REPERTORIO AMERICANO 361 ADXV gre jubilo; pero en el fondo, permanece profundamente teutón, fiel a las tradiciones de su casta. Con el pincel y con el buril, el fija el sueño nórdico que en vano persiguen Van Eyck y Menling, Lucas de Leyde y Holbein.
Durero fué entonces y sigue siéndolo hoy día, el más grande pintor de Alemania.
Había nacido en Nuremberg, el 20 de Mayo de 1441. Hijo de un modestisimo obrero ceramista de origen húngaro, fué primero discípulo de Miguel Wohlgemut, famoso por haber tallado en madera su Gran Crónica de Nuremberg. Permanece algunos años en su taller, trabajando como obrero en la noble artesanía; y circunstancia peregrina e inolvidable es la de que en la misma calle en que vivia Alberto Durero, estaba la casa de Hans Sach, el zapatero poeta, con cuya figura, siglos más tarde, Wagner traza la del protagonista de sus Maestros Cantores.
De Italia Durero vuelve a su Nuremberg, en donde pinta sus grandes composiciones que le ocupan mucho tiempo y le dejan poco provecho material. Entonces él decide consagrarse, casi por completo, al grabado, sin abandonar, por ello, la pintura de retratos, en la cual sus cualidades de artista sutil, sus atisbos felices, la potencia y la sobriedad de los medios, le vuelven insuperable.
La profunda fe cristiana y el pesimismo del maestro de la La vida de la virgen de la Pasión y del Apocalipsis, no estaban de acuerdo con el Renacimiento pagano y sus interpretaciones religiosas. Su tremendo avanzan quebrantando huesos, aplastando cráneos, pisando animales siniestros. En lo alto de una colina rocosa y erizada de maleza surgen los bastiones de un pétreo castillo almenado; todo bajo un cielo fosco, que se siente pesar como una cúpula de plomo.
Su larga práctica del dibujo, que Durero ejercita dia a dia, le lleva a reproducir, con un cuidado meticuioso, los más infimos detalles de un paisaje, en el que aparecen hasta las nervaturas de las hojas, los tallos de la yerba, los más imperceptibles pliegues de un rostro, las urdimbres de un ropaje o las hebras de una pelambre de animal. Esto, junto con la fuerza de su mente y el sentido de la composición sobria y poderosa, hacen de él un grabador incomparable. Tanto se encariña con el grabado en cobre y dera, que en sus últimos años, ya no hace otra cosa; y tal éxito popular obtiene que, según cuentan sus biógrafos, en un viaje que realizó a los Países Bajos, llevó en vez de la indispensable bolsa repleta de monedas, su carpeta con unos cuantos grabados, con los que iba pagando. divina monedatodos sus dispendios.
De ese viaje ya no regresó a la austera y sabia Nuremberg, llamada en aquel tiempo «la Atenas germánica, sino para emprender el otro viaje, el grande, el definitivo, a la inmortalidad, en la que Alberto Durero sigue y seguirá esplendiendo como el claro símbolo de una Faza, distante, distinta de la nuestra; de una raza fuerte, áspera y hermética; pero profunda y soñadora.
niaRetrato de un desconocido (Grabado de Durero)
grabado Melancolia simboliza la desesperación del alma delante de los límites del pensamiento humano. Su espeluznante Caballero, la Muerte y el Diablo es el último estertor de la pesadilla del milenio, que late aun en el buril del atormentado visionario. Por un agrio camino calcinado, todo sembrado de cráneos, huesos y fieras alimañas, como senda de anatema, avanza ginete en su caballo, un caballero medioeval, vestido de hierro y armado de todas armas. su lado, descarnada, crinada de serpientes, con un reloj de arena en la diestra, cabalga la Muerte. Detrás va el Diablo con un lanzón. todos César Arroyo Marsella. Francia, Llauri De La Prensa. Buenos Aires SENTADO en un trozo plano de un pedrón bermejo, el muchacho respiraba de prisa y miraba hacia abajo. Parecía una vicuña puesta a salvo, una vicuña a la que ya no alcanzan las balas de las carabinas que se detiene acezando, casi secos los ojos y la lengua, en la última cuesta de un cerro cárdeno y fragoso. Llauri. Llauri. decíale el viento. Llauri. Llauri. llamaba una voz honda y triste.
Abajo, cuestas y cuestas y caminos blanquizcos, gríseos, colorados, amarillosos, que culebreaban y se perdían; abajo, peñas y peñas, desnudas unas, aforradas otras de brava y plomiza yareta. Llauri. Llauri. llamaba una voz femenina, honda, clara, triste. voz que traía el viento de la Puna, el loco viento que aviva los ojos de los cóndores, que enciende el apetito de las águilas y que a todas horas silba y silba en el roquedo yermo. Era un chango cerrero hasta de doce años, vestido de barracán. El ovejón blanco que habia juntado el sudor sobre la cabeza retinta, se ablandaba.
Estaba descalzo. Las ojotas de suela se le habían salido mientras corría perseguido por otros punenos, armados de winchester y carabinas, peones de su señor, del señor blanco de pelo rubio como las barbas de choclo. Llauri. Llauri. llamó nuevamente la femenina voz honda y triste. Era la voz de la madrecita muerta, hacia cosa de un año, en la cabaña de paja y barro que tenían levantada en tierras del señor blanco; era la voz de la madrecita que su padre, el tatay Kaupi, había enterrado junto a una mata de tola verdinegra y fragante, descalza, medio hinchada, envuelta en la mortaja barchila que sus viejas manos habían labrado.
Era la voz de Ella. Llamábalo ahora misteriosamente en la soledad de las cumbres.
El muchacho volvía la cabeza de un lado a otro. aquella voz siguió. Llauri. Llauri.
Sus perseguidores aflojaron: quedó aquí uno, en una cuesta empinada: se dobló otro en un repecho fiero; dos cayeron amoratados, echando sangre por boca y nariz.
Dos horas antes, Llauri le había roto la cabeza a su patrón, al señor rubio y blanco de los ojos azules. Fue una pedrada recia. Aun escuchaba la voz de su padre, el tatay Kaupi. Qué vais a hacer, chango. No veis que te puede matar de un tiro?
De tal guisa le habló el viejo lampiño de tez tabacosa, rumiador como llama, más caminador que las vicuñas, resistente a los vientos que nublan los cerros, al hambre y al sol. Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica