236 REPERTORIO AMERICANO siones y los grandes placeres de la feria que vendría después.
Desde uno de los palcos construidos frente al Ayuntamiento, sobre la plaza de San Francisco, vimos desfilar las famosas e interminables procesiones: la muchedumbre de penitentes con sus túnicas y capirotes de diversos colores, que llevando blandones encendidos acompañaban los pasos y las imágenes de sus respectivas cofradías; las Virgenes coroadas, con el pecho resplandeciente de alhajas y cubiertas de grandes mantos de terciopelo profusamente bordados de oro; los armados ostentando orgullosos sus cascos, corazas y gladios romanos; los pendones, ciriales y cruces de plata que descollaban sobre las cabezas de la abigarrada concurrencia; la multitud de clérigos y frailes de aspecto triunfante; las tropas con sus armas a la funerala; en fin, todo ese aparato espectacular en que se complace el sensualismo religioso español.
Mi padre lo miraba con sonrisa burlona, pero sin decir una palabra, por respeto a Maria Luisa y a unas amigas suyas que estaban en el palco luciendo sus mantillas de blondas negras. Al conde no lo vimos en aquellos dias, entregado por completo como estaba a sus múltiples devociones. El doiningo de pascua, cuando llegamos a buscarle a su casa para ir a los toros, supimos que se encontraba indispuesto, por lo que mi padre. poco aficionado a la fiesta nacional española, resolvió quedarse acompañándole.
Maria Luisa y yo, con una marquesa viuda y sus dos hijas, fuimos a ver torear al famoso Frascuelo y después al Paseo de las Delicias, donde desfilaron en sus coches las mujeres más bellas de Sevilla, irresistiblemente seductoras con sus mantillas blancas y sus soberbios claveles reventones, en una atmósfera tibia e impregnada del perfume embriagante de los azahares y las acacias. Al regreso soticité ver al conde, pero me dijeron que se había quedado dormido. Paseándose en el patio de la fonda encontré a mi padre y su semblante adusto me hizo presagiar que algo malo me espe.
raba. Me invitó a subir a nuestras habitaciones, porque le urgía hablar conmigo. Tan pronto como cerré la puerta, estalló la tempestad. Mañana mismo nos vamos de aqui me dijo muy colérico. Tu casamiento con la hija de ese camandulero estúpido es ya imposible. Todo ha concluido.
Tuve que apoyarme en el respaldo de una silla para no caer; pero mi única protesta fue un silencio glacial. Con el carácter de mi padre, la menor contradicción sólo habría conducido a exasperarlo. la hora de costumbre me fui desalado a ver a Maria Luisa. La pobrecita me enteró entre sollozos de la causa de nuestra desgracia. Como usted lo recordará, mi padre se había quedado acompañando al conde mientras nosotros estábamos en los toros. Este le refirió que había cogido un enfriamiento siguiendo descalzo la imagen del Señor del Gran Poder en una de las procesiones y que por la misma causa tenia los pies lastimados. Comentando el asunto, mi padre hizo una crítica acerba de lo que había visto en la semana santa. El conde se enfadó, reprochándole a su vez, la impiedad de que hacia gala. La discusión fue degenerando en disputa, hasta que muy encolerizados ambos llegaron al extremo de injuriarse. Por último el conde, fuera de si.
le dijo que retiraba la palabra dada, porque su conciencia no le permitía otorgar la mano de su Niña al hijo de un impio, sobre cuya casa tendria que descargar forzosamente la ira de Dios.
Desesperados nos lamentábamos de nuestro inmenso infortunio sin poderle encontrar ningún remedio razonable. Al fin convinimos en que lo mejor era aparentar sumisión para no irritar más a nuestros padres, con la esperanza de que pasado algún tiempo se calmarian, volviendo sobre sus pasos. En el momento de separarnos, Maria Luisa, transfigurada por el dolor, exclamó con acento trágico que me hizo estremecer. Venga lo que viniere, te juro por Dios que seré tuya y sólo tuya, viva o muerta!
Al día siguiente salimos mi padre y yo para Madrid y Paris, de donde regresamos a Londres. Transcurrieron algunos meses sin que se modificara la situación. Mi padre guardaba un silencio obstinado sobre el asunto, sin duda para darme a comprender que debía renunciar a toda esperanza de arreglo; sin embargo noté que mi profunda pena lo tenía preocupado. Maria Luisa y yo correspondíamos en secreto. Mis cartas las dirigia a una buena mujer que había sido su nodriza y ella me enviaba las suyas a un club del que mi padre también era socio, pero al que no iba casi nunca. Un dia, al regresar a casa, encontré, ostensiblemente colocada en el escritorio, una carta de Sevilla. No me cupo duda de que mi padre era quien la había traído del club y me puse a leerla, alarmado por el efecto que pudiera haberle producido el descubrimiento de mi correspondencia secreta. Me referia María Luisa que un caballero granadino le hacia la corte asiduamente y que el conde se empeñaba en casarla con él; pero que antes de consentir en ello, se refugiaria en un convento. La noche de nuestra despedida agregaba te juré que seria tuya y sólo tuya, viva o muerta, y este juramento se cumplirá, porque una voz interna me dice que asi lo quiere Dios. Luego me hablaba en términos patéticos del tormento de su vida lejos de mi, de nuestro amor tan desdichado y sin esperanza, y por último de su mala salud, a la que ya se había referido en sus últimas cartas. Los médicos aseguran que no tengo nada, pero me siento morir. Me da miedo ponerme frente al espejo, porque lo que ahora refleja sólo es una sombra de la Maria Luisa que conociste. Aun estaba leyendo cuando entró mi padre de sorpresa. Qué te pasa? me preguntó al ver mi semblante alterado.
Sin articular una palabra le di la carta.
Dudó un segundo antes de tomarla. medida que avanzaba en la lectura, observé que se iba emocionando, y cuando la hubo terminado dió algunas vueltas por el cuarto absorto en sus reflexiones. De pronto se sentó a escribir. Su pluma se detenia con frecuencia y su semblante reflejaba una lucha interna. Releyó con gran atención lo escrito y firmo resueltamente. Saldrás lo más pronto posible para Se.
villa llevando esta carta en que le doy cumplidas excusas al conde me dijo con un ligero temblor en la voz. Si las acepta, como lo espero, iré yo enseguida para reiterarlas de palabra.
Me lancé en brazos de mi padre y una semana después surgia de nuevo ante mis ojos la graciosa silueta de la Giralda banada de sol. Me habia precedido una carta para Maria Luisa indicándole la fecha de mi llegada, a fin de que me esperase por la noche, porque creia indispensable concertarme con ella antes de ver al conde.
Por precaución me quedé en la fonda hasta la hora en que me dirigi embozado en la capa y temblando de impaciencia a casa de mi novia, que me estaba aguardando en la reja. Instante de felicidad suprema! Interrumpiendo nuestras efusiones, me dijo Maria Luisa que entrase en la casa y, sin esperar mi aquiescencia, desapareció de la reja para abrirme la puerta. Muy sorprendido, supuse que el conde, enterado por ella de mi venida y del objeto que me traia, deseaba verme inmediatamente. Penetre en el zaguán. La oscuridad y el silencio que reinaban en la casa aumentaron mi sorpresa.
Quise hablar, pero Maria Luisa me lo impidió. Guiado por ella de la mano llegamos a su alcoba. las tres de la mañana sali de casa del conde, sintiendo que había perdido el dominio de mis actos. En mi cerebro se agitaban fantásticas ideas. Abierta la puerta de la calle, Maria Luisa se quitó del cuello una medalla y poniéndola en mi mano me dijo con voz solemne: Guardala en testimonio de que he cumplido mi juramento de ser tuya y sólo tuya, viva o muerta. Ahora júrame tú que no tendrás otra mujer que yo. Te lo juro. Hasta mañana. Adiós, Fernando.
Dormi profundamente muchas horas, como si estuviese bajo la influencia de un narcotico. Cuando desperté me asaltaron los recuerdos de la noche anterior, pero muy confusos y vagos. la luz del sol que había penetrado en la alcoba, todo aquello me parecía tan extraño e inverosimil, que acabé por persuadirme de que sólo había sido una alucinación o un sueño maravilloso. Recordando de súbito que debía visitar al conde, me incorporé en la cama para ver la hora.
Juzgue Ud. de mi asombro al descubrir sobre la mesa de noche, junto a mi reloj, la medalla de Maria Luisa!
Las palpitaciones del corazón me ahogaban cuando llegué a casa del conde. Me dijeron que no podia recibir a nadie, pero insistí en que le llevasen mi tarjeta y algunos minutos después se abria la cancela para darme paso. Lo encontré en la cama, demacrado y macilento. Siento mucho hallarle enfermo le di je y espero que pronto recobrará usted la salud para dicha de todos los que le queremos bien. He venido expresamente de Londres con el objeto de poner en sus manos esta carta de mi padre, en que le presenta sus más cumplidas excusas. Si usted se digna aceptarlas, vendrá el muy pronto para reiterárselas personalmente y pedirle de nuevo la mano de Maria Luisa, a quien adoro con toda mi alma.
Incorporándose bruscamente, el conde me respondió con voz ronca y dolorida. Llegas tarde. La niña ha muerto hace tres dias. Mentira! exclamé sin poderme conte.
ner. María Luisa vive. La he visto anoche. Pobre Fernando, te has vuelto locomurmuró el conde compasivo, dejándose caer sobre las almohadas.
Hubo un silencio trágico. Yo me oprimia las sienes, tratando de poner orden en mi cabeza revuelta. Por fin le dije en tono de súplica. Perdóneme usted que le haya faltado involuntariamente al respeto. El dolor me extravia.
Me alargó en silencio su mano febril, que yo estreché entre las mías. Esta efusión me calmó un poco y prosegui. Usted afirma, señor conde, que Maria Luisa ha muerto; usted lo afirma y asi debe ser la verdad; pero yo estoy seguro oigalo bien seguro de haberla visto anoche. De suerte que me encuentro ante este dilema terrible: o me he vuelto loco, como usted lo dijo hace un instante, o hay en esto un misterio aterrador. Comprendo cuán do.
lorosa ha de ser para usted esta explicación; sin embargo le ruego que se apiade de mí. Usted puede darme un dato que aclarar tal vez el enigma que me tortura. Me permite usted que le interrogue. Pregúntame lo que quieras me respondió afectuoso y resignado. María Luisa acostumbraba llevar al cuello una medalla de oro con la efigie de la Virgen y su nombre grabado en el reverso. Si, desde el día que fue bautizada. Dónde está esa medalla. Donde siempre estuvo, sobre el pecho Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica