152 REPERTORIO AMERICANO Ismael Enrique Arciniegas Por NIETO CABALLERO De El Tiempo. Bogotá, 24 de enero de 1938 Ismael Enrique Arciniegas Cuando hace ocho días nos acercamos a su lecho de enfermo, nos dijo: Ahora sí es lo definitivo. Siento que me voy a ir. Quizá ya es hora. Le contestamos sonriendo: No se acobarde. No parece usted el hombre de Enciso. Su constitución y su aspecto son como para resistir un siglo. Sonrió también. No le deciamo el concepto como en juego, para distraerlo de sus pensamientos tristes, sino porque sinceramente no nos pasó por la imaginación la idea de que estábamos en el momento de la despedida. Con un profundo dolor nos hemos enterado de que, después de unos días de mejoría aparente, sufrió un síncope ayer a las cuatro y media de la tarde. Adiós, adiós! Me voy. dijo a los suyos. quedó muerto.
Muerte sin agonía, sin lágrimas, valiente, muerte tranquila, muerte de héroe o de santo, que nos roba a un nobilísimo amigo! Ante todo pensamos en el hombre. Ismael Enrique Arciniegas era un hombre fundamentalmente bueno. Se hacía querer por sus altísimas condiciones morales, de individuo equilibrado, sin envidia, isin rencores, espiritual, gracioso, amigo de las bromas, que conversaba deliciosamente, dejando traslucir en las palabras la sustancia misma de su corazón, en el que no hallaron cabida sino los sentimientos más puros, de amor por los suyos, por su patria, por la belleza, por el arte, consagnado a las letras toda la vida, con una eficacia que dejó su nombre en la más alta cima de la literatura colombiana.
Variada fué su vida, agitada, cambiante. Con servador de meditada doctrina, pero sin un átomo de pasión excluyente a su partido ofrendó lo mejor de su espíritu en resonantes campañas, que lo hicieron destacar como escritor atildado, celoso de los fueros gramaticales, estudioso, entendido, cuya prosa correcta, jugosa, agradable, frecuentamente risueña, llegó influir certeramente en los destinos nacionales, ante todo marcando el derrotero de los combatientes hidalgos, listo a tender la mano a los vencidos, a hablar de patria, porque sentia ja la patria como una gran hermandad, como un hogar, como el más bello asilo para la acción y para el pensamiento a que lo empujaba su fuerte dinamismo.
Periodista de escuela, de carrera, de luchas altas, de inicitivas venturosas, de celo ardiente, respetó siempre al adversario. No llevaba en el carcaj flechas enherboladas. No se enconaban las heridas que abría. Atacaba de frente y con limpieza, sin que en su larga vida hubiera tenido nunca que acusarse de una calumnia artera, de una sugestión perversa, de una palabra innoble. De la cabellera nevada, que era ya un penacho, a las plantas peregrinas, era total y armoniosamente un caballero. Como siempre ignoró el odio, como desconoció la venganza, como supo respetar siempre la sinceridad ajena, no aguardaba a la terminación de la campaña, que en plena lucha se abrazaba con el contendor, para hacer flotar la bandera blanca de la amistad sabre el campo de las diferencias políticas. Amigos de toda la vida, que lo quisieron entrañablemtne, tuvo entre los liberales.
No solamente fué pulcro. Fue eficaz y fue afortunado. Probó a todos que la sana intención y la realización elegante podían sen entre nosotros los cimientos más sólidos del triunfo.
Las hojas procaces son efímeras. El lenguaje de la exageración y el de la contumelia no gustan sino a los enfermos morales. Al frente de El Nuevo Tiempo, pequeña empresa que les compró a los doctores José Camacho Carrizosa y Carlos Arturo Torres, conoció las satisfacciones de la influencia política, muchas veces decisiva, y la alegría del rendimiento pecuniario. Poco a poco fue desarrollando su diario hasta hacerlo el primero del país, un oráculo del partido conservador y la base de una coqueta fortuna. No era quizá excesivo el concepto, aunque los liberales lo poníamos en solfa, de que El Nuevo Tiempo hacía presidentes de Colombia. Lo cierto es que nada había tan importante para un candidato como contar con su apoyo.
Rico, feliz, altamente considerado en la sociedad y en la política, repasando recuerdos de sus fugaces aventuras bélicas, de los puestos que había ooupado en la administración, en la diplomacia, en las cámaras, en los directorios, convencido de la importancia de su periódico en la vida nacional y de la eficacia de su acción en el campo electoral y en los rumbos del gobierno, sin remordimientos y sin enemigos, debía considerarse como uno de los triunfadores de la vida, a quien la vida no podía negarle ninguna de sus satisfacciones. Los políticos saiudaban en él a un conductor y los letrados a un maestro.
En esas circunstancias aceptó el cargo de Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario de la república en Francia. Durante la guerra grande había terciado con entusiasmo en favor de los aliados que, agradecidos, le habían constelado el pecho de condecoraciones.
Como Francia había influído poderosamente en su formación intelectual, a Francia ofrendó lo mejor de su cosecha. Su espíritu ardía ante los altares de la gran nación que proclamó para el mundo los derechos del hombre. Esa devoción a Francia, en cierto sentido, lo perdió.
Quiso ir a contemplaria después de la victoria, a reiacionarse con los grandes hombres que la habían salvado del caos, a estrechar los vínculos que a unían con nuestra patria. Acepto el cargo. Marchó a Francia. abandonó lo suyo.
Cómo fué melancólico todo lo que siguió, en el debilitamiento primero de las entradas por una mala dirección, en las sumas robadas por un empleado infiel y, más tarde, en un segundo viaje a París, el más largo, porque la primera vez, al regresar, por causa de las malas noti que de la empresa le llegaban, para tomar de nuevo el timón de la nave, la volvió a levantar, a orientar, y a convertir en la más productiva que tenía entonces el periodismo nacional, hizo malos negocios, permitió que sobre ella se consiguieran dineros para ampliaciones innecesarias, para servicios poco indicados para transformar las oficinas en salones de lujo, y empezó el descenso.
Tuvo que convertirla a su regreso en sociedad por acciones, que aceptar un sueldo por la dirección, que ser desalojado más tarde por elementos que entendían las campañas politicas en forma distinta a la observada y predicada por él. fué la ruina. Ahí surgió un Arciniegas superior al que hasta entonces conocíamos. Todo el fondo moral subió a la superficie. Era el hombre de la dignidad, de la resignación, del decoroy que en circunstancias aleves no perdía la sonrisa. Tenia una fe profunda, para alimento de su alma, no para la enfermiza o la interesada ostentación. acaso en ella encontró los consuelos y las fuerzas para seguir, cuando ya había llegado la trémula vejez envuelta en frío. la despiadada lucha.
De estos últimos tiempos, de los últimos días, porque no es exageración decir que murió con la pluma en la mano, quedan deliciosos paliques, en que la festividad de las mejores horas irrumpe como un surtidor de luz por entre la prosa apretada de recuerdos. En ninguna parte se pueden apreciar mejor su bonhomía, sus dotes de conversador, su natural chispeante, su alma sana, acostumbrado al retozo de la amistad, a hacer burla de sí mismo, a encontrar y presentar lo cómico de las situaciones, aun aquellas en que la risa iba a ser a costa de él, que no vacilaba en pintarse como regocijada víctima Tenía una memoria prodigiosa y había sido actor y espectador en innumerables acontecimientos de importancia, que sabía referir amenamente. Ismael Enrique Arciniegas está mezclado a cincuenta años de historia. Desempeñó un papel airoso en múltiples etapas, en otras no tuvo suerte, pero jamás permitió que la amargura le saliera a los labios. Sabía perdonar. Más aún; sabía olvidar. Muchos ataques, de aquellos en que la plebeyez de las (Concluye en la página 14)
Escultura de Sánchez. Véase la página final. Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica