Enrique Espinoza

REPERTORIO AMERICANO 41 Confesión del amigo que vuelve Por ENRIQUE ESPINOZA Envio del aufor. Buenos Aires, octubre de 1938 FLANDRO Leopoldo Lugones Dibujo de Alejandro Sirio La muerte de Lugones me sorprendió en La Habana el sábado 19 de febrero mediante el cable tardio de un diario de la noche, a la víspera misma de una conferencia que debía pronunciar sobre El sentido social de Martin Fierro en la benemérita Institución Hispano Cubana de Cultura que preside con tanto cariño como eficacia el Dr. Fernando Ortiz. Necesito decir que los veinte años pasados en la intimidad de Lugones, a quien por cierto tuve ocasión de exponer el propósito de mi conferencia casi un lustro antes, al concebirlo en forma de artículo o ensayo para el centenario de Hernández, me trajeron aquella noche innumerables recuerdos personales que con el insomnio y la soleledad prolongaron mi angustia hasta la madrugada?
No bien asomó la primera luz del sol en la alta ventana de mi triste pieza de hotel, bajé a la calle para comprar los diarios dominicales en procura de un desmentido más que de una confirmación a la muerte de Lugones, ya que en mi desvelo no había dejado de abrigar la secreta esperanza de que todo fuera sólo un equívoco, una pesadilla, un error.
Desgraciadamente, ahí estaba el fatídico telegrama, encabezando unas notas ligeras sobre la obra y la vida de Leopoldo Lugones. Apenas si se recordaba en tales notas otros libros suyos que los de fines del siglo pasado o principios del presente.
De toda la estrepitosa actuación pública del escritor durante más de cuarenta años sólo aparecía entre comillas la malhadada frase trunca de su dis.
curso militarista en Lima con motivo del centenario de Ayacucho. Una de las crónicas en su afán de hacerla más significativa convertía la hora de la espada en el título de un canto o poema. Co mo si Lugones no hubiese dejado una docena de auténticos libros de versos desde Las Montañas de!
Oro y Los Crepúsculos del Jardin hasta los Pozmas Solariegos, pasando por el Lunario Sentimental y El Libro de los Paisajes, para no mencionar aquí la totalidad de su obra poética.
Pero aún de estos pocos libros sólo se trataba allá del segundo y no por la innegable influencia que Los doce gozos. por ejemplo, ejercie.
ron en su tiempo sobre la mayor parte de los poetas del continente, desde la Argentina hasta México, sino por aquella injusta acusación de plagio a Herrera y Reissig que lanzara sobre nuestro poeta el venezolano Blanco Fombona, primero; y el argentino (por su vida y por su obra)
Horacio Quiroga, después.
Uno de los diarios más importantes de La Habana citaba entre las obras en prosa de Lugones, La Argentinidad de Ricardo Rojas. Otro le atribuía en una confusión de distinta especie lo más característico de la vida de Santos Chocano. todos, cual más, cual menos, caricaturizaban en pocas líneas la verdadera imagen del hombre integro y del escritor representativo que había conocido de cerca durante veinte largos años.
En verdad, toda aquella prensa revelaba apresuramiento, falta de información y de crítica antes que mala fe, antipatía o inquina. Pero en mi estado de ánimo esta omisión involuntaria de lo propio y mejor de Lugones, su gran personalidad en primer término, no dejó de aumentar mi pena aquella mañana. Era una nueva y última comprobación de la poca importancia que se concede en Hispanoamérica a los libros de nuestros más altos escritores, cuando éstos no visten la casaca de los diplomáticos y aquellos no repiten el lenguaje de las conmemoraciones oficiales del día de la raza.
Unas horas más tarde, camino del Teatro del Prado, donde tenía que leer mi conferencia sobre el inmortal poema de Hernández, cuyo reconocimiento en Buenos Aires iniciara Lugones justamente veinticinco años atrás, no pude menos que dejarme llevar a lo largo de la Avenida Martí por un pensamiento melancólico.
Los países hispanoamericanos, no cbstante su comunidad de origen, idioma y cultura, viven en creciente ignorancia de sus hombres y regímenes representativos, a tal punto que sólo la inesperada desaparición de unos u otros halla eco difuso en su prensa y esto de la manera más lamentable.
Fué naturalmente lo que acabamos por decirle al público del teatro en un sentido homenaje a Lugones, añadiendo con profunda emoción que, como Unamuno, nuestro poeta merecía el reconocimiento no sólo del amigo sino también del adversario, porque para este sobre todo había sido una gran luz de aurora antes de hundirse en su propia sombra.
Mis palabras no dejaron de impresionar al culto auditorio de la institución patrocinadora de la conferencia. En el mismo teatro dos jóvenes profesores de la Universidad de La Habana se me acercaron al final para invitarme a hablar en la Facultad de Letras.
La coincidencia de cumplirse el dia aterior el primer aniversario de la muerte de Quiroga, sobre quien acababa de publicar un artículo en la Revista Cubana, recordando de entrada cuanto lo había unido en vida a Lugones, me decidió a trazar un paralelo entre estas dos singulares figuras de ambos países del Plata, que son a mi juicio sus escritores máximos en prosa y verso, respectivamente. Pero de todo lo que dije allá durante una hora y media porque no me dieren tiempo para escribir el discurso, sólo creo oportuno recordar aquí la siguiente conclusión: Nunca tuvimos para el invariable Quiroga tantos elogios cuantos vituperios tuvimos para el versátil Lugones. a buen entendedor. Ya en prensa este número, el escritor que firma Enrique Espinoza, quien trabajó durante muchos años al lado de Lugones en la Biblioeca Nacional de Maestros, nos envía este artículo cuya publicación creemos de interés para los que desean formarse, entre tantos juicios contrarios, una más cabal opinión sobre la personalidad de Lugones (Nota de Nosotros, Buenos Aires, en su número 26 28, Mayo Sulio de 1938. Año II, extraordinario, dedicado a Leopoldo Lugones. prolongada ausencia de más de dos años, el recuerdo de Lugones y Quiroga con quienes había andado tantas veces por esas calles céntricas, fue para mí al principio, sobre todo, una verdadera obsesión.
Al retornar solo a los lugares que antes frecuentáramos juntos, creí sentir a derecha e izquierda el embarazo de su doble compañía, igual que el de las propias manos en ciertas circunstancias.
Sin embargo, la ciudad evocadora e indiferente como siempre a las manifestaciones más sutiles de la inteligencia, no sospechaba siquiera el vínculo extraordinario que ella misma había tejido por tal intermedio en el menos importante de sus hijos pródigos.
Sólo dos o tres amigos fraternales, que tam.
bién lo fueron de Lugones y Quiroga, compartían ahora a mi lado esta conjunción de sus nombres en un cariño idéntico, a pesar de todas las diferencias. Porque después de todo, el uno había salido del otro, como un río de una montaña. Lugones era nuestro pasado; Quiroga, nuestro po venir. Los dos, fieles a su indole clara y distinta, apenas pertenecían al presente, que no los había sabido comprender en su órbita. Expliquémonos.
La eclosión finisecular de Lugones como poeta americano, el más fuerte de cuantos surgieron antes y después entre nosotros, determina el arranque de Quiroga al comienzo del nuevo siglo. Es un momento crucial para la literatura hispanoame ricana y por lo mismo lo es también para ellos, que llegan pronto a encarnar sus dos direcciones principales.
No por nada asegura Quiroga en el mejor ensayo que se ha escrito sobre Los Crepúsculos, refiriéndose a Emoción aldeana en particular, como ejemplo típico del Lugones de mejor ley. Esto supone orie ción al arte del hombre, no de la belleza; algo de la severa rectitud que se tuvo antes cuando se escribía sin el propósito de hacer obra de arte. no por nada tampoco Lugones recuerda en su hermoso artículo acerca de la novela inicial de Quiroga, su juicio ya hecho a la lectura de El Crimen del Otro. Creía haber dado con el primer prosista de entre la juventud americana, hecho por cierto con solador y singular. Esta novela (Historia de un amor turbio)
es al respecto una confirmación in contestable.
Ambas apreciaciones, igualmente alejadas po su mutua y confesada amistad personal del toma Horacio Quiroga De vuelta a la casa, en Buenos Aires, tras una Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica