REPERTORIO AMERICANO 249 terrogar a los alumnos. Si el haber sido interrogado en alquel instante por él puede llamarse un honor, no me lo niego: me veo de adolescente enfrente de este hombre, sobrecogida el alma por la presencia de su nobilisimo espíritu.
Ese hombre era don Mauro Fernández. Entre mis compañeros estaba uno de sus hijos. Probablemente iba a cerciorarse de la conducta de éste, como atento padre que fue. Pero años después me di cuenta de que bajo la iluminación de sus ojos paternales, maravillosamente claros, todos los jóvenes éramos sus hijos; todos los jóvenes siguen siendo sus hijos en la mejor forma posible: en la gestación de las almas.
Nuestra patria tiene esta ventura singular; hay un varón que es el padre espiritual de todas las juventudes. No sé si todas las patrias del mundo han podido consagrar ese maravilloso símbolo. Nosotros lo poseemos en esta altisima consciencia. En aquel día inolvidable los jóvenes estudiantes debimos haber sentido como la explosión de un aurora en nuestra alma: cerca de nosotros había estado el hombre que quiso dotar a sus pais de valores eternos. Un valor eterno es esto: es esta casa en donde ustedes se educan, en donde ustedes edifican su vida, en donde ustedes se sienten llamado a destinos superiores. Eso se lo debemos a él.
Ese hombre era el que había fundado el Liceo de Costa Rica. De modo que hab venido a ver su obna, a complacerse en la contemplación de ella, como el escultor se complace en la contemplación de su obra de arte. En verdad, el Liceo tiene una relación muy estrecha con el espíritu de su fundador. Sin duda es de aquí de donde esta cas. deriva fuerzas alentadoras para ser siempre una virtud vital en nuestra nación.
Don Mauro tenía un sentido religioso de la vida. No propiamente una religión, sino un sentido religioso. No profesabı una fe particular en un Dios determinado, sino en lo que necesariamente existe, un dios universal, el dios de todos los hombres y de cada hombre. Por esta razón don Mauro vivía ciertos principios como verdades absolutas. No tengo el temor de decir esto. Estamos acostumbrados a oír que no existen sino verdades relativas y que las mismas verdades de las ciencias son apenas aproximadas y corren el riesgo de ser discutidas.
Pero indudablemente hay verdades absolutas: son las verdades del mundo moral. Don Mauro, por ejemplo, tenía fe, también profunda y sincera en la cultura del hombre. Sólo educándose el hombre se puede revelar en todo el esplendor de sus virtudes. Sólo cuando un hombre es sinceramente culto se manifiesta como ser humano, sólo entonces se puede contar con él para la realización de todos aquellos intereses que le dan valor a la vida. El ena, pues, un devoto de la cultura del espíritu. Educarse él mismo fue un principio directivo de su grande existencia. En este hecho hay un hermoso espec táculo de su biografía: esa formación espiritual.
Desde un medio pobre y modesto, en un momento en que el país carecía de ambiente mental, este caballero construyó por propio esfuerzo, honrado y paciente, una gran vida en sí mismo.
Pocos hombres en nuestra República han alcanzado el desenvolvimiento educativo de éste. Oasi nadie ha sentido hay que decir esto con valor cómo la educación constituye un principio de vitalidad para el hombre y para las sociedades. Pero don Mauro hizo algo más, con lo cual se conquistó el título de caballero a que antes he aludido. No se contentó con satisfacer una necesidad propia, sino que alentado por un deber humanitario, quiso que el principio educativo constituyera también la profesión de fe de la República. Es decir, quiso que la RepúDon Mauro Fernández Acuña y Doña Ada Capellain Agnew (15 de agosto de 1875)
Mi homenaje a don Mauro Por ROMULO TOVAR Discurso. Con motivo del cincuentenario de la fundación del Liceo de Costa Rico. Sacado de los Anales del Liceo de Costa Rica. Nos. y 1937 Jóvenes estudiantes del Liceo de Costa Rica: una invitación atenta del señor Director de esta institución se debe mi presencia en esta noble tribuna docente. El ha querido que todos cuantos debemos algo de nuestro espíritu al Liceo de Costa Rica, concurramos a estas fiestas en la medida de nuestras capacidades, y yo no he vacilado en hacerlo. Efectivamente, quienes hemos estado aquí alguna vez, somos deudores de algo. Reconocemos mejor, con el transcurso del tiempo, el valor de esa deuda. Cuando revisamos nuestra vida, ya hombres, tenemos que considerar con justicia todos aquellos factores que han contribuído a la construcción de esa vida. Unos de esos factores son las escuelas y los colegios en donde logramos la realización de nuestra propia cultura. Aquí estuvo hace unos treinta años o más, un grupo de jóvenes al cual yo pertenecía, en días memorablemente grandes del Liceo de Costa Rica.
Hoy, que hago reminescencia de esto, desearía palabras más espontáneas para agradecer a mi destino semejante fortuna. En un instante, yo veo todos mis seis años de permanencia aquí: veo desfilar las modestas o majestuosas figuras de mis profesores, todos los cuales después, en el correr de la vida, fueron mis mejores amigos; escucho los ruidosos días de clase; me mueven los cantos con que celebrábamos nuestras fiestas o las fiestas de la patria; siento cerca de mí a las dilectas almas de todos aquellos que fueron mis condiscípulos vivos o muertos; lamento la pérdida de algunos que estaban llamados a grandes cosas por sus espléndidias dotes y virtudes, y siento que todo esto no se puede revivir tal vez para reparar pequeños errores y para hacer nuevas promesas.
Digo esta a ustedes porque puedo declararles con cierta experiencia que no hay nada comparable a la felicidad gozada en los días en que hemos sido estudiantes.
Pero hay entre muchas, una reminiscencia de aquellos que parecen definirse en el mundo de nuestros recuerdos, como un eqplendor definitivo. En el fondo claro de un lejano día escolar veo a un hombre pequeño, blanco, de porte sumamente distinguido que entra en nuestra aula.
Era ya casi un anciano revestido de una singular belleza espiritual. No me era completamente desconocido. Al contrario, su imagen me había impresionado tanto, que en mí sigue constituyendo aún una extraña obsesión interna. El viejecito fino, elegante y atractivo, ocupó la tribuna del profesor y comenzó a in Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica