Sobre la lectura e interpretación del Quijote (Socado de La España Moderna. Modrid, abril de 1905)
En pocas cosas se muestra más de relieve que en lo que con el Quijote ocurre en España, la tristísima decadencia de nuestro espíritu nacional. Se ha podido decir, con toda justicia, que no es España la nación en que más se conoce el Quijote, y puede añadirse que no es aquella en que mejor se le conoce.
Todo el mundo se harta aquí de repetir que el Quijote es la primera obra literaria española, acaso la única que tenga asegurado su puesto en el caudal escaso de las obras verdaderamente universales. Hay quien recuerda que Brandes, el prestigioso crítico danés, no pone más que tres nombres a la cabeza de las literaturas cristianas, y esos nombres son los de Shakespeare, el Dante y Cervantes. por lo que hace a este último, no cabe duda de que es al Quijote, y sólo al Quijote, al que debe su gloria toda.
Mas con todo y con esto, puede asegurarse que es España una de las naciones en que menos se lee el Quijote, y desde luego es aquella en que peor se le lee. Estoy harto de oír a españoles que no han podido resistir la lectura de nuestro libro, del que debería ser una a modo de Biblia nacional; son muchos los que me han asegurado no haber podido nunca dar remate a su lectura, habiéndolo empezado varias veces, y más de uno me ha confesado que sólo lo conoce a trozos y salteado. esto ocurre con españoles que pasan por cultos y hasta aficionados a la lectura.
Pero no es esto lo peor, sino que los que lo leen, y aún algunos que se lo saben casi de memoria, están a su respecto en situación inferior a la de los que no lo han leído, y habría valido más que nunca hubieran echado su vista sobre él.
Hay, en efecto, quienes lo leen como por obligación o movidos por lo que de él se dice, mas sin maldito el entusiasmo, y a lo sumo empeñándose en que les ha de gustar. Lo leen como leen muchos curas el Evangelio durante la misa: completamente distraídos, mascullando el latín y sin enterarse de lo que están leyendo.
La culpa de esto la tienen, en primer lugar, los críticos y comentadores que como nube de langostas han caído sobre nuestro desgraciado libro, dispuestos a tronchar y estropear las espigas y a no dejar más que la paja. La historia de los comentarios y trabajos críticos sobre el Quijote en España sería la historia de la incapacidad de una casta para penetrar en la eterna sustancia poética de una obra, y del ensañamiento en matar el tiempo con labores de erudición que mantienen y fomentan la pereza espiritual.
La erudición, o lo que aquí, en nuestra patria, suele llamarse erudición, no es de ordinario, en efecto, más que una forma mal disfrazada de pereza espiritual.
Florece, que es una pena, en aquellas ciudades o aquellos centros en que se huye más de las intimas inquietudes espirituales. La erudición suele encubrir en España la hedionda llaga de la cobardía moral, que nos tiene emponzoñada el alma colectiva. Suele ser en muchos una especie de opio para aplacar y apagar anhelos y ansias; suele ser en otros un medio de esquivar el tener que pensar por cuenta propia, limitándose a exponer lo que otros han pensado.
Cojo aquí un libro, allí otro, más allá aquel, y de varios de ellos voy entresacando sentencias y doctrinas que combino y concino, o bien me paso un año o dos o veinte revolviendo legajos y papelotes en cualquier archivo para dar luego esta o la otra noticia. Lo que se busca es no tener que escarbar y zahondar en el propio corazón, no tener que pensar y menos aún que sentir. así resulta que apenas habrá hoy literatura alguna que de obras menos personales y más insípidas que las nuestras, y apenas habrá hoy pueblo culto o que por tal pase en que se advierta una tan grande incapacidad para la filosofía.
