Communism

78 REPERTORIO AMERICANO Fuego en la lluvia Por ANTONIO ACEVEDO ESCOBEDO Envio del autor. México, 1935 nuy cansado.
los botones, dándonos la espalda, seis cabezas de hombres, enmarañadas, y seis cami sas que aun a contraluz, como nos hallamos, denuncian su blancura. alrededor, y detrás, y a los lados de los seis, sombras, mas sombras uniformadas.
Los botones y las manos recapitulan, se aburren, reflexionan. La luz tan restrin gida, nos impidió reparar, antes, en que tiene a cada uno de sus lados un asesor. la derecha, una señora allegada a Mercurio, a juzgar por la balanza. La luz de los campos daña la vista de las señoras de la ciudad: tiene los ojos vendados. la siniestra, una dama voluminosa, que se da excesiva importancia porque tiene más de mil hojas de titulos. Toda ella tiene palidez de papel. La alaban por su rectitud: pero los años y la obesidad deforman su línea. los botones y las manos reflexionan, se fastidian, recapi tulan.
Por los vidrios estragados de la ventanita se filtra un aire frio y húmedo. Afuera, más allá de los cristales, llovió. Se percibe una neblina azulosa y pareja, perforada a ratos por vigorosos mugidos de ganado.
Los botones y las manos, con el imperio de una breve señal, fijan junto a si a una sombra uniformada. Se ve, cortante, la voz: Enciérrenlos ¡Ah! les procuran que cenar.
En voz alta, sólo eso. so voz.
pués que fueron unos disparos al aire; pero al aire, al aire, Filemon perdió alli dos dedos.
Tuvimos que retirarnos, y no hubo ya quien durmiera. En la mañanita vino uno de los mozos a decirnos, de parte de los niños, que si uno de los peores se acercaba a las casas la pagaría caro. Al rato sopló un viento muy fuerte. Venia adonde nosotros y traia las cenizas de lo que en la noche se consumió. Qué cosa, señor! Abríamos la mano y el viento nos iba dejando en ella aquel polvo, tibio todavía, del cereal que nos costo sudor y que nos dio la tierra. Mis compañes ros y yo sentiamos ¿cómo se lo dire? Pues aquella tibieza en la mano se nos volteaba por dentro en calor y coraje. Hablamos de acabar con las máquinas, de romperlas. Casi todos se fueron yendo, asustados de lo que queríamos hacer. pesar de todo, no dijeron nada a nadie.
Como por muchos dias hubo vigilancia en las casas, estuvimos esperando la hora do cumplir lo que dijimos. una noche, al fin, acabamos con aquellas máquinas que les hicieron vacio en el estó mago a nuestras gentes. Creo que ya le conté todo, señor.
Una sombra surgida del último rincón, arrastrando los pies y el gesto con desgana, se acercó a la única mesa que había en la choza miserable. El nacimiento del cerillo a la vida es una llama inquieta y fogosa. Lue go, mientras se regulariza su lumbre, es serenidad y lento consumirse. Sólo cuando conoce el contacto de la mecha del quinqué, y trasmite a éste todo lo que en él vibra, su llama llega a la culminación de la energia Ya pasó su vigor a otro cuerpo infla mable. Entonces lo apagan; pero deja luz.
Ahora la claridad nos permite ver, al frente del interior de la choza, dos manos velludas y entrecruzadas, sobre la mesa, que parecen sostener, vertical, una vara de latón.
Engaña la vista a veces, fijarse mejor: es una fila de botones dorados. De frente a. Confesar, dice usted? Pero, señor: ya ha oido la declaración de mis compañeros Tome la de cualquiera de ellos como si fuera mia ¡Bueno, si es exigencia de la ley.
Sólo queria ahorrarle tiempo; debe de estar usted muy Está bien, perdone. Me limitaré a lo que llama confesar. Eh? Le repito lo que ya le dijeron ellos: nadie nos aconsejó. Nosotros y nuestras gentes teniamos hambre. No, no lo crea; nunca hemos visto la ocasión de hartarnos; no sabe que todos los peones nos conformamos con poco?
Pero de eso a que se pueda soportar oir a las mujeres y a las criaturas llorar de vacio en el estómago usted no ha visto eso alguna vez? Está bien, señor, si le entiendo; no crei que eso lo enojara. Es uno tan ignorante Pues cuando trabajábamos con nuestros arados y con nuestros animalitos, nunca nos faltó nada. La Providencia nos ayudó en todo tiempo. No le diré que teniamos lo que los amos ¿para que tener tanto. pero de las cosechas, aunque eran más cortas que ahora, siempre nos quedaba lo necesario para pasarla regular en Un dia llegaron los niños del patrón, don René y don César, junto con unos gringos que traian unos pantalones muy chistosos y enseñaban las piernas como como mujeres. Te acuerdas, Nepomuceno? Dispense, señor, lo habia olvidado. Pues entre todos montaron on la casa grande unas máquinas más altas que el techo de esta choza, y que bramaban como demonios. En los surcos también pusieron otras, que caminaban solas. Se tiraron nderos para labrar cinco veces más tierra. Vino peonada de de fuera, se trabajó más que nunca. Había que ver cosecha! Montañas, señor, de veras montañas de trigo de maíz. Como vimos que únicamente la mi tad de la cosecha se había vendido y la otra estaba encerrada en las casas del administrador, pedimos que de allí se nos diera. Los niños nos dijeron que el grano guardado no podia tocarse porque los precios, y que e!
mercado, y quién sabe cuántas cosas, y que consiguiéramos fiado en el rancho de don Hilarión Rosado. Como no entendiamos la explicaciones que nos daban y ¡claro! insistíamos, tuvieron que echarnos de frente a ellos. Nuestras gentes sufrieron hambre unos dias; luego, con trabajos, nos hicimos de cereal. En las noches nos juntábamos todos los hombres para hablar de las cosas tan raras que veíamos. Unos ayudando con una palabra, otros con otra, todos comprendimos que la causa eran las máquinas. Nuestras chozas, señor, usted lo sabe, están bastante retiradas del casco de la hacienUna vez, cuando estábamocs reunidos la noche, alcanzamos a ver unas llamaradas del alto de la iglesia, por el rumbo do las casas del administrador Corrimos Queriamos ayudar para que el fuego se acabara. Pero Pero no más acá de cincuenta metros de las casas, los niños, el administrador y los empleados nos impidieron acercarnos. lo que vimos, señor! Los montones de granos de trigo y de maiz, secos, se consumian de prisa, muy de prisa, con un ruido que se metía en el corazón. Creimos que estarian locos y les gritamos. ellos les pareció mal y nos tiraron unos balazos. Dijeron destodo el año En la ciudad, las horas que no corren vueJan. En el campo simplemente han trans currido, en número de veinticuatro.
Amplia decoración de nubes tormentosas, emplazada en las alturas. Se esperaba, midiendo el tiempo con el latir de los corazones, la liquida avalancha. Por un capricho de óptica, el volar de los grupos de pájaros.
en su alternado acercamiento y elevación del suelo, hacían admisible, a la fantasía, el fenómeno de que la tierra ensanchase y hundiese su seno, idéntica al pecho de una mujer enamorada que ve tenderse hacia ella.
e está sintiendo ya, la caricia que esperaba.
Como ocurre cien, quinientas, mil veces, la acción decidida rompe el hilo raquítico del pensamiento, de las intuiciones. Un relámpago baña de azoro y claridad las pupilas del ganado, y el tclón se descorre.
Empieza la fiesta de los aromas. La tierra quema incienso. Cien gotas forman un charco, no más grande que el ojo de una vaca: pero vienen más agujas transparentes, chocan, se funden, alborotan, se ensanchan. El tronar de la lluvia apaga todo otro ruido de bestia o de hombre: domina, cubre, avasalla Cien charcos se buscan por caminitos vertiginosos y se uren. Destello y detonación ensayan dúos improbables, sin alcanzar entera coincidencia. mil charcos, entre juego y retozo, se hallan abrazados y saltan con fresca delicia La tarde sigue haciendo su gedmétrica demostractón del ángulo critalino: el agua cae vertical y al tocar tierra se arrastra. Llueve.
Pero veamos alli, donde acaba lo bonito. cuatro, cinco, seis cuerpos, de espalda a la tierra, con los ojos frustrados para alcanzar la altura que tienen que tendrian ante sí.
Seis camisas blancas con una contraseña. purpura del lado del corazón Otra contraseña en un madero: Por comunistas. en las palmas de las manos, abiertas al azul, el agua alli estancada empieza a reflejar, con lento vaivén, las estrellas que toman suntuoso asiento en la noche Del testimonio de Sarmiento (Releyendo Ambas Américas. Tomo XXIX de sus Obras. Todas las violencias, fraudes populares en las elecciones, en la barra, en la prensa, que atacan las bases de la República, tienden a crear en el vulgo la idea de que la libertad es imposible, y que no son capaces de gozarla. Un senador que llega, por el dinero invertido, a su puesto, abre un mercado que quitará al Senado todo prestigio. Lo que dá fuerza moral al Poder sin armas, es simplemente la confianza pública de que su nombramiento fué la obra de la mayoria real de opinión y no de cifras aparentes. Ese es su fuerza y su ejercito después.
Creo que son ciento veinte los regimientos de Nueva York, tanto de nacionales como de extranjeros; pues que aquí los extranjeros no son tan bien creados como los nuestros de alla, que echan la carga a los del pais, para que los cuiden y los guarden, mientras ellos se toman solo la molestia de trabajar para si y enriquecerse; en lo que hacen perfectamente bien (Nueva York, mayo 20 de 1866. Necesitamos formar la opinión pública; levantar la barrera insuperable que nos mantiene en el atraso y la barbarie, Pasarla, o morir de inanición.
da.
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