Cuando resonaban las campanas el enérgico tercer repique, se veía, como cocuyos, descender por las laderas a los rezagados, alumbrándose con linternas, rápidos cual si volaran, para coger calor antes de la gélida madrugada: el amplio templo quedaba cerrado menos la puerta principal, por donde el tupido y abigarrado público penetraba en su vistoso disfraz buscando ante todo calentarse.
Al cabo el señor Cura aparecía por la Capilla, trayendo en brazos al divino recién nacido envuelto en sus blancos pañales; de la torre seguía desgajándose el inacabable repique en que predominaba la nota alta y más sonora de la campana menor, el cual positivamente hacía vibrar los corazones contagiándolos de su regocijado estruendo. Detrás del sacerdote iban los incensarios llenando del fuerte humo de estoraque las amplias naves, a la vez que campanillas de diverso timbre agudo preparaban el ensordecedor concertante en que debían participar todos los presentes.
Depositado el Niño en mitad del portal, al arrimo saludable del aliento de buey y de mula, el pueblo coreaba aleluyas estruendosas contestando al Padre, que apenas se adivinaba que cantara algo; y entonces, sin que director de orquesta alguno elevara la batuta, ni nadie diera consigna para empezar, los que llevaban guitarras las tañían a todo puño, los de acordeón lo sonaban a pleno fuelle y a los de flauta se les hinchaba el pescuezo resoplando, mezclándose clarinetes, cornetines, uficleides, tambores y, como representación de la piedad indígena, cualquier esporádico quijongo o belicosa chirimía. Los más venían provistos de pitos de agua labrados en caña hueca; y hasta los había que silbaban cuando se cansaban de gritar.
Sabe Dios lo que pasaba por la mente do Ramos durante la algarabia imponentísima; ello es que se quedaba hasta el final, y entre retorcidos gestos de poseido, a todo pulmón hacía retumbar la flauta, dominando el ruido como en los grandiosos concertantes de opera pasa con las tiples y tenores. Luego se rezaba la misa.
Incontinenti se iniciaba la ronda de pastores.
Véase cómo transcurrió la última ascoada eclesiástica que se le tributó en mi pueblo al Niño Dios.
La tradición era, desde la época en que los frailes del Convento adjunto al templo dirigieron semejantes devociones, que como guía de los pastores varones caminara wao, viejo ya, con báculo y cuero terciado al pecho, y como como guía de las pastoras, una vieja de respeto convenientemente trajeada de tal. Las rondas villancicos les estaban encomendados y el resto del personal, compuesto de zagales y zagalas, formaba los coros. Desde luego aquello de la vejez tenía que ver por un lado con la compostura y respeto del grupo y por el otro con la memoria de los versos, algo descuidada por la generación más reciente.
Aquel año fatídico para la misa del Gallo no encontraba el Padre Cura, recientemente llegado al pueblo, a quiénes encomendar tan distinguida dirección, hasta que al cabo supo de dos ancianos que recordaban los versos lo mismo que las prácticas, y los conjuró hasta que aceptaron, el uno, llamado Chico Arguedas, para rabadán y el otro, hombre gracioso y despreocupado, para que fuera de Rebeca. esta Rebeca ledecían en el vecindario Doroto Cueva.
No poco regocijo causó la presencia de ambos paisanos, Chico con báculo y cuero terciado y Doroto con gran sombrero de palmas cuajado de flores, falda corta recamada de espigas y de hojas, y una canasta al cuadril dispuesta para los donativos a la Madre del Cordero. Es muy de advertir que a Arguedas, como pertenecía a familia blanca, se le distinguía por Pollo. los demás Arguedas de sangre morena o indígena sólo eran conocidos por zorros.
Ambos directores será lo posible que en calidad de vejetes y para sustentar la autoridad, consumieron algunas copas pasando por encima del decoro que corresponde a los ceremoniantes; pero cuando les tocó entrar bailoteando a la cabeza de su hueste, lo hicieron muy airosos, conduciendo a sus compañeros jóvenes en sentidos encontrados a que pasaran frente a las Divinas Pastoras. De este modo se iban formando parejas y cada cual era de rigor que se detuviera, diera algunos pasos de baile, y ofreciese a la Virgen un presente. Lo que se solía ofrecer en el lugar era frutas, animales y especialmente comestibles preparados, adecuados a las parturientas.
Cueva, como dama mayor en edad, saber y gobierno, forjó unas tantas contorsiones al compás de la música, dió unas pataditas fuertes sobre el mosaico y se inició canturreando de este modo. Aqui te traigo, Señora, este pollito tostado.
Se lo darás al Ninito cuando.
Lo cual oído por Arguedas, a quien irritaba sobremanera el remoquete, alzó el báculo nudoso y con él dió sin miramientos al del sexo postizo, un tremendo varapalo. Cueva cayó estrepitosamente dentro del portal en medio de la algazara y carcajadas de los circunstantes que animaban a Doroto para la revancha, bajo la justa razón de que le había cogido descuida(Concluye en la página siguiente)
Aquellas misas lugareñas nada tienen de co