Siempre creí que en España no ha habido verdadera filosofía; mas desde que leí los trabajos del Sr. Menéndez y Pelayo enderazados a probarnos que había habido tal filosofía española, se me disiparon las últimas dudas y quedé completamente convencido de que hasta ahora el pueblo español se ha mostrado retuso a toda comprensión verdaderamente filosófica. Me convenció de ello el ver que se llame filósofos a comentadores o expositores de filosofías ajenas, a eruditos y estudiosos de filosofía. acabé de confirmarme, corroborarme y remacharme en ello cuando vi que se daba el nombre de filósofos a escritores como Balmes, el Zeferino González, Sanz del Río y otros más. hoy sigue la esterilidad, si es que no se ha agravado. De un lado esas miserables obrillas de texto, en que se da vueltas y más vueltas al más ramplón y manido escolasticismo, y de otro esos libros en que se nos cuenta por milésima oncena vez lo que alguien llamaría la corriente central del pensamiento europeo moderno, los lugares comunes de la Bibliotheque de philosophie contemporaine que edita en París Alcan. No salimos de Taparelli, Liberatore, Prisco, Urráburu y otros por el estilo, sino para entrar en Sergi, Novicow, Ferri, Max Nordau y compañeros.
Cuando he oído sostener a alguien el disparate histórico de que al pensamiento español le perdió en pasados siglos el consagrarse demasiado a la teología, y agregar que nos han faltado físicos, químicos, matemáticos o fisiólogos porque nos han sobrado teólogos, he dicho siempre lo mismo: y es que en España, así como no ha habido filósofos, y precisamente por no haberlos habido, no ha habido tampoco teólogos, sino tan sólo expositores, comentadores, vulgarizadores y eruditos de teología. la prueba de que aquí no han florecido nunca de veras los estudios teológicos y que nunca se ha llegado con intensidad y alguna persistencia al fondo de los gravísimos problemas metafísicos y éticos que ellos suscitan, es que no ha habido aquí grandes heresiarcas.
Donde no florecen las herejías, es que los estudios telógicos son una pura rutina de oficio y un modo de matar el tiempo y ocupar la pereza espiritual con una falsificación de trabajo.
Aquí no hemos tenido ni grandes herejes de la Teo.
logía, ni grandes herejes de la Filosofía. Pues así como hay una dogmática ortodoxa católica de la que ningún fiel puede apartarse, so pena de incurrir en pecado y poner en peligro su salvación eterna, imposible fuera del seno de la Iglesia, así también hay una dogmática científica moderna, aunque al parecer más amplia que aquella, de la que ningún hombre culto puede apartarse, so pena de incurrir en extravagancia, prurito de originalidad o monomanía por las paradojas, y poner en peligro su crédito entre los sabios esta insoportable clase de hombres y hasta su respetabilidad entre las gentes. Para muchos Haeckel, pongo por caso de sabio de la corriente central y por sabio para quien está cerrado lo más grande y lo más precioso del espíritu; Haeckel, digo, es para muchos algo así como un santo padre de la iglesia científica moderna. Sobre todo cuando Haeckel suelta ramplonerías o groserías insípidas, lo cual sucede muy a menudo.
Digo, pues, que esta incapacidad filosófica que nuestro pueblo ha mostrado siempre y cierta incapacidad poética no es lo mismo poesía que literatura ha hecho que caigan sobre el Quijote muchedumbre de eruditos y perezosos espirituales, que constituyen lo que se podría llamar la escuela de la Masora cervantista.
Era la Masora, como el lector sin duda sabe, una obra judía, crítica del texto hebreo de las Sagradas Escrituras, obra compuesta por varios doctos rabinos de la escuela de Tiberiades durante los siglos octavo y noveno. Los masoretas, que es como se llama a estos rabinos, contaron las letras todas de que se compone el bíblico, y cuántas veces está cada letra y cuántas veces cada una de estas va precediendo a cada una de las demás, con otra porción de curiosidades del mismo jaez.
No han llegado todavía a tales excesos los masoretas cervantistas por lo que al Quijote se refiere, pero no le andan lejos. Se han registrado por lo que respecta a nuestro libro todo género de minucias sin importancia y (Concluye en la página 14)
to Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica