40 REPERTORIO AMERICANO Tierras, Mares y Cielos Por NAPOLEON VIERA ALTAMIRANO De Diario de Hoy. San Salvador, El Salvador, 23 de Enero de 1938 El guarda la divina diadema de Cosroes desde el sublime nido de sándalos y aloes que tiene en una lírica montaña: El Shah nameh.
Juan Ramón Molina Un gran trabajador, un férvido unionista, Isınael Zelaya, hondureño de sano espíritu y amigo nuestro gracias a la bondad de Medardo Mejía que juntó nuestras manos. entrega hoy una obra bella. Se trata nada menos que de ese poemario de Juan Ramón Molina, el más grande de los poetas de Honduras y uno de los más notables de toda la América: Tierras, Mares y Cielos. Nombre más universal, más amplio y orgulloso para un libro, sólo podría caber en la mente de Juan Ramón, que la picaba de futuro mariscal centroamericano y Goethe de las letras americanas.
Yo era un chiquillo cuando murió este gran Juan Ramón. No le conocí en el sentido que a la frase dan los escritores que blasonan de haberse codeado con medio Olimpo. lo mejor, lo que podría decir parecería a aquello de José Madriz, hijo, cuando lo presentaran con un notable muchacho de Santa Ana. Cómo? Si ya nos conocemos. Para qué presentaciones. No se acuerda usted de cuando le tiraba piedras desde la casa de doña Fulgencia?
Yo cra un chiquillo nada más. Lo vi solamente unas dos veces, allá por el mes de noviembre de 1908, en los corredores del Institut) Nacional. Juan Ramón Molina era examinador en las materias de Lógica y Psicolo.
gía y los muchachos le temblaban porque era un positivista. Alto, tan alto como don Manuelón Castro Ramírez; con un mostacho de granadero, negro y apretado, como que tenía algo de indio de Honduras. Imponente. Más parecía, en realidad, un hombre de armas que un hombre de letras.
Pero ya su nombre se discutía en los bancos del Instituto, entre los estudiantes de ciencias y letras. Guillermo Hall y Alberto Rivas Bonilla, mis maestros en medir las sílabas y buscar buenos consonantes, lo habían leído ya y me lo ponderaban. Su nombre sonaba con lo; de Adán y Augusto Coello, Paulino Vanegas, Julián López Pineda, Antonio Bermúdez y Froylán Turcios, todos hondureños y hombres de letras, refugiados en El Salvador en las periódicas emigraciones de los pobres hondureños, que llegaron a ser vistos como los judíos de Centro América. Oyendo su nombre, sin haber leído una sola línea de él, yo llegué a ver en Juan Ramón Molina un gran poeta nuestro y empecé a buscarle. le encontré cierta vez, en un número de La Quincena, la inolvidable revista que publicara en esta capital Vicente Acosta y que llegara a ser casi una tribuna de las letras hispanoamericanas. Para el poeta muchacho, para el principiante en los versos o la prosa, con.
seguir una publicación en las columnas de la revista aquella, era la consagración final. Allí fue consagrado nuestro Francisco Herrera Velado y por sus tersas páginas de papel satinado costeado por el Tesoro Público, pasaron las proc ucciones múltiples de Arturo Ambrogi, Vicente Acosta, Armando Rodríguez Portillo, Ramón Quesada, Francisco Gavidia, Santiago Barberena, Benjamín Orozco, Salva.
dor Carazo y todos los que en aquel tiempo representaban la mentalidad salvadoreña.
Pues bien: el muchacho que yo era quedó prendado, con impresión que le seguiría al través de la vida, de la poesía de Juan Ramón Molina. Allí, en aquel ejemplar olvidado de la revista de Acosta, lei la primera vez varios poemas de Juan Ramón Molina: Rio Grande, Anna Muerta, El el Salón de Retratos, Tus manos, Nada es Todo, Pesca de Sirenas, El Ave Simurgo y otros más. El poeta quedó dueño y señor del alma del muchacho y no dejó de ejercer una influencia duradera en los trabajos de verso en que yo me empeñaba por aquellos años. Influencia quizá perniciosa, dañina, impropia para un adolescente, pero que no podía evitar en la pobreza ambiente y que de todos modos resultaba un poco mejor que la influencia de Julio Flores o de Manuel María Flores, el poeta de México. Fue necesario que Guillermo Hall pusiera en mis manos unos cuantos libros de Darío para que yo me saliese de la influencia del bardo hondureño.
Curioso el eco que deja un gran hombre en el alma de un muchacho. Recuerdo que un día de tantos, estando en el Instituto Nacional, me acerqué a don Santiago Barberena, a preguntarle, con sencillez de aldeano, qué cosa en eso de Ave Simurgo. Don Santiago, que ne quería mucho, sonrió malicioso y sin responder directamente a la cosa, me espetó otra pregunta. dónde ha visto usted eso?
No vacilé y le recité el bello soneto de Molina: Don Santiago se volvió a mí, cordial. de quién es eso. Pues de Juan Ramón Molina. Entonces agregó deben ser cosas de Honduras Pero a renglón seguido me dio los datos piimarios del gran poeta persa, el hombre generoso y excelso, amado de los príncipes pero a quien el esplendor de los palacios no hizo doblar nunca la rodilla.
He conservado intacto, en mi memoria, este soneto, desde 1910 y reconozco dos diferencias con el que trae el libro de Zelaya: el segundo alejandrino de la primera estrofa, el verso del primer terceto y el último de todo el soneto Es probable que Juan Ramón, como hace hoy día Barba Jacob, diera a publicidad sus poemas con sucesivos retoques, y así me explico algunas diferencias encontradas entre los poemas que recuerdo y éstos que tan nítida.
mente y encantadoramente publica Ismael Zelaya. De todos modos, la fuerte personalidad de Juan Ramón Molina se destaca allí con toda su magnificencia de poeta genuino, hondo, resonante, sombrio, tan sombrío que a cada paso se le advierten semejanzas con el autor de Ulalume, con Edgard Allan Poe. Ulalume y Aniversario parecen ser poemas de una misma mano, lágrimas de un solo corazón.
El libro que ahora llega, editado por Ismael Zelaya, viene a llenar un gran vacío en la bibliografía centroamericana. Muchas edi.
ciones por lo menos tres se hicieron de Tierras, Mares y Cielos, pero ninguna con el esmero, la fidelidad y la frescura de esta de Zelaya.
Por otra parte, el poeta permanece aún el más alto poeta de Honduras y uno de los mejores de Centro América. Hay que recordar que Juan Ramón Molina murió el de noviembre de 1910, a los treinta y tres años de edad, todo un niño grande, dejando poemas que podrían llevar, con toda propiedad, sin desdoro alguno, las firmas de Chocano, Darío, González Martínez, Gavidia o cualquiera otro destacado portalira de la América. Me ha referido Julián López Pineda detalles intere.
santes de aquella noble inteligencia. Juan Ramón se empeñaba en hacerse de una cultura científica y filosófica de primera fuerza. Amaba las ciencias naturales y las matemáticas. Su sueño era llegar a ser un gran poeta y escogió como director de quimeras, nada menos que a Goethe, a quien leía con devoción reflexiva y analítica. Desgraciadamente tuvo poco dominio sobre sus emociones y un día de tantos murió, víctima de una intoxicación opiácea, en una chinama de Aculhuaca, causando con su muerte una sacudida de inmensa amarguia a la lírica Centroamericana.
El libro que ahora lanza a la circulación Ismael Zelaya, ha sido impreso en Tegucigal.
pa, en la imprenta Calderón. Trae un prefacio de Enrique González Martínez, el gran poeta de México, ilustraciones de Enrique Galindo y apunte bibliográfico de Rafael Heliodoro Valle.
Este es el regio pájaro que vio Firdussi un día volar desde el Levante partiendo el cielo en dos; que tiene en sus apólogos mayor sabiduría que las más nobles bestias de la tierra de Dios.
Sus alas. donde puso sus opalos el díafatigan los azures de alguna estrella en pos; su cola es un arco iris de ardiente pedrería; sus ojos, dos carbunclos magníficos. En los dísticos que celebran la omnipotente gloria del Irán, este pájaro de luz y de victoria volar sobre oriflamas y ejércitos se ve.
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