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308 REPERTORIO AMERICANO La libertad imposible Por ANTONIO REBOLLEDO Envío del aulor. Las Vegas, New Mexico, agosto de 1938 Juan Escobedo lo habían mandado toda su vida. De niño, cuando su madre no lo necesitaba para acarrear agua del arroyo en ta.
maños cubos que la buena señora usaba para lavar cerros de ropa, su padre se lo llevaba al taller de carpintería a recoger viruta, sostener palos, alcanzar amientas o hacer recados. todo eran órdenes para Juan. Juan, da de beber a la burra. Juan, atiza la lumbre de la cocina. Juan, alcanzame el serrucho grande. Juan, quitale esas tijeras a Manuel.
Manuel era un hermanito de pañales que berreaba como un condenado cuando se le quitaba algo de las manos. Juan nunca encontraba tiempo para jugar a las canicas.
Cuando ya empezaba a cambiar la voz lo enviaron a la escuela de la placita. pero como el pobre era duro de mollera o diremos mejor de no claro entendimiento, el maestro le señalaba diariamente tareas repetidas y trabajosas. en su casa continuaban los mandados complicados con las necesidades de otros hermanitos venidos al mundo Juan, haz esto, y no te demores.
Juan, haz aquello, y vuelve pronto.
Porque ya para entonces Juan había aprendido aquella resistencia pasiva que consiste en demorarse al hacer los recados y perder el tiempo, que para Juan era ganarlo. Mas a pesar de sus martirios, Juan aprendió a leer. no se sabe si para bien o para mal, porque ello fué, en parte, la causa de su perdición.
Muerto el padre, Juan se vió forzado a trabajar en cualquier cosa. Como era un mocetón fuerte lo aceptaron en unas minas de carbón, donde un capataz fiero le daba órdenes a gritos y casi le pegaba cuando no cumplía sus obligaciones con esmero. Hasta que le dijeron que no había más trabajo. Después cambió de colocación mil veces. Fué ayudante de albañil, trabajó en una lavandería; luego en una fábrica de aguas gaseosas. siempre haciendo los trabajos más pesados o los más sucios. Siempre recibiendo órdenes de mala manera.
Juan estaba convencido que era muy natural recibir órdenes, ser siempre mandado, y obedecía con resignación, aunque rencoroso de no tener holganza y paz.
En estas circunstancias Juan conoció por ca.
sualidad a su tocayo Juan Gómez. Era éste un afilador de cuchillos que caminaba por las calles parsimoniosamente empujando su rueda de amolar y echando al aire la aguda música de su flauta metálica.
Juan Gómez era español, oriundo de Cataluña y hablaba con marcado acento castellano, lo cual se notaba sobre todo en la pronunciación de la zeta. Los dos Juanes se simpatizaron por quién sabe qué raro designio de la fatalidad. Escobedo le fascinaba la zeta de su tocayo y su hablar desenfadado y libre de persona acostumbrada a no obedecer a nadie. Gómez, en cambio, le interesó la ingenuidad de su joven amigo, en que adivinó fértil campo para sembrar sus curiosas teorías libertarias. Gómez contó su vida trashumante a nuestro Juan y le habló de una doctrina extraña que le hacía preferir ganarse frugalmente la vida con una labor tan modesta como la de afilar cuchillos, antes que estar sujeto a la voluntad de amos y capataces, pervertidos por lə viciosa costumbre de mandar. Hablaba con entusiasmo de un sabio Backunín, maestro de anarquistas, que predicaba la libertad completa del hombre, el cual no debería estar sometido a ley, ni a jefe alguno, porque leyes y jefes eran los instrumentos detestables con que los intereses mercantilistas se organizaban contra la dignidad humana.
Juan escuchaba maravillado, comprendiendo a medias las elocuencias de su amigo. Empezó a leer folletos impresos en Barcelona, de los cuales no entendía más que la mitad de las palabras, pero que Gómez le interpretaba con abundancia de gestos y sonoridad de insultos para aquella sociedad podrida que negaba a los hombres sus más caros derechos. Hasta que Juan dirigió trabajosamente una idea: que mandar era una tiranía y una injusticia, y obedecer, una necesidad humillante.
Esta idea, paulatinamente asimilada, hizo el milagro de convertirse en un sentimiento de rebeldía, avivado ante el recuerdo de toda su vida de servidor obediente.
Gómez se fué a otro pueblo, escogido a voluntad, a seguir su vida libre, a continuar siendo su propio amo y a anunciar su presencia disturbadora con las notas agudas de su zampoña; mientras que Juan se quedó irreparablemente descontento, acumulando amarguras, rumiendo odios.
Para colmo de desdichas, se enamoró ardientemente de Teresa Campos, y se casó con ella, acaso porque había notado en la muchacha señales de mansedumbre y abrigaba Juan la tierna esperanza del consuelo de convivir con una dulce personita que no supiera mandar. Nunca lo hubiera hecho! No bien pasada la luna de miel, Teresa Campos fué para Juan el tiro de gracia de su perdición. la blanca palomita le salieron unas filudas garras de gata montesa. Porque ni sus padres cuando estaban iracundos, ni sus más fieros capataces, nadie jamás le había dado órdenes con más imperio, ni con mayores exigencias. Juan, levántate a prender la lumbre. Juan, parte leña.
Juan, ve a la tienda y comprame esto. Juan, seca los platos. Juan, dame dinero. Juan al año justo de su matrimonio se volvió loco.
Lo llevaron al manicomio, divagando cosas incomprensibles y llamando a Gómez y a Buckanin Después de un período de observación los médicos alienistas no supieron determinar la causa exacta de su locura. Lo clasificaron entre los dementes inofensivos que podían hacer algunos trabajos fáciles al aire libre. Juan, ya loco, siguió recibiendo órdenes, órdenes de médicos, órdenes de guardianes. volviéndose cada vez más loco.
Por aquel entonces se construía en el asilo una planta de calefacción con una gigantesca chimenea. Juan lo pusieron a acarrear ladrillos, y aunque él no se negaba a trabajar, lo hacía mascullando incoherencias, en que a veces se entendían palabras como libertad y órdenes.
Cierto día luminoso de verano en que regresaban sus celdas los enajenados de la razón ocurrió algo singular que tiene relación con nuestra historia.
Pasaban los enfermos por delante de la casa del director de la institución, la cual estaba rodeada de un espacioso césped protegido por un alambrado. El director y su esposa se afanaban inútilmente por hacer bajar a un escandaloso loro, mimado de la casa, que se había trepado a la copa de un árbol corpulento. Sacudían las ramas con un palo, tiraban piedras, suplicaban y el malvado animal batía las alas, chillaba, pero no descendía. Juan se quedó mirando la escena largamente. al fin se rió, se rió mucho, como se ríe un loco, como si una idea salvadora hubiera alumbrado su mente enferma. los pocos días de este incidente se concluyó la construcción de la chimenea de la planta calorífera, la cual se erguía esbelta a ciento cincuenta pies de altura. Juan se la quedo contemplando con fijeza, cual si le atormentara una obsesión. Su mente turbia asociaba ideas elementalmente. Ordenes. Loro. Altura. Libertad.
Repentinamente, el loco tuvo la lucidez necesaria para escapar sigilosamente las miradas vigiladoras de los guardias y cogiendo una comba pesada trepó ágil por los peldaños de hierro hasta la misma cumbre de la chimenea, en donde se sentó triunfalmente. Cuando los guardias se dieron cuenta, Juan se hallaba arriba, en esa vertiginosa altura, libre, feliz y dominador por primera vez en su vida. Ni ruegos, ni persuasiones, ni amenazas dichas a viva voz lograron hacerlo bajar. El terrible martillo se alzaba airado cuando alguien intentaba subir para hablarle de cerca. Completa, invulnerable. gloriosa fué la libertad de que Juan gozó rebeldemente. La altura le daba una sensación de livianidad, de una grata ausencia de estorbos, algo así como deben sentir las aves, libres para sumergirse o elevarse en el espacio blando.
Durante dos días y una noche permaneció Juan sorbiendo a pulmón lleno la dulzura de su libertad. Ni el hambre, ni la sed, ni el sueño lo hicieron pensar en bajar a este misero mundo de humillaciones.
Para entonces su hazaña se había hecho sensacional y la gente del pueblo vecino iba como AHORRAR es condición sine qua non de una vida disciplinada DISCIPLINA es la más firme base del buen éxito LA SECCION DE AHORROS DEL Banco Anglo Costarricense (el más antiguo del país)
